Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Había estado en el aparato central y en los campos, donde dirigía enormes proyectos de construcción.

Krímov se había equivocado también respecto a su interlocutor. El funcionario soviético Bogoleyev era crítico de arte, experto en fondos de museos, un poeta cuyos versos no se habían publicado porque no estaban en línea con la época.

Bogoleyev susurró de nuevo:

– Pero ahora todo ha terminado, ¿comprende? Me he convertido en un conejo asustado.

¡Qué extraño y terrible era todo! En el mundo no había nada más que los pasos del Bug y el Dniéper, el asedio de Piriatin y los pantanos de Óvruch, el Mamáyev Kurgán, la casa 6/1, las conferencias políticas, la escasez de municiones, los instructores políticos heridos, los asaltos nocturnos, el trabajo político en la marcha y en el combate, los ataques de tanques, los morteros, los Estados Mayores Generales, las ametralladoras pesadas…

Y en ese mismo mundo, al mismo tiempo, no había otra cosa que interrogatorios nocturnos, toques de diana, inspecciones, visitas al lavabo bajo escolta, cigarrillos distribuidos a cuentagotas, registros, careos, testigos, las decisiones de la OSO [109].

Aquellas dos realidades coexistían. Pero ¿por qué le parecía natural, inevitable, que sus vecinos, privados de libertad, estuvieran encarcelados en una celda de la prisión política? ¿Por qué era absurdo, incomprensible, impensable que él, Krímov, hubiera ido a parar a aquella celda, a aquel catre?

Sentía el deseo irresistible de hablar de sí mismo. No se contuvo y dijo:

– Mi mujer me ha abandonado, no tengo a nadie que pueda enviarme paquetes.

La cama del enorme chequista permaneció vacía hasta la mañana.

5

En otros tiempos, antes de la guerra, Krímov pasaba a menudo por la noche delante de la Lubianka y se preguntaba qué sucedía detrás de las ventanas de aquel edificio insomne.

Los arrestados eran encerrados en la prisión durante ocho meses, un año, un año y medio, mientras la instrucción estaba en curso. Luego, sus familiares recibían cartas desde los campos, descubrían nombres nuevos: Komi, Salejard. Norilsk, Kotlas, Magadán, Vorkutá, Kolymá, Kuznetsk, Krasnoyarsk, Karaganda, la bahía de Nagayevo…

Pero miles de personas que acababan recluidas en la prisión interior de la Lubianka desaparecían para siempre.

La fiscalía informaba a los parientes de que habían sido condenados a «diez años sin derecho a correspondencia», pero en los campos no existían condenados con semejantes penas. Diez años sin derecho a correspondencia significaba casi con total seguridad que los habían fusilado.

Cuando un hombre escribía una carta desde un campo decía que se encontraba bien, que no pasaba frío, y pedía, si era posible, que le enviaran ajo y cebolla. Los familiares comprendían que el ajo y la cebolla iban bien para el escorbuto. Nadie hacía mención nunca, en esas cartas, sobre el período de instrucción pasado en la prisión provisional.

Durante las noches de verano de 1937 era particularmente horroroso pasar por delante de la Lubianka y el callejón Komsomolski.

Las calles oscuras y sofocantes estaban desiertas. Los edificios se erguían, negros, con las ventanas abiertas, al mismo tiempo despoblados y llenos de gente. El silencio era todo menos apacible. En las ventanas iluminadas, cubiertas por cortinas blancas, se entreveían sombras; en la entrada las puertas de los coches retumbaban, se encendían los faros. Parecía que la inmensa ciudad estuviera paralizada por la mirada vítrea y brillante de la Lubianka. A Krímov le venían a la memoria personas conocidas. La distancia respecto a ellos no podía medirse en el espacio; existía en otra dimensión. No había fuerza ni en la tierra ni en el cielo capaz de abarcar aquel inmenso abismo, tan profundo como la misma muerte. Pero esas personas no estaban bajo tierra, no reposaban en un ataúd sellado, sino que estaban ahí al lado, vivos, y respiraban, pensaban, lloraban…

Los coches continuaban descargando nuevos arrestados: cientos, miles, decenas de miles de personas desaparecían tras las paredes de la prisión interna de la Lubianka, tras las puertas de Butirka, de Lefortovo.

Nuevas personas eran asignadas para cubrir los puestos de los detenidos, en los raikoms, en los Comisariados del Pueblo, los departamentos militares, la fiscalía, en las clínicas, en las direcciones de las fábricas, en los comités locales y de las fábricas, en las secciones agrícolas, en los laboratorios bacteriológicos, en la dirección de los teatros, en los despachos de constructores aeronáuticos, en los institutos que elaboraban los proyectos de gigantescos centros químicos y metalúrgicos.

Luego, después de un breve periodo de tiempo, ocurría que los mismos que habían cubierto la vacante de los arrestados, enemigos del pueblo, terroristas y saboteadores eran acusados de ser enemigos que hacían doble juego y eran arrestados a su vez. Un camarada de Leningrado le había confiado en un susurro a Krímov que en su celda se encontraban tres secretarios del mismo raikom de Leningrado; cada uno de ellos había desenmascarado a su predecesor como terrorista y enemigo del pueblo. En la celda estaban uno al lado del otro y convivían sin rencor.

Dmitri Sháposhnikov, el hermano de Yevguenia Nikoláyevna, había entrado una vez en este edificio con un pequeño hatillo blanco preparado por su mujer: una toalla, jabón, dos mudas de ropa interior, un cepillo de dientes, calcetines y tres pañuelos. Había franqueado la puerta conservando en la memoria las cinco cifras de su número del carné del Partido, su escritorio de representante comercial en París, el coche cama donde, en su trayecto hacia Crimea, había aclarado su relación con su mujer, bebido agua mineral y hojeado, entre bostezos, El asno de oro.

Obviamente Mitia era inocente. Sin embargo fue encarcelado, mientras que a Krímov jamás le habían molestado.

Un día Abarchuk, el primer marido de Liudmila Sháposhnikova, había pasado también por este pasillo iluminado que conducía de la libertad a la no libertad. Abarchuk se había precipitado, solícito, al interrogatorio para disipar aquel absurdo malentendido. Transcurrieron cinco meses, siete, ocho…, y Abarchuk declaró por escrito: «La idea de matar al camarada Stalin me la sugirió un agente de los servicios secretos alemanes con el que, en su momento, me había puesto en contacto uno de los líderes de la oposición clandestina… La conversación tuvo lugar después de la manifestación del Primero de Mayo en el bulevar Yauzki. Prometí dar una respuesta definitiva al cabo de cinco días y acordamos encontrarnos de nuevo…».

El trabajo que se llevaba a cabo detrás de esas ventanas era increíble, verdaderamente fantástico.

Abarchuk no apartó siquiera la vista cuando un oficial de Kolchak le disparó. Sin embargo le habían obligado a firmar una declaración falsa. Por supuesto, Abarchuk era un verdadero comunista, un comunista cuya solidez había sido probada en tiempos de Lenin. Por supuesto que no era culpable de nada. Aun así, lo habían arrestado y había confesado.

Pero Krímov, en aquella época, no había sido arrestado ni obligado a firmar retractaciones… Sabía, de oídas, cómo ocurrían estas cosas. Le habían llegado informaciones a través de personas que le decían en un susurro: «Recuerda, si se lo cuentas a alguien, ya sea tu mujer o tu madre, estoy perdido».

Había obtenido información de aquellos que, caldeados por el vino e irritados por la presuntuosa estupidez de su interlocutor, de repente, después de soltar alguna palabra comprometida, se interrumpían, y al día siguiente, como quien no quiere la cosa, preguntaban: «Por cierto, ayer no dije demasiadas tonterías, ¿verdad? ¿No te acuerdas? ¡Bueno, tanto mejor!».

También le habían contado algunas cosas las mujeres de los amigos, que iban a los campos a encontrarse con sus maridos.

вернуться

[109] Acrónimo de Osóboye Sovechanie (Comisión Deliberativa Especial). Tribunal del NKVD-MVD entre 1934 y 1953.

185
{"b":"108552","o":1}