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Lanzó una mirada a Krímov y dijo:

– ¿Piensa que le echó un rapapolvo? -y se puso a reír-. No, yo le echo un rapapolvo cada día. Él le hizo saltar los dientes, toda la primera fila.

– Sí… -dijo Krímov despacio.

Aquel «sí» admitía que la dignidad del individuo no siempre triunfaba en las pendientes de Stalingrado.

Luego Guriev comenzó a argumentar por qué los periodistas escribían tan mal sobre la guerra.

– Se esconden, los hijos de puta, no ven nada con sus propios ojos, se quedan al otro lado del Volga, en la retaguardia más tranquila, y escriben sus artículos. Si alguien es hospitalario con ellos, entonces hablan de él. Por ejemplo, Tolstói escribió Guerra y paz. Hace cien años que la gente lo lee y lo leerán todavía durante cien años más. ¿Y por qué? Porque participó en la guerra, él mismo combatió. Sabía de quién se tenía que hablar.

– Disculpe, camarada general -dijo Krímov-. Tolstói no participó en la guerra de 1812.

– ¿No participó en ella? ¿Qué quiere decir? -replicó el general.

– Sencillamente que no participó -repitió Krímov-. Tolstói no había nacido en la época de la guerra contra Napoleón.

– ¿Que no había nacido? -volvió a preguntar Guriev-. ¿Cómo que no había nacido? ¿Qué quiere decir?

Entre ellos se desencadenó una discusión violenta, la primera que seguía a una conferencia de Krímov. Para su sorpresa, el general se negó a creerle.

57

Al día siguiente Krímov fue a la fábrica Barricada donde estaba acantonada la división de fusileros siberianos del coronel Gúrtiev. Cada día sentía acrecentar sus dudas acerca de la utilidad de sus conferencias. A veces tenía la impresión de que le escuchaban por gentileza, como hacen los no creyentes ante los sermones de un viejo sacerdote. A decir verdad, se alegraban de su llegada. Pero comprendía que se alegraban desde el punto de vista humano y no por sus discursos. Se había convertido en uno de esos instructores políticos que se ocupan de tareas burocráticas, parlotean y estorban a quienes combaten. Los únicos funcionarios políticos que continuaban en su sitio eran los que no hacían preguntas, los que no se enfrascaban en largos informes y partes, los que no se dedicaban a la propaganda, sino que combatían.

Recordaba las clases de marxismo-leninismo que daba en la universidad, cuando él y su auditorio se sentían mortalmente aburridos al estudiar, como un catequismo, el breviario de la historia del Partido.

Sólo en tiempo de paz aquel tedio era legítimo, inevitable; mientras que allí, en Stalingrado, se volvía absurdo, un sinsentido. ¿Para qué servía todo aquello?

Krímov se encontró con Gúrtiev en la entrada del refugio del Estado Mayor pero no reconoció en aquel hombre delgaducho, calzado con botas de caña de lona y vestido con un capote militar raquítico, al comandante de la división.

La conferencia de Krímov se celebró en un amplio refugio de techo bajo. Nunca antes, durante su estancia en Stalingrado, Krímov había oído un fuego de artillería parecido. No tenía más remedio que alzar la voz todo el rato.

El comisario de la división Svirin, un hombre con un discurso altisonante y coherente, rico en expresiones agudas y divertidas, dijo antes del inicio de la conferencia:

– ¿Por qué el público se limita a los oficiales de alto rango? Que vengan los topógrafos, los soldados de la compañía de defensa que estén libres, los soldados de transmisiones y enlaces que no tengan turno, que vengan a la conferencia sobre la situación internacional. Después de la ponencia se proyectará una película. Baile hasta el amanecer.

Guiñó un ojo a Krímov como diciéndole: «Ya verás, va a ser sensacional. Será bueno para su informe, para usted y para nosotros».

Por la sonrisa de Gúrtiev al mirar al escandaloso Svirin y por el modo en que éste ajustó a Gúrtiev el capote sobre la espalda, Krímov comprendió el espíritu de amistad que reinaba en aquel refugio. Pero por la manera en que Svirin, entornando sus ojos ya de por sí estrechos, miró al jefe de Estado Mayor Savrásov, y por el descontento y evidente mala gana con que éste devolvió la mirada a Svirin, Krímov comprendió que no sólo el espíritu de amistad y camaradería reinaba en aquel refugio.

Inmediatamente después de la conferencia, el comandante y el comisario de la división salieron a atender la llamada urgente del comandante del ejército. Krímov se puso a hablar con Savrásov. Era, a todas luces, un hombre de un carácter rudo y pesado, ambicioso y susceptible. Muchas características suyas -su ambición, su brutalidad, el cinismo jocoso con que hablaba de la gente -eran desagradables.

Savrásov, sin quitarle los ojos de encima a Krímov, pronunciaba un monólogo:

– Llegas a Stalingrado a un regimiento cualquiera y lo sabes: ¡el más fuerte y decidido es el comandante del regimiento! Esto es cierto. Aquí no importa cuántas vacas tiene un campesino. Aquí sólo se mira una cosa: si el tipo tiene mollera. ¿Tiene? Entonces bien. Aquí no hay nada falso. Y en tiempo de paz ¿qué ocurría? -Se reía con sus ojos amarillos en la cara de Krímov-. Mire, yo no soporto la política. Todos esos tipos de derecha, de izquierda, esos oportunistas, esos teóricos… No soporto a los aduladores. Y, aunque no me mezclo en política, han intentado echarme fuera una decena de veces. Es una suerte que no sea del Partido, si no ora me tildarían de borracho, ora de mujeriego. ¿Tendría que fingir, ¿no es así? No me veo capaz.

Krímov tenía ganas de decir a Savrásov que en su Stalingrado, en el Stalingrado de Krímov, su destino no se arreglaría, que él no hacía otra cosa que vagar, sin nada serio que hacer. ¿Por qué Vavílov y no él era comisario de la división de Rodímtsev? ¿Por qué el Partido tenía más confianza en Svirin que en él? Después de todo, él era más inteligente, tenía una visión más amplia de las cosas, más experiencia en el Partido, y no le faltaba coraje. Además, si era preciso, él sabría mostrar la dureza necesaria, no le temblaría la mano… Comparados con él, los otros no eran más que militantes de la alfabetización. «Vuestro tiempo ha expirado, camarada Krímov, se esfumó.»

Aquel coronel de ojos amarillos le había calentado, encendido, deprimido.

Pero ¿por qué tenía todavía dudas, Señor? Su vida privada se había derrumbado, había rodado pendiente abajo… El problema no era que Zhenia se hubiera dado cuenta de que era incapaz de resolver las cuestiones materiales. Eso a ella le daba igual, era un ser puro. ¡Lo había dejado de amar! ¿Cómo se puede amar a los acabados, a los vencidos? Un hombre sin aureola. Sí, sí, le habían expulsado de la nomenklatura… Aunque bien mirado, era honesta, pero eso no impedía que las cosas materiales también le importaran. Así era todo el mundo. También Yevguenia Nikoláyevna. Nunca se casaría con un pintor indigente, aunque hubiera pintarrajeado ese garabato que ella había declarado genial…

Krímov habría podido confiar muchos de esos pensamientos al coronel de ojos amarillos, sin embargo se limitó a responderle en los puntos que coincidían.

– Pero ¿qué dice, camarada coronel? Usted simplifica demasiado las cosas. Antes de la guerra tampoco se preocupaban únicamente de contar cuántas vacas tenía un campesino. No es posible escoger los cuadros basándose exclusivamente en el criterio de la eficacia.

La guerra impedía mantener una conversación sobre lo que existía antes de que estallara el conflicto. Retumbó una enorme explosión, y entre la niebla y el polvo emergió un capitán preocupado, un telefonista dio voces: llamaban de un regimiento. Un tanque alemán había abierto fuego contra el Estado Mayor del regimiento en cuestión, y los ametralladores, que habían saltado detrás del tanque, se habían refugiado en una casa de piedra donde se encontraban los jefes de una división de artillería. Estos últimos, que estaban instalados en el primer piso, habían iniciado el combate contra los alemanes. El tanque había incendiado una casa de madera cercana, y el fuerte viento del Volga empujaba las llamas hacia el puesto de mando del comandante del regimiento Chámov, que comenzó a ahogarse, junto con todo su Estado Mayor, por lo que decidieron trasladar el cuartel general. Pero cambiar el puesto de mando a la luz del día, bajo el fuego de la artillería y el cruce de proyectiles de gran calibre, no era fácil.

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