Dicho esto se volvió y se encontró con los ojos atentos y penetrantes de Maria lvánovna, que le escuchaba.
– No fue Finlandia, sino el invierno finlandés -puntualizó Sokolov.
– Déjalo, Petia -cortó Madiárov.
– Digámoslo así, entonces -propuso Shtrum-. Durante la guerra el Estado soviético demostró sus puntos fuertes y los débiles.
– ¿Qué puntos débiles? -quiso saber Sokolov.
– Bueno -respondió Madiárov-, para empezar que muchos de los que ahora podrían estar combatiendo se encuentran en la cárcel. ¿Por qué pensáis que estamos luchando a orillas del Volga?
– ¿Y qué tiene que ver el sistema con eso? -preguntó Sokolov.
– ¿Qué tiene que ver? -replicó Shtrum-. Según Piotr Lavréntievich, ¿la viuda del suboficial se disparó a sí misma en 1937? [63]
Y de nuevo sintió la mirada penetrante de Maria Ivanovna. Se dijo para sus adentros que se estaba comportando de una manera extraña en esa discusión: cuando Madiárov se había lanzado a criticar al Estado soviético Shtrum le había contradicho, y cuando Sokolov la había tomado con Madiárov, se había puesto a criticar a Piotr Lavréntievich.
A Sokolov le gustaba burlarse a veces de un artículo especialmente estúpido o de un discurso incorrecto, pero de inmediato se ponía rígido en cuanto la discusión tocaba la línea del Partido. En cambio Madiárov no ocultaba sus propias opiniones.
– Usted intenta buscar en las carencias del sistema soviético una explicación a nuestros reveses -señaló Sokolov-, pero el golpe que los alemanes han infligido a nuestro país ha sido de tal calibre que el Estado, al resistirlo, ha demostrado con creces su fuerza, y no su debilidad. Usted ve la sombra proyectada por un gigante y dice: «Mira qué sombra», pero se olvida del gigante de carne y hueso. En el fondo, nuestro centralismo es un motor social de una potencia incomparable, permite realizar milagros. Y ahora los ha cumplido, y los cumplirá también en el futuro.
– Si no fuera necesario al Estado -dijo Karímov-, se desharía de usted; le tiraría junto con sus planes, creaciones e ideas, pero si su idea concuerda con los intereses del Estado, pondrá a su servicio una alfombra voladora.
– Eso, eso -dijo Artelev-. Yo fui destinado durante un mes a una fábrica de especial relevancia militar. El propio Stalin seguía la puesta en marcha de los talleres, telefoneaba al director. ¡Qué equipamiento! Materia prima, piezas de recambio, todo aparecía como por arte de magia. No hablemos ya de las condiciones de vida. ¡Teníamos bañera y cada mañana te llevaban la crema de leche a casa! Nunca antes había vivido así. ¡Qué abastecimiento tan extraordinario de los instrumentos de trabajo! Y lo principal: nada de burocracia.
– Probablemente el burocratismo estatal, como el gigante del cuento, estaba al servicio de los hombres -afirmó Karímov.
– Si se ha podido alcanzar semejante perfección en las fábricas de relevancia militar -dijo Sokolov-, es obvio que finalmente se aplicará el mismo sistema en todas las fábricas.
– No -dijo Madiárov-. Son dos principios totalmente diferentes. Stalin no construye lo que la gente necesita: construye lo que necesita el Estado. Es el Estado, y no la gente, el que necesita la industria pesada. El canal que une el mar Blanco con el Báltico es inútil para la gente; en un plato de la balanza están las necesidades del Estado; en el otro, las necesidades del individuo. ¡Estos platos no lograrán equilibrarse!
– Eso es -aprobó Artelev-. Y fuera de esas fábricas especiales reina el caos total. Según el plan, debo enviar la producción necesaria para nuestros vecinos de Kazán a Chitá, y de Chitá la vuelven a enviar a Kazán. Necesito operarios y todavía no he agotado el crédito para las guarderías infantiles. ¿Qué hago? Traigo a los operarios haciéndoles pasar por puericultoras. ¡La centralización nos asfixia! Un inventor encontró un medio de producir mil quinientas piezas en lugar de doscientas y el director lo echó a patadas: el plan está calculado de acuerdo con el peso total de lo que producimos. Es mejor dejar las cosas como están. Y si la fábrica se paraliza por la falta de un material que se puede adquirir en el mercado por treinta rublos, prefiere asumir un descalabro económico de dos millones. No se arriesgará a pagar treinta rublos en el mercado negro.
Artelev echó una fugaz ojeada al auditorio y retomó la palabra sin dilación, como si temiera que no le dejaran acabar:
– Un obrero cobra poco, pero cobra en función del trabajo realizado. Un vendedor de agua con sirope cobra cinco veces más que un ingeniero. Los dirigentes, los directores, los comisarios del pueblo sólo saben decir una cosa: ¡cumplid con el plan! ¡No importa si te mueres de hambre, debes cumplir el plan! Por ejemplo, teníamos un director, un tal Shmatkov, que durante las reuniones gritaba: «¡La fábrica es más importante que vuestra propia madre! Hay que dejarse el pellejo si es preciso, pero el plan debe cumplirse. Y a los que no lo hagan, yo mismo los despellejaré». Y un buen día nos enteramos de que Shmatkov ha sido destinado a Voskresenk. «Afanasi Lukich, ¿cómo puede dejar la fábrica con el trabajo a la mitad?» Me respondió sencillamente, sin demagogia: «Mire, nuestros hijos estudian en un instituto de Moscú, y Voskresenk queda más cerca. Además, nos han ofrecido un buen piso, con jardín. Mi mujer siempre está enferma y necesita aire puro». Me sorprende que el Estado confíe en gente así, mientras que los obreros, y los científicos famosos, si no son miembros del Partido, siempre están a dos velas.
– Es muy sencillo -dijo Madiárov-. A estos personajesse les confía mucho más que a los institutos y las fábricas, se les confía el corazón del sistema, el sanctasanctórum: la vivificante fuerza del burocratismo soviético.
– Es lo que yo digo -continuó Artelev sin hacer caso a la broma de Madiárov-. Me gusta mi taller. No escatimo esfuerzos. Pero me falta lo esencial: no puedo despellejar viva a la gente, a mis operarios. Yo puedo dejarme el pellejo, pero no el de los otros obreros.
Shtrum, adoptando una actitud que ni siquiera él mismo comprendía, sintió la necesidad de contradecir a Madiárov, aunque compartía punto por punto sus observaciones.
– Hay algo en su razonamiento que no encaja -dijo-. ¿Cómo puede afirmar que los intereses del hombre no coinciden, no confluyen plenamente con los intereses del Estado que ha creado una industria bélica para la defensa? Creo que los cañones, los tanques, los aviones con los que se envía a combatir a nuestros hijos, nuestros hermanos, son necesarios para todos y cada uno de nosotros.
– Rigurosamente exacto -dijo Sokolov.
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Maria lvánovna sirvió el té. Ahora hablaban de literatura.
– Dostoyevski ha caído en el olvido -observó Madiárov-. Las editoriales no lo reeditan y las bibliotecas no lo dejan en préstamo así como así.
– Porque es un reaccionario -sentenció Shtrum. -Es cierto. No debería haber escrito Los demonios -aprobó Sokolov.
– ¿Está seguro, Piotr Lavréntievich, de que no debería haber escrito Los demonios? -preguntó Shtrum-. ¿Tal vez es el Diario de un escritor lo que no debería haber escrito?
– No se puede castrar a los genios -dijo Madiárov-. Dostoyevski sencillamente no encaja con nuestra ideología. No es como Mayakovski, al que Stalin definió como el mejor y más dotado de nuestros poetas… Mayakovski es el Estado personificado, hecho emoción, mientras que Dostoyevski, incluso en su culto al Estado, es la misma humanidad.
– Si así lo cree -intervino Sokolov-, nada de la literatura del siglo XIX tiene cabida en nuestra ideología.
– ¡Ni mucho menos! -discrepó Madiárov-. ¿Qué hay de Tolstói? Él poetizó la idea de guerra del pueblo, y el Estado ahora se ha puesto al frente de la justa guerra del pueblo. Como ha dicho Ajmet Usmánovich, cuando las ideas coinciden aparece la alfombra voladora: se habla de Tolstói por la radio, en las veladas de lectura, sus obras se editan; incluso nuestros jefes lo citan.