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Nóvikov caminaba hacia la estación.

Zhenia, su susurro confuso, sus pies desnudos, su susurro tierno, sus lágrimas en el momento de la despedida, su poder sobre él, su pobreza y su pureza, el olor de sus cabellos, su enternecedor pudor, la calidez de su cuerpo… Y la propia timidez de ser sólo un obrero soldado, y el orgullo de ser un simple obrero soldado.

Nóvikov caminaba por las vías del tren cuando una aguja afilada perforó la nube cálida y turbia de sus pensamientos. Como todo soldado en filas, temía que su unidad hubiera partido sin él.

A lo lejos divisó el andén de la estación, los tanques de formas angulosas con sus músculos metálicos que resaltaban debajo de los toldos, los centinelas con cascos negros, el vagón del Estado Mayor con las ventanas cubiertas por cortinas blancas.

Dejó atrás a un centinela que se cuadró a su paso y subió al vagón.

Vershkov, su ayudante de campo, ofendido porque Nóvikov no le había llevado con él a Kúibishev, depositó en silencio sobre la mesa un mensaje cifrado de la Stavka: debían dirigirse a Sarátov y luego tomar la bifurcación de Astracán… El general Neudóbnov entró en el compartimento, posó la mirada no en Nóvikov sino en el telegrama que tenía en las manos y dijo:

– Itinerario confirmado.

– Sí, Mijaíl Petróvich, pero no sólo el itinerario, también la destinación: Stalingrado -y añadió-: el general Riutin le manda saludos.

– Aaah -dijo Neudóbnov, aunque no estaba claro a qué se refería con ese apático «aaah», si al saludo de Riutin o a Stalingrado.

Era un extraño individuo que a veces inquietaba a Nóvikov. Ante el menor incidente en un viaje -un retraso causado por un tren en dirección contraria, un cojinete defectuoso en uno de los vagones, un controlador que no diera la señal de partida-, Neudóbnov decía excitado: «¡El apellido! ¡Apunte el apellido! Esto es sabotaje intencionado, hay que meter en la cárcel a ese canalla».

En el fondo de su corazón Nóvikov no sentía odio, sino más bien indiferencia hacia los hombres que llamaban kulaks, saboteadores, enemigos del pueblo. Nunca había sentido el deseo de meter a alguien en la cárcel, de conducirle ante un tribunal o de desenmascararle en una reunión pública, pero atribuía aquella indiferencia benévola a su escasa conciencia política.

Neudóbnov, por el contrario, parecía estar siempre al acecho. Era como si apenas ver a alguien se preguntara con recelo: «¿Y cómo voy a saber yo, querido camarada, si eres o no un enemigo?». El día antes había contado a Nóvikov y a Guétmanov la historia de unos arquitectos saboteadores que habían intentado transformar las grandes calles y avenidas de Moscú en improvisadas pistas de aterrizaje para la aviación enemiga.

– En mi opinión, todo eso no es más que un disparate -dijo Nóvikov-. Desde el punto de vista técnico no tiene el menor sentido.

Ahora Neudóbnov se había enfrascado en una conversación sobre otro de sus temas preferidos: la vida doméstica. Después de palpar los tubos de la calefacción se puso a hablar del sistema de calefacción central que había hecho instalar en su dacha poco antes de la guerra.

De repente Nóvikov lo encontró sorprendentemente interesante; pidió a Neudóbnov que le dibujara un esquema de la calefacción central de la dacha y, tras doblar el croquis, lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.

– ¿Quién sabe? Es posible que algún día pueda serme útil -dijo.

Poco después Guétmanov entró en el compartimento. Saludó a Nóvikov con voz estentórea:

– Así que aquí está de nuevo el comandante. Empezábamos a pensar que íbamos a tener que elegir a un nuevo atamán. Temíamos que Stenka Razin hubiera abandonado a sus compañeros.

Entornó los ojos mirando afablemente a Nóvikov y éste respondió a la broma riéndose, aunque en su interior advirtió cierta tensión que se estaba convirtiendo en habitual.

Sí, en las bromas de Guétmanov había una particularidad extraña, como si a través de sus chanzas el comisario quisiera dar a entender que sabía muchas cosas de Nóvikov. Ahora, por ejemplo, había repetido las palabras de Zhenia durante la despedida, pero era una pura casualidad.

Guétmanov miró el reloj y dijo:

– Bueno, señores, llegó mi turno de ir a la ciudad. ¿Alguna objeción?

– Adelante -dijo Nóvikov-. Encontraremos la manera de divertirnos sin usted.

– No lo dudo -respondió Guétmanov-. Usted no suele aburrirse en Kúibishev.

Y esta broma ya no era ninguna coincidencia.

Cuando alcanzó la puerta del compartimento, Guétmanov le preguntó:

– Bueno, Piotr Pávlovich, ¿cómo está Yevguenia Nikoláyevna?

La seria actitud de Guétmanov no dejaba lugar a dudas, sus ojos no reían.

– Muy bien, gracias -dijo Nóvikov-, pero tiene mucho trabajo.

Y, deseando cambiar de conversación, se dirigió a Neudóbnov:

– Y usted, Mijaíl Petróvich, ¿por qué no va a darse una vuelta por Kúihishev?

– ¿Qué me queda por ver allí? -respondió Neudóbnov.

Estaban sentados el uno al lado del otro. Mientras Nóvikov escuchaba a Neudóbnov, examinaba los papeles, los dejaba a un lado, repitiendo de vez en cuando:

– Muy bien… Continúe…

Durante toda su vida Nóvikov había hecho informes a sus superiores y éstos, durante la lectura, hojeaban documentos y de vez en cuando dejaban caer distraídamente: «Muy bien… Continúe…».

Siempre le había ofendido ese tipo de comportamiento; él nunca haría algo así, se decía.

– Escuche un momento -dijo Nóvikov-, debemos hacer una solicitud por anticipado al servicio de reparaciones: tenemos carreteros, pero casi no disponemos de especialistas en orugas.

– Ya la he redactado y creo que lo mejor será enviarla directamente al general. De todas maneras se la darán a él para que la firme.

– Bien -dijo Nóvikov, firmando la solicitud-. Quiero que cada brigada compruebe sus armas antiaéreas. Es posible que se produzcan ataques aéreos una vez dejemos Sarátov. -He dado órdenes en ese sentido al Estado Mayor. -No es suficiente. Quiero que sea responsabilidad personal de los comandantes de los convoyes, que hagan un informe para las 16 horas. En persona.

– Ha llegado la confirmación del nombramiento de Sazónov como comandante de brigada del Estado Mayor. -Qué rápido -dijo Nóvikov.

En lugar de apartar la mirada, Neudóbnov sonreía. Se percataba del enfado y la incomodidad de Nóvikov.

Normalmente a Nóvikov le faltaba coraje para defender con tesón a las personas que consideraba particularmente idóneas para ostentar cargos de mando. En cuanto se comenzaba a hablar de la lealtad política de los comandantes, Nóvikov se desalentaba y de repente la competencia personal de esos oficiales parecía algo irrelevante.

Pero aquel día no ocultaba su irritación. No quería resignarse. Mirando fijamente a Neudóbnov dijo:

– Es culpa mía. He dado más importancia a los datos biográficos que a las capacidades militares. En el frente pondremos las cosas en su sitio. Para luchar contra los alemanes se necesita algo más que un pasado impoluto. Si pasa cualquier cosa, destituiré a Sazónov. ¡Que se vaya al diablo!

Neudóbnov se encogió de hombros.

– Personalmente no tengo nada en contra de ese calmuco de Basángov -dijo-, pero hay que dar preferencia a un ruso. La amistad entre los pueblos es un asunto sagrado, pero compréndalo, entre la población de las minorías nacionales hay un alto porcentaje de hombres poco fiables o claramente hostiles.

– Tendríamos que haber pensado en eso en 1937 -dijo Nóvikov-. Conocí a un hombre, Mitka Yevséyev, que siempre gritaba: «Soy ruso, eso ante todo». No le sirvió de nada: lo metieron en la cárcel.

– Cada cosa a su tiempo -dijo Neudóbnov-. En la cárcel acaban los canallas, los enemigos, no meten a nadie así como así. En el pasado firmamos el tratado de paz de Brest-Litovsk con los alemanes, y aquello era bolchevismo. Ahora el camarada Stalin nos ha ordenado aniquilar a los invasores alemanes que han atacado nuestra patria soviética, del primero al último. Y esto también es bolchevismo.

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