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Una vez un oficial inglés le había preguntado si la prohibición en Rusia de expresar puntos de vista antimarxistas no había resultado un obstáculo para su trabajo filosófico. Pero no era eso lo que le preocupaba.

– A otros, tal vez les moleste. Pero no es un inconveniente para un marxista como yo -replicó Mijaíl Sídorovich.

– Le he hecho esta pregunta precisamente porque es usted marxista, uno de la vieja guardia -precisó el inglés.

Aunque Mostovskói hizo una mueca de dolor, había logrado replicar al inglés.

El problema no era tanto que algunos hombres que le eran íntimamente cercanos como Ósipov, Gudz o Yershov le irritaran a veces. La desgracia era que muchas cosas de su propia alma se le habían vuelto extrañas. En tiempo de paz se había alegrado al encontrar a un viejo amigo, sólo para comprender al despedirse que no eran sino dos extraños.

Pero, ahora, ¿qué podía hacer cuando era una parte de sí mismo la que se había vuelto extraña…? Con uno mismo no se puede romper relaciones, ni dejar de encontrarse.

Durante las conversaciones con Ikónnikov, Mostovskói se irritaba, se volvía rudo y sarcástico, lo tildaba de majadero, calzonazos y bobalicón. Pero, al mismo tiempo que se burlaba de él, cuando no lo veía le echaba de menos.

Sí, precisamente en eso consistía el gran cambio experimentado entre sus años de juventud transcurridos en las cárceles y el momento presente.

Cuando era joven, todo le resultaba próximo y comprensible en sus amigos y camaradas de Partido. Cada pensamiento y opinión de sus adversarios, en cambio, le parecían extraños, monstruos.

Ahora, de improviso, reconocía en los pensamientos de un desconocido aquello que décadas antes le era querido, mientras que a veces aquello que le era ajeno tomaba forma, misteriosamente, en los pensamientos y palabras de sus amigos.

«Debe de ser porque hace demasiado tiempo que estoy en el mundo», se decía Mostovskói.

5

El coronel americano ocupaba una celda individual en un barracón especial. Tenía permiso para salir libremente durante las horas vespertinas y le servían comidas especiales. Corría la voz de que Suecia había intervenido en su favor, y que el presidente Roosevelt había pedido noticias suyas al rey de Suecia.

Un día el coronel llevó una tableta de chocolate al mayor Níkonov, que estaba enfermo. Estaba muy interesado en los prisioneros de guerra rusos y siempre intentaba entablar conversación con ellos sobre las tácticas de los alemanes y las causas de los fracasos del primer año de guerra.

Hablaba a menudo a Yershov y, mirando los ojos perspicaces, alegres y tristes al mismo tiempo, del mayor ruso, se olvidaba de que éste no comprendía el inglés.

Le parecía extraño que un hombre con una cara tan inteligente no pudiera entenderle, sobre todo teniendo en cuenta que los temas que le planteaba eran de sumo interés para ambos.

– ¿En serio no entiende nada de lo que le digo? -le preguntaba, apenado.

Yershov le respondía en ruso:

– Nuestro honorable sargento dominaba todas las lenguas, excepto las extranjeras.

Sin embargo, en un lenguaje compuesto de sonrisas, miradas, palmaditas en la espalda y unas quince palabras tergiversadas en ruso, alemán, inglés y francés, los rusos del campo lograban hablar de camaradería, compasión, ayuda, el amor al hogar, la mujer y los hijos con hombres de decenas de nacionalidades de lenguas diferentes.

Kamerad, gut, Brot, Suppe, Kinder, Zigarette, Arbeit y otra docena de palabras de la jerga alemana generada en los campos, Revier, Blockalteste, kapo, Vernichtungslager, Appell, Appellplatz, Waschraum, Flugpunkt, Lagerschütze [6], bastaban para expresar lo esencial en la vida sencilla y complicada de los prisioneros.

También había varias palabras rusas -rebiata, tabachok, továrisch [7]- que utilizaban los reclusos de varias nacionalidades. Y la palabra rusa dojodiaga, que se empleaba para referirse a los prisioneros medio muertos, desfallecientes, se convirtió en una expresión de uso común al ganarse el consenso de las cincuenta y seis nacionalidades que integraban el campo.

Pertrechados únicamente con diez o quince palabras, el gran pueblo alemán irrumpió en las ciudades y aldeas habitadas por el gran pueblo ruso: millones de aldeanas, de viejos y niños, y millones de soldados alemanes se comunicaban con palabras como matka, pan, ruki vverj, kurka, yaika [8], kaputt. Bien es cierto que no llegaban muy lejos con semejantes explicaciones, pero de todos modos, el gran pueblo alemán no necesitaba nada más para el tipo de quehaceres que acometía en Rusia.

Los intentos de Chernetsov por entablar conversación con los prisioneros de guerra soviéticos no dieron demasiados frutos. Con todo, durante los veinte años que había pasado en la emigración no había olvidado el ruso, que dominaba a la perfección. No podía comprender a los prisioneros de guerra soviéticos que le evitaban.

Del mismo modo, a los prisioneros de guerra soviéticos les resultaba imposible ponerse de acuerdo: unos estaban dispuestos a morir para no cometer traición; otros tenían intención de alistarse en las tropas de Vlásov. Cuanto más hablaban y discutían, menos se comprendían. Luego se hacía el silencio; el odio y desprecio mutuos era patente. En aquel gemido de mudos y discursos de ciegos, en aquella espesa mezcla de individuos, unidos por el horror, la esperanza y la desgracia, en aquel odio e incomprensión entre hombres que hablaban una misma lengua, se perfilaba de un modo trágico una de las grandes calamidades del siglo XX.

6

El día que nevó las conversaciones nocturnas entre los prisioneros rusos fueron particularmente tristes.

Incluso el coronel Zlatokrilets y el comisario de brigada Ósipov, siempre enérgicos y rebosantes de vitalidad, parecían sombríos y taciturnos. Todos estaban hundidos en la melancolía.

El mayor de artillería Kiríllov permanecía sentado en el catre de Mostovskói; tenía los hombros caídos y balanceaba la cabeza ligeramente. Parecía que no sólo sus ojos oscuros sino también su enorme cuerpo estuvieran llenos de nostalgia.

Los enfermos de cáncer desahuciados tienen una expresión semejante, hasta el punto de que incluso sus seres más próximos, al mirarles a los ojos, les desean, conmovidos, una muerte rápida.

El omnipresente Kótikov, con el rostro amarillento, señalando a Kiríllov susurró a Ósipov:

– Éste o se ahorca o se une a Vlásov.

Mostovskói, frotándose las grises mejillas hirsutas, dijo:

– Escuchadme, cosacos. Todo va bien. ¿Es que no lo veis? Para los fascistas cada día de vida del Estado fundado por Lenin es insoportable. El fascismo no tiene alternativa. O nos devora y nos aniquila, o se extingue.

»Precisamente, el odio que los fascistas nos profesan es la prueba de la justicia de la causa de Lenin. Y todavía otra cosa, que no es menos seria. Recordad que cuanto más nos odien los fascistas, más seguros debemos estar de la justicia de nuestra causa. Al final venceremos.

Se volvió con brusquedad hacia Kiríllov:

– ¿Qué le pasa a usted? Acuérdese de Gorki, que mientras caminaba por el patio de la cárcel oyó gritar a un georgiano: «¿Por qué andas como una gallina? ¡Mantén la cabeza alta!».

Todos estallaron en risotadas.

Y tenía razón. Venga, la cabeza alta -confirmó Mostovskói-. ¡Pensad que el grande y noble Estado soviético defiende la idea comunista! Que Hitler se enfrente al Estado y la idea. Stalingrado planta cara, resiste. A veces, antes de la guerra, parecía que habíamos apretado las tuercas demasiado fuerte. Pero ahora, en realidad, hasta un ciego puede ver que el fin justifica los medios.

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[6] Camarada, bueno, pan, sopa, niños, cigarrillo, trabajo… Enfermería, encargado de barracón, kapo, campo de exterminio, pase de lista, plaza de pase de lista, duchas, terreno de aviación, guardias del campo.

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[7] Chicos, tabaco, camarada.

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[8] Respectivamente, madre, señor (en polaco), manos arriba, gallina, huevo.

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