Aquel día había pensado mucho en su marido. Su relación se había deteriorado. Víktor estaba enfadado con ella se había vuelto frío y ella constataba con tristeza que le era indiferente. Le conocía demasiado bien. Visto desde fuera todo parecía romántico y exaltado. Aunque, a decir verdad, ella nunca había visto nada poético y exaltado en los demás. En cambio María Ivánovna veía a Víktor Pávlovich como a un hombre sabio, abnegado, una criatura noble. Masha amaba la música, incluso palidecía cuando oía el piano, y Víktor Pávlovich lo tocaba siempre que ella se lo pedía. Evidentemente, Masha necesitaba un objeto de veneración. Se había creado una imagen exaltada, un Víktor que no existía. Si Masha observara a Víktor día tras día, no tardaría en desilusionarse. Liudmila Nikoláyevna sabía que sólo el egoísmo movía a Víktor y que él no amaba a nadie. Incluso ahora, cuando pensaba en el enfrenta miento con Shishakov, llena de angustia y de temor por el marido, sentía al mismo tiempo la irritación de siempre: ahí estaba él, dispuesto a sacrificar la ciencia y la tranquilidad de los suyos por el puro placer egoísta de hacerse el gallito, de salir en defensa de los débiles.
Ayer, por ejemplo, preocupado por Nadia, había dejado a un lado su egoísmo. ¿Habría sabido olvidarse de sus graves ocupaciones y preocuparse del mismo modo por Tolia? Ayer ella se había equivocado. Nadia no había sido completamente franca con ella. ¿Cómo podía saber si se trataba de un capricho infantil, pasajero, o de su destino?
Nadia le había confiado en qué círculo de amigos había conocido a Lómov. Le había hablado con detalle de esos jóvenes que leían poesía de otra época, de sus discusiones sobre arte antiguo y arte moderno, de su actitud burlona y despreciativa hacia cosas que, según Liudmila Nikoláyevna, no merecían ni la burla ni el desprecio.
Nadia había respondido de buena gana a las preguntas de Liudmila y parecía estar diciendo la verdad: «No, no bebemos, sólo una vez, cuando un chico partía para el frente»; «De vez en cuando se habla de política. No en el mismo lenguaje que en los periódicos…, pero muy raras veces, una o dos como mucho».
Pero en cuanto Liudmila Nikoláyevna le preguntaba sobre Lómov, Nadia se acaloraba: «No, no escribe poesías»; «¿Cómo quieres que sepa quiénes son sus padres? Claro que no les be visto nunca. ¿Qué hay de extraño? Tampoco él tiene ni idea de qué hace papá; lo más seguro es que se piense que trabaja en una tienda de comestibles».
¿Era el destino de Nadia lo que estaba en juego o acabaría todo dentro de un mes sin dejar huella?
Mientras preparaba la comida y hacía la colada, pensaba en su madre, en Vera, en Zhenia, en Seriozha. Llamó por teléfono a Maria Ivánovna, pero no respondió nadie. Telefoneó a los Postóyev, pero la mujer de la limpieza le dijo que la señora había salido a hacer unas compras. Marcó el número del administrador para que avisara al fontanero -había que reparar un grifo-, pero le respondieron que el fontanero aquel día no había ido a trabajar.
Se sentó a escribir una larga carta a su madre. Quería transmitirle la tristeza que sentía por no haber conseguido que Aleksandra Vladímirovna se sintiera como en casa, cuánto lamentaba que hubiera decidido quedarse sola en Kazán. Los parientes de Liudmila no iban de visita a su casa desde antes de la guerra, y mucho menos se quedaban a dormir. Tampoco ahora sus familiares más cercanos venían a verla a su gran apartamento de Moscú. Liudmila no escribió la carta, sólo emborronó cuatro hojas de papel.
A última hora de la tarde, Víktor Pávlovich llamó para avisar de que se retrasaría; los técnicos de la fábrica militar a los que había convocado llegarían esa tarde.
– ¿Alguna noticia? -preguntó Liudmila Nikoláyevna.
– ¿En qué sentido? -dijo él-. No, ninguna novedad.
Por la noche Liudmila Nikoláyevna volvió a leer la carta de su madre; se acercó a la ventana.
La luna brillaba y la calle estaba desierta. Vio de nuevo a Nadia cogida del brazo de su militar; caminaban por la calzada, en dirección a casa. Luego Nadia echó a correr y el joven con capote militar se quedó parado en mitad de la calle desierta, mirándola fijamente. Y era como si Liudmila Nikoláyevna uniera en su corazón cosas incompatibles entre sí: su amor por Víktor Pávlovich, su intranquilidad por él, su rabia contra él; Tolia, que había muerto sin besar los labios de una chica; el teniente plantado en medio de la calle; Vera, que subía feliz las escaleras de su Casa de Stalingrado; Aleksandra Vladímirovna que ya no tenía vivienda… La sensación de vida, única felicidad del hombre y también su tremendo dolor, colmó de repente su alma.
57
En la entrada del instituto Shtrum se encontró con Shishakov que bajaba de su coche.
Shishakov se levanto el sombrero para saludarle sin mostrar el menor deseo de pararse a hablar con él.
«Mal asunto», pensó Shtrum.
Durante la comida, el profesor Svechín, que se sentaba a la mesa de al lado, evitó su mirada y no le dirigió la palabra. Mientras salían de la cantina, el gordo Gurévich le habló con una cordialidad particular y le apretó durante un largo rato la mano; pero cuando la puerta de la sala de recepción de la dirección se entreabrió, Gurévich se despidió precipitadamente y se marchó a toda prisa por el pasillo.
En el laboratorio, Márkov, que estaba hablando con Shtrum sobre los aparatos que había que instalar para fotografiar partículas nucleares, levantó de repente la cabeza de sus notas y dijo:
– Víktor Pávlovich, me han contado que fue usted el tema de conversación durante una fuerte discusión en el buró del comité del Partido. Kovchenko le hizo una jugarreta al declarar: «Shtrum no quiere trabajar en nuestro colectivo».
– Bueno -dijo Shtrum-. Así es -y sintió un tic nervioso en un párpado.
Mientras hablaba con Márkov sobre las fotografías nucleares, Shtrum tuvo la sensación de que ya no era el quien dirigía el laboratorio sino Márkov, que había tomado el relevo. Márkov le hablaba con la voz tranquila del que se sabe señor, y Nozdrín se le había acercado dos veces para consultarle acerca del montaje de los aparatos.
Luego, de improviso, Márkov adoptó una expresión lastimera y suplicante, y le susurró:
– Víktor Pávlovich, por favor, no mencione mi nombre en caso de que hable sobre esa reunión del comité del Partido. De lo contrario, tendré problemas por haber revelado un secreto del Partido.
– Faltaría más -respondió Shtrum.
– Todo se arreglará -le consoló.
– No lo creo -dijo Shtrum-; se las arreglarán igual de bien sin mí. ¡Los equívocos alrededor del operador psi son puro delirio!
– Creo que comete un error -dijo Márkov-. Ayer hablaba con Kochkúrov, ya le conoce, es un tipo con los pies en el suelo, y me decía: «En la obra de Shtrum las matemáticas prevalecen sobre la física pero, curiosamente, me ilumina, ni yo mismo entiendo por qué».
Shtrum entendía a qué se refería: el joven Kochkúrov era un entusiasta de las investigaciones sobre la interacción de los neutrones lentos con los núcleos de los átomos pesados y afirmaba que esos estudios abrían perspectivas de tipo práctico.
– La gente como Kochkúrov no decide nada -replicó Shtrum-. Los que tienen poder de decisión son los Badin, y Badin considera que yo debo arrepentirme de arrastrar a los físicos a una abstracción talmúdica.
Era evidente que todo el laboratorio estaba al corriente del conflicto entre Shtrum y la dirección, y de la sesión que se había celebrado el día anterior en el comité del Partido. Anna Stepánovna miraba a Shtrum con expresión de sufrimiento. Víktor Pávlovich tenía ganas de hablar con Sokolov, pero éste se había marchado a la Academia por la mañana, y después telefoneó para decir que se quedaría allí hasta tarde y que probablemente ya no pasaría por el instituto.
Savostiánov estaba de un humor excelente y no dejaba de bromear ni un instante.