47
David no recordaba con certeza todo lo que había sucedido después del inicio de la guerra. Pero una noche, en el vagón, aquel pasado reciente le volvió a la mente con claridad diáfana.
Está oscuro y su abuela lo lleva a casa de los Bujman. El cielo está cuajado de diminutas estrellas y el horizonte es claro, de color verde limón. Las hojas de bardana le tocan las mejillas como manos frías y húmedas.
En la buhardilla, detrás de una pared falsa de ladrillos, se esconde gente. De día las chapas negras del techo se calientan al rojo. A veces, un olor a quemado inunda la buhardilla, el gueto está en llamas. Durante el día todos permanecen inmóviles en el refugio. La pequeña Svetlana, la hija de los Bujman, llora monótonamente. Bujman está enfermo del corazón, de día todos lo creen muerto. Pero por la noche come y se pelea con su mujer.
De repente ladridos de perros. Voces no rusas: «Asta! Asta! Wo sind die joden?» [52], y, sobre las cabezas, crece el estruendo. Los alemanes han trepado al techo a través del tragaluz.
El sonido retumbante de suelas de hierro sobre el cielo de chapa negro se interrumpe. Se oyen golpecitos ligeros, astutos: alguien está examinando las paredes.
En el refugio se hace el silencio, un silencio implacable, con los músculos tensos de las espaldas y los cuellos, ojos desencajados de la angustia, bocas torcidas en una mueca. La pequeña Svetlana responde con un lamento sin palabras al sonido del engatusador golpeteo. De improviso deja de llorar, David se vuelve hacia ella y se encuentra con los ojos furiosos de la madre de Svetlana, Rebekka Bujman.
Más tarde aquellos ojos y la cabeza de la niña colgando de un lado, como una muñeca de trapo, le volvieron a la mente, pero fugazmente.
En cambio recordaba, a menudo y con todo detalle, su vida de antes de la guerra. En el vagón, como un viejo, David revivía su pasado, lo acariciaba, lo amaba.
48
Para su cumpleaños, el 12 de diciembre, mamá le había comprado un libro de cuentos. En el claro de un bosque había una cabritilla gris; la oscuridad del bosque parecía especialmente amenazadora. Entre troncos marrón oscuro, matamoscas y otros hongos venenosos, se vislumbraban las rojas fauces abiertas y los ojos verdes de un lobo.
Sólo David conocía el inminente asesinato. Golpeaba el puño sobre la mesa, escondiendo el claro del bosque con la palma de la mano, pero comprendía que no podía proteger a la cabritilla.
Y por la noche gritaba:
– ¡Mamá, mamá, mamá!
Su madre se despertaba y se acercaba a su cama, como una nube en la noche tenebrosa, y él bostezaba feliz porque sentía que la fuerza más grande del mundo le defendía de la oscuridad del bosque nocturno.
Cuando se hizo mayor eran los perros rojos de El libro de la selva lo que le daba miedo. Una noche su habitación se llenó de fieras rojas, y David, con los pies descalzos, avanzó a tientas guiándose por el cajón abierto de la cómoda junto a la cama de su madre.
Cuando tenía la fiebre alta, siempre le asaltaba la misma pesadilla: estaba acostado en una playa arenosa, y minúsculas olas, no más grandes que su dedo meñique, le hacían cosquillas en el cuerpo. De repente una montaña de agua azul se alzaba silenciosamente y se acercaba a una velocidad vertiginosa. David estaba tumbado sobre la arena caliente, la montaña azul oscuro se abatía sobre él. Era todavía más horrible que el lobo y los perros rojos.
Por la mañana mamá se iba al trabajo y él salía a la escalera de servicio y vertía su taza de leche en una vieja lata de conservas de cangrejo cuyo destinatario era un delgado gato vagabundo de cola larga y fina, hocico blanco y ojos lacrimosos. Un día la vecina les comunicó que al amanecer habían venido unos hombres y, gracias a Dios, habían metido aquel repugnante gato vagabundo en una caja; por fin se lo habían llevado al instituto.
– Pero ¿adónde quieres que vaya? ¿Cómo voy a saber yo dónde está ese instituto? Es del todo imposible. ¡Olvídate de ese gato desgraciado! -le decía la madre mirando sus ojos implorantes-. ¿Cómo vas a sobrevivir en este mundo? ¡No se puede ser tan sensible!
La madre quiso enviarlo a un campamento infantil de verano, pero él lloró, suplicó con las manos juntas, gritando:
– Te prometo que iré a casa de la abuela, pero ¡no me envíes al campamento!
Cuando la madre lo acompañó en tren a casa de la abuela, en Ucrania, David apenas probó bocado durante el trayecto: le daba vergüenza masticar un huevo duro o desenvolver una croqueta de un papel grasiento.
La madre se quedó en casa de la abuela junto a David cinco días, luego tuvo que volver al trabajo. En el momento de la despedida el niño no lloró, pero le apretó con tanta fuerza el cuello que su madre le dijo:
– Me ahogas, bobo. Aquí te hartarás de fresas y además son baratas. Vendré a buscarte dentro de dos meses.
Al lado de la casa de la abuela Roza había una parada del autobús que hacía el recorrido entre la ciudad y la tenería. En ucraniano la parada de autobús se llamaba zupinka.
El difunto abuelo había sido miembro del Bund, un hombre de renombre, había vivido un tiempo en París. Por aquel motivo la abuela se había ganado el respeto de todos y no pocos despidos laborales.
A través de las ventanas abiertas se oía la radio: «Uvaga, uvaga [53], aquí Kiev».
Durante el día la calle estaba desierta, y se animaba cuando salían los alumnos del instituto profesional de la tenería, que se gritaban de una acera a otra: «Bella, ¿has aprobado el examen?
Jashka, ¿preparamos juntos el marxismo?».
Por la noche regresaban a casa los trabajadores de la tenería, los vendedores, los electricistas del centro radiofónico local. La abuela trabajaba en el comité local de la policlínica.
David no se aburría cuando la abuela no estaba en la casa.
Cerca, en un viejo huerto abandonado, entre decrépitos y estériles manzanos, pastaba una vieja cabra, vagaban gallinas marcadas con pintura y hormigas silenciosas trepaban por la hierba. En el huerto los gorriones y cuervos del lugar se mostraban seguros de sí mismos y hacían ruido, mientras que los pájaros del campo, pájaros cuyo nombre David desconocía, se comportaban como campesinas intimidadas.
David escuchó muchas palabras nuevas: glechik, dikt, kaliuzha, riazhenka, riaska, puzhalo, liadache, koshenia… [54] en estas palabras reconoció ecos y reflejos de su lengua materna, el ruso. Oyó hablar en yiddish y se quedó sorprendido de que mamá y la abuela conversaran delante de él en aquella lengua. Nunca había oído a su madre hablar una lengua que él no comprendiera.
La abuela lo llevó de visita a casa de una sobrina, la gorda Rebekka Bujman. Entraron en una habitación que impresionó a David por la abundancia de cortinas de encaje blanco; Eduard Isaákovich Bujman, el jefe de contabilidad del Gosbank, hizo su aparición vestido con chaqueta militar y botas.
– Jaim -dijo Rebekka-, tenemos visita de Moscú: es el hijo de Raya. -Y enseguida añadió-: Bueno, saluda a tío Eduard.
– Tío Eduard, ¿por qué la tía Rebekka le llama Jaim? -preguntó David.
– Ésa es una pregunta difícil -dijo Eduard Isaákovich-. ¿No sabes que en Inglaterra a todos los Jaim se les llama Eduard?
Después el gato se puso a arañar la puerta, y cuando consiguió abrirla todos vieron en el centro de la habitación a una niña con mirada inquieta sentada en un orinal.
Un domingo David fue al mercado con su abuela. Por el camino encontraron viejas con pañuelos negros, encargadas de vagones de ferrocarril soñolientas y taciturnas, altivas mujeres de dirigentes locales, mujeres campesinas calzadas con botas de agua.