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Por la tarde un suboficial comunicó a Bach que desde la trinchera rusa habían lanzado una granada que había hecho pedazos el tubo de la estufa de la compañía y había esparcido por su trinchera toda clase de porquería.

Más tarde un soldado ruso, con una pelliza blanca y un gorro nuevo de piel, saltó fuera de la trinchera, gritando palabras obscenas y amenazando con el puño.

Al darse cuenta de que se trataba de un acto espontáneo, los alemanes no abrieron fuego.

– ¡Eh!, gallina, huevos, ¿un gluglú ruso? -gritó el soldado.

Luego salió de la trinchera un alemán vestido de azul que, con voz contenida para que no le oyeran los oficiales en el refugio, había dicho:

– Eh, ruso, no me dispares a la cabeza, tengo que volver a ver a mamá. Coge el subfusil, dame el gorro.

Desde la trinchera rusa habían respondido con una sola palabra, breve y contundente. Aunque la palabra era rusa, los alemanes la comprendieron y se enfurecieron.

Voló una granada que sobrepasó la trinchera y explotó en el ramal de comunicación.

Pero aquello ya no le interesaba a nadie.

El suboficial Eisenaug informó de ese incidente a Bach, que concluyó:

– Deje que griten si eso es lo que quieren. Siempre y cuando no haya deserciones…

El suboficial Eisenaug, cuyo aliento apestaba a remolacha cruda, informó además de que el soldado Petenkoffer se las había ingeniado para organizar un intercambio de mercancías con el enemigo: en su macuto habían aparecido terrones de azúcar y pan ruso. Le había prometido a un amigo que cambiaría su navaja de afeitar por un trozo de tocino y dos paquetes de alforfón, y que se quedaría como comisión ciento cincuenta gramos de tocino.

– Muy sencillo -replicó Bach-. Tráigamelo.

Pero resultó que Petenkoffer había muerto como un héroe esa misma mañana, mientras llevaba a cabo una misión.

– Entonces, ¿qué quiere que haga? -preguntó Bach-. De todas maneras, los alemanes y los rusos hace tiempo que comercian.

Eisenaug, sin embargo, no estaba para bromas. Había llegado dos meses antes a Stalingrado en avión con una herida que no acababa de cicatrizarle, sufrida en mayo de 1940 en Francia. Al parecer, prestaba servicio en un batallón de policía en el sur de Alemania. Hambriento, entumecido de frío, devorado por los piojos y el miedo, había perdido el sentido del humor.

Y precisamente allí, donde apenas podían discernir los muros de piedra de los edificios de la ciudad, Bach había iniciado su vida en Stalingrado. Bajo el cielo negro de septiembre cuajado de estrellas enormes, las aguas turbias del Volga, los muros de las casas ardiendo después del incendio y, más lejos, las estepas del sureste de Rusia, la frontera del desierto asiático.

Las casas del oeste de la ciudad estaban sumidas en la oscuridad; sólo sobresalían minas cubiertas de nieve: allí estaba su vida…

¿Por qué había escrito desde el hospital aquella carta a su madre? ¡Lo más probable es que se la hubiera enseñado a Hubert! ¿Por qué había mantenido esa conversación con Lenard?

¿Por qué la gente tiene memoria? A veces uno quisiera morir, dejar de recordar. ¿Cómo había podido tomar un momento de ebria locura por la verdad profunda de su vida y hacer lo que nunca había hecho durante largos y difíciles años?

No había matado a niños, nunca en su vida había arrestado a nadie. Pero ahora se había roto el frágil dique que separaba la pureza de su alma de las tinieblas que borbotaban a su alrededor.

Y la sangre de los campos y los guetos había manado a raudales hacia él; le había arrastrado, había eliminado el límite que marcaba las tinieblas: ahora él formaba parte de las tinieblas.

¿Qué le había pasado? ¿Era locura, casualidad o las leyes más profundas de su alma?

36

Hacía calor en el refugio de la compañía. Algunos soldados estaban sentados, otros tumbados con las piernas estiradas hacia el techo bajo; otros dormían tapándose la cabeza con abrigos y dejando al descubierto las plantas amarillentas de los pies.

– ¿Os acordáis? -preguntó un soldado demacrado, al tiempo que se estiraba la camisa sobre el pecho y examinaba las costuras con esa mirada atenta y hostil que tienen todos los soldados del mundo cuando examinan las costuras de sus camisas y su ropa interior-, ¿Os acordáis del sótano donde estábamos acuartelados en septiembre?

Otro, que yacía boca arriba, dijo:

– Yo ya os encontré aquí.

– Era un sótano espléndido -confirmaron varias voces-. Puedes creernos… Había camas, como en las mejores casas…

– Algunos tipos habían comenzado a desesperarse cuando estábamos cerca de Moscú. Y de repente nos encontramos en el Volga.

Un soldado partió una tabla con la bayoneta y abrió la puerta de la estufa para alimentar el fuego con unos trozos de madera. La llama iluminó su gran cara sin afeitar, que de gris piedra se volvió cobre rojizo.

– Podemos estar contentos -dijo-. Salimos de un agujero en Moscú para ir a parar a otro todavía más maloliente. De un oscuro rincón donde se hacinaban los macutos salió una voz vivaracha:

– Ahora está claro. ¡El mejor plato de Navidad es la carne de caballo!

La conversación giró en torno a la comida y todos se animaron. Discutieron largo y tendido sobre la mejor manera de eliminar el olor de sudor de la carne de caballo hervida. Unos sostenían que había que quitar la espuma negra del caldo. Otros recomendaban no llevar el caldo a rápida ebullición; otros sugerían que había que cortar la carne de los cuartos traseros y no poner los trozos de carne helada en agua fría sino directamente en agua hirviendo.

– Los que viven bien son los exploradores -comentó un joven soldado-: se hacen con las provisiones de los rusos y con ellas abastecen a sus mujeres en los sótanos. Y luego algún idiota todavía se sorprende de que los exploradores encuentren siempre las mujeres más jóvenes y bellas.

– Mira, eso es algo en lo que no pienso -dijo el que alimentaba la estufa-, no sé si se trata del estado de ánimo o de la comida. Pero lo que me gustaría es ver a mis hijos antes de morir. ¡Aunque sólo fuera una hora…!

– ¡Los que sí piensan en eso son los oficiales! En un sótano habitado por civiles encontré al comandante de la compañía. Allí está como en su casa, casi como uno más de la familia.

– Y tú, ¿qué hacías en el sótano?

– Llevaba mi ropa a lavar.

– Durante un tiempo fui vigilante en un campo. Vi a prisioneros de guerra recogiendo mondas de patatas, peleándose por hojas de col podridas. Pensaba: «En realidad, no son seres humanos, son animales». Al parecer nosotros también nos hemos convertido en animales.

De improviso la puerta se abrió de par en par, y junto a un torbellino de vapor frío irrumpió una voz profunda y sonora:

– ¡En pie! ¡Firmes!

Estas palabras de mando resonaban, como siempre, tranquilas y lentas; palabras que, de alguna manera, se referían a la amargura, los sufrimientos, la nostalgia, a los pensamientos funestos… ¡Firmes!

De la penumbra emergió el rostro de Bach, mientras se oía un crujido insólito de botas, y los habitantes del refugio distinguieron el capote azul claro del comandante de la división, sus ojos miopes entornados, su mano blanca, senil, con una alianza de oro, que estaba secando con una gamuza el monóculo.

Una voz, acostumbrada a llegar sin esfuerzo hasta la plaza de armas, hasta los comandantes de los regimientos e incluso hasta los soldados que estaban en las últimas filias, pronunció:

– Buenos días. ¡Descansen!

Los soldados respondieron desordenadamente.

El general se sentó sobre una caja, y la luz amarilla de la estufa hizo destellar la cruz de hierro negro sobre su pecho.

– Les deseo una feliz Nochebuena -dijo.

Los soldados que le acompañaban arrastraron hacia la estufa una caja y, tras levantar la tapa a golpes de bayoneta, comenzaron a sacar árboles navideños del tamaño de la palma de una mano envueltos en celofán. Cada pequeño abeto estaba adornado con hilos dorados, cuentas de vidrio y caramelos.

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