Pero ¿quién era para él aquel Grékov que le había hecho un comentario tan inquietante? Grékov había disparado contra él… ¿Y por qué las palabras de Priajin, su viejo camarada, primer secretario del obkom de Stalingrado, le sonaban frías, extrañas? ¡Qué sensación tan confusa, tan complicada!
Priajin se acercaba ya al final de su exposición:
– Nos sentimos felices de poder comunicar al gran Stalin que los obreros de la región han cumplido con sus obligaciones respecto al Estado soviético…
Concluida la conferencia, Krímov, abriéndose paso entre la multitud hacia la salida, buscó con la mirada a Priajin, No era así como debería haber presentado su conferencia, en los días que se libraba la batalla de Stalingrado.
De repente Krímov la vio: Priajin había bajado del estrado y estaba de pie junto al comandante del 64° Ejército. Priajin miró fijamente a Krímov, con los ojos pesados, y al darse cuenta de que Krímov también le estaba observando, desvió lentamente la mirada.
«¿Qué significa esto?», se preguntó Krímov.
39
De noche, después de la solemne sesión, Krímov paró un coche que se dirigía a la central eléctrica.
Aquella noche la central tenía un aspecto particularmente siniestro. El día antes había sido bombardeada por aviones alemanes. Las explosiones habían abierto cráteres y levantado masas de tierra compacta. Ciegos, sin cristales, los talleres habían cedido parte de su estructura a causa de las detonaciones; el edificio de tres plantas de la administración estaba en ruinas.
Los transformadores de aceite, humeantes, se consumían lentamente en pequeñas llamas dentelladas.
El guardia, un joven georgiano, condujo a Krímov a través del patio iluminado por las llamas. Krímov notó que los dedos de su acompañante, que se había encendido un cigarrillo, temblaban: no sólo los edificios de piedra habían sido devastados y quemados por las bombas, también el hombre ardía, partícipe del caos.
Desde el momento en que había recibido la orden de dirigirse a Beketovka, Krímov no había dejado de pensar en encontrarse con Spiridónov [94]. ¿Y si Zhenia estuviera allí, en la central? ¿Y si Spiridónov tuviera noticias de ella? Tal vez hubiera recibido una carta de ella con una posdata: «¿Tiene noticias de Nikolái Grigóríevich?».
Se sentía agitado y feliz. Quizá Spiridónov le dijera: «Yevguenia Nikoláyevna estaba siempre triste». O le confesaría: «Sabe, lloraba».
Desde la mañana sentía un deseo irresistible de dirigirse a la central. Deseaba intensamente acercarse hasta donde Spiridónov, aunque sólo fuera por unos minutos.
Pero se había contenido y había ido al puesto de mando del 64° Ejército, a pesar de que un instructor de la sección política le había murmurado al oído:
– No vale la pena que se dé prisa para ir a ver al miembro del Consejo Militar. Lleva borracho desde la mañana… En efecto, había sido un error que Krímov se apresurara a visitar al general en lugar de ir a ver a Spiridónov. Mientras esperaba a ser recibido en el puesto de mando subterráneo, escuchó del otro lado del tabique de madera contrachapada la voz del general que dictaba a la mecanógrafa una carta de felicitación para su colega Chuikov.
– Vasili Ivánovich, ¡soldado y amigo! -exclamó solemnemente.
Después de pronunciar aquellas palabras, el general derramó algunas lágrimas y repitió varias veces entre sollozos: «Soldado y amigo, soldado y amigo»…Luego preguntó con tono severo:
¿Qué ha escrito?
– «Vasili Ivánovich, soldado y amigo» -leyó la mecanógrafa.
Sin duda la entonación tediosa de la joven le pareció inapropiada ya que, en un tono más exaltado, la corrigió:
– Vasili Ivánovich, ¡soldado y amigo!
De nuevo, profundamente conmovido, balbuceó:
– Soldado y amigo, soldado y amigo.
Luego, el general, conteniendo las lágrimas, preguntó inflexible:
– ¿Qué ha escrito?
– «Vasili Ivánovich, soldado y amigo» -repitió la mecanógrafa.
Krímov comprendió que habría podido ahorrarse las prisas.
La luz tenue de las llamas, que confundía el camino en lugar de iluminarlo, parecía surgir de las entrañas de la tierra; o tal vez era la misma tierra la que ardía, tan pesadas y húmedas eran aquellas débiles llamas.
Llegaron al puesto de mando subterráneo del director de la central. Las bombas que habían caído a poca distancia habían levantado grandes montañas de tierra, y la entrada al refugio a duras penas era visible puesto que el sendero que conducía hasta él todavía no había sido transitado.
Un guardia le dijo:
– Ha llegado justo a tiempo para la fiesta. Krímov pensó que en presencia de extraños no podría decir lo que quería a Spiridónov, ni hacerle preguntas. Le pidió al guardia que hiciera salir al director, que le anunciara que había llegado el comisario del Estado Mayor del frente. Al quedarse solo le asaltó una angustia indefinible.
«¿Qué me pasa? -pensó-. Creía que estaba curado. ¿Es posible que la guerra no me haya ayudado a conjurar mis temores? ¿Qué puedo hacer?»
– ¡Escapa, escapa de ella! Vete de aquí o será tu fin-se dijo en un susurro.
Pero no tenía fuerzas para irse, no tenía fuerzas para escapar.
Spiridónov salió del refugio.
– Y bien, cantarada, ¿en qué puedo ayudarle? -le preguntó, nervioso.
– ¿No me reconoce, Stepán Fiódorovich?
– ¿Quién es? -preguntó alarmado Spiridónov; y al mirar la cara de Krímov, de repente gritó-: ¡Nikolái! ¡Nikolái Grigórievich!
Sus brazos rodearon el cuello de Krímov con una fuerza convulsa.
– ¡Mi querido Nikolái! -le dijo entre sollozos. -Krímov, emocionado por aquel encuentro entre las ruinas, se dio cuenta de que por sus mejillas caían lágrimas. Estaba solo, completamente solo…
La confianza, la alegría de Spiridónov le habían hecho sentir la proximidad con la familia de Yevguenia Nikoláyevna, y aquella proximidad le había devuelto la medida del dolor de su alma. ¿Por qué, por qué le había abandonado? ¿Por qué le había causado tanto sufrimiento? ¿Cómo había sido capaz de hacerlo?
– ¿Sabes lo que ha hecho esta guerra? -le dijo Spiridónov-. Ha arruinado mi vida. Ha matado a mi Marusia.
Le habló de Vera, le dijo que unos días antes se había decidido al fin a abandonar la central y había pasado a la orilla izquierda del Volga.
– Es tonta.
– ¿Y dónde está su marido? -le preguntó Krímov.
– Probablemente hace mucho tiempo que dejó este mundo. Es piloto de caza.
Krímov, incapaz de reprimirse por más tiempo, le preguntó:
– ¿Cómo está Yevguenia Nikoláyevna? ¿Sigue viva? ¿Dónde está?
– Está viva, no sé si en Kúibishev o en Kazán.
Y, mirando a Krímov, añadió:
– Está viva, ¡eso es lo que importa!
– Sí, sí, por supuesto, eso es lo que importa -coincidió Krímov.
Pero en realidad ya no sabía qué era lo importante. Sólo sabía que el dolor, allí, en el alma, no desaparecía. Sabía que todo lo relacionado con Yevguenia Nikoláyevna le causaba dolor. Tanto si se enteraba de que estaba bien y tranquila, como de que sufría y tenía problemas, él se sentía igual de mal.
Stepán Fiódorovich hablaba de Aleksandra Vladímirovna, de Seriozha, de Liudmila, y Krímov asentía con la cabeza y mascullaba:
– Sí, sí, sí… Sí, sí, sí…
– ¡Adelante, Nikolái! -dijo Stepán Fiódorovich-. Entremos al refugio. Ahora ya no tengo más casa que ésta.
Las pequeñas y oscilantes llamas de las lámparas de aceite no lograban iluminar el subterráneo, atestado de jergones, armarios, aparatos diversos, botellas y sacos de harina.
Sobre los camastros, los bancos o las cajas situadas a lo largo de las paredes estaban sentadas varías personas. En el aire sofocante vibraba el murmullo de las conversaciones. Spiridónov sirvió alcohol en vasos, tazas y tapas de escudillas. Cesó el ruido y todos los presentes le siguieron con una mirada particular. Era una mirada profunda y seria, carente de angustia, y expresaba únicamente la fe en la justicia.