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Aquél fue un día duro en la bodega. Las nubes se cernían sobre el Volga. Los niños no salían a jugar, las mujeres no lavaban la ropa en algún agujero del hielo, el viento frío de Astraján soplaba bajo y penetraba a través de las rendijas de las paredes de la bodega, llenándola de crujidos y aullidos.

La gente, entumecida, estaba sentada sin moverse, arropándose con pañuelos, mantas, chaquetas forradas. Incluso las mujeres más charlatanas se habían callado, aguzando el oído al aullido del viento y el crujido de las tablas.

Había comenzado a anochecer y parecía que las tinieblas nacieran de la angustia de las personas, del frío que atormentaba a todos, del hambre, del barro y de los interminables suplicios de la guerra.

Vera, cubierta con la manta hasta la barbilla, sentía en las mejillas las corrientes de aire frío que se filtraban en la bodega con cada ráfaga.

En aquellos momentos le parecía que todo acabaría saliendo mal: su padre no lograría sacarla de allí y la guerra no acabaría nunca; en primavera los alemanes habrían alcanzado los Urales, Siberia; sus aviones continuarían gimiendo en el cielo, sus bombas seguirían cayendo sobre la tierra.

Por primera vez dudaba de que Víktorov estuviera realmente cerca. Había aeródromos en cada sector del frente. Y tal vez ya ni siquiera estuviera en el frente ni en la retaguardia.

Apartó la sábana y miró la carita del bebé. ¿Por qué lloraba? Seguramente debía de haberle transmitido su tristeza, del mismo modo que le pasaba su calor y su leche.

Todos se sentían oprimidos por la crueldad del frío, por la violencia implacable del viento helado, por la inmensidad de la guerra que se extendía por los vastos ríos y llanuras rusos.

¿Cuánto tiempo puede soportar un ser humano una vida llena de hambre y de frío?

La vieja Serguéyevna, que la había ayudado a dar a luz, se le acercó.

– No me gusta el aspecto que tienes hoy. Estabas mejor el primer día.

– No importa -replicó Vera-, papá volverá mañana y traerá comida.

Y aunque Serguéyevna estaba contenta de que la joven madre recibiera azúcar y grasas, soltó con tono rudo:

– Vosotros los de la clase dirigente siempre encontráis la manera de atiborraros. Siempre hay algo para vosotros; pero nosotros lo único que tenemos son patatas heladas.

– ¡Silencio! -gritó alguien-. ¡Silencio!

Del otro extremo de la bodega llegó una voz confusa.

De repente, la voz tronó alta y clara, sofocando cualquier otro sonido.

Alguien estaba leyendo a la luz de una lámpara:

«En el curso de las últimas horas… Una ofensiva triunfal de nuestras tropas en la zona de Stalingrado… Hace algunos días, nuestras tropas, desplegadas en las vías de acceso a Stalingrado, atacaron a las fuerzas germano-fascistas… La ofensiva se ha iniciado en dos direcciones: al nordeste y al sur de Stalingrado…»

La gente estaba de pie y lloraba. Un vínculo invisible y milagroso los unía a aquellos muchachos que, protegiéndose el rostro del viento, marchaban en ese mismo momento entre la nieve, y a aquellos que yacían en el blanco manto, cubiertos de sangre, con la mirada oscurecida, despidiéndose de la vida.

Todos lloraban: los ancianos, las mujeres, los obreros y los niños, que con expresión adulta escuchaban atentos la lectura del comunicado.

«Nuestras tropas han recuperado la ciudad de Kalach en la orilla este del Don, la estación Krivomuzguinskaya, la estación y la ciudad de Abgasarovo…», informaba el lector.

Vera lloraba con los demás. Sentía también el lazo existente entre los hombres que avanzaban en la tiniebla nocturna e invernal, se caían, se levantaban y volvían a caer, de nuevo caían para no levantarse más, y las personas desfallecidas de aquella bodega que escuchaban conmovidas el comunicado de la ofensiva.

Aquellos hombres, allá en el frente, iban a morir por ella, por su hijo, por las mujeres de manos agrietadas a causa del agua helada, por los ancianos, por los niños envueltos en los pañuelos desgarrados de sus madres.

Y mientras lloraba imaginó que su marido entraría en la bodega, y las mujeres y los viejos obreros le rodearían y le dirían: «Ha sido niño».

El hombre que leía el comunicado llegó al final: «La ofensiva lanzada por nuestras tropas prosigue».

64

El oficial de guardia del Estado Mayor presentó un informe al comandante del 8° Ejército del aire sobre las salidas que habían efectuado los escuadrones de caza durante el día.

El general examinó los papeles que tenía delante de él y dijo al oficial:

– Zakabluka no está en racha: ayer le abatieron al comisario, hoy a dos pilotos.

– He llamado al Estado Mayor del regimiento, camarada comandante -dijo el oficial-. Mañana enterrarán al camarada comisario Berman. El representante del Consejo Militar ha prometido coger un avión y venir a pronunciar un discurso.

– A nuestro miembro del Consejo Militar le gustan mucho los discursos -dijo el general con una sonrisa.

– En cuanto a los pilotos, camarada comandante, el teniente Korol fue abatido sobre las líneas defendidas por la 38ª División. Y el comandante de la patrulla, el teniente Víktorov, fue alcanzado por un Messer que sobrevolaba un aeródromo alemán; no pudo volver a la línea del frente y cayó en una colina en zona neutral. La infantería lo vio y trató de acercarse, pero los alemanes se lo impidieron.

– Bueno, son cosas que pasan -sentenció el general, rascándose la nariz con el lápiz-. Esto es lo que hay que hacer: telefonee al Estado Mayor General y recuérdeles que Zajárov nos prometió un jeep nuevo; de lo contrario dentro de poco no podremos desplazarnos.

El cuerpo del piloto muerto permaneció en la colina cubierta de nieve durante toda la noche; el frío era intenso y las estrellas brillaban luminosas.

Al alba la colina se volvió completamente rosada y el piloto yació sobre una colina rosa. Luego arreció el viento y poco a poco, la nieve cubrió su cuerpo.

TERCERA PARTE

1

Unos días antes del inicio de la ofensiva de Stalingrado, Krímov llegó al puesto de mando subterráneo del 64. º Ejército. El ayudante de campo del miembro del Consejo Militar Abrámov estaba sentado al escritorio y tomaba una sopa de pollo con una empanada.

Cuando el ayudante de campo dejó la cuchara, lanzando un suspiro que indicaba que la sopa estaba buena, Krímov sintió un deseo tan intenso de llevarse a la boca una empanada de col que se le humedecieron los ojos.

Después de que el ayudante de campo anunciara su llegada, se hizo el silencio al otro lado del tabique. Luego se oyó una voz ronca que Krímov reconoció, pero demasiado apagada para descifrar lo que decía.

El ayudante de campo regresó y le comunicó:

– El miembro del consejo Militar no puede recibirle.

Krímov se quedó desconcertado.

– No he sido yo el que ha pedido verle. Fue el camarada Abrámov quien me mandó llamar.

El ayudante de campo, absorto en la contemplación de su sopa, no respondió.

– ¿Es que lo ha anulado? No entiendo nada -dijo Krímov.

Volvió a la superficie y anduvo con paso lento y pesado a lo largo del pequeño barranco en dirección a la orilla del Volga donde se encontraba la sede de la redacción del periódico del ejército.

Caminaba furioso por aquella convocatoria absurda y por el deseo repentino que le había suscitado la empanada del ayudante, y entretanto aguzaba el oído y percibía el fuego de los cañones, desordenado y perezoso, que procedía de Kuporosnaya Balka.

Una chica con gorro y capote militar caminaba en dirección a la sección de operaciones. Krímov le echó una ojeada y pensó: «Vaya preciosidad».

El recuerdo de Zhenia le asaltó y de repente una congoja familiar le oprimió el corazón. Como siempre, se reprendió al instante: «¡Olvídala, olvídala!». Recordó la noche pasada con aquella joven cosaca.

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