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Nóvikov había recibido la orden de ponerse en contacto con el general Riutin en cuanto llegara a Kúibishev a fin de dar respuesta a una serie de cuestiones de interés para la Stavka.

Nóvikov pensaba que alguien iría a buscarlo a la estación, pero el oficial de servicio, un mayor de mirada salvaje, extraviada y al mismo tiempo soñolienta, le dijo que nadie había preguntado por él. Tampoco pudo telefonear al general; su número era estrictamente confidencial.

Al final se dirigió a pie al Estado Mayor. En la plaza de la estación experimentó aquella sensación de malestar que se apodera de los militares en servicio activo cuando de repente se encuentran en las inmediaciones de una ciudad desconocida. De pronto, se había desmoronado la sensación de encontrarse en el centro del mundo: allí no había telefonistas dispuestos a tenderle el auricular ni conductores apresurándose a poner el coche en marcha.

La gente corría por una calle curva, adoquinada, en dirección a una cola que acababa de formarse ante una tienda: «¿Quién es el último…? Después de usted voy yo…». Se diría que para aquellas personas pertrechadas con sus cantimploras tintineantes no había nada más importante que la cola alineada frente a la vetusta puerta de la tienda de comestibles. Nóvikov se irritaba particularmente al ver a los militares; casi todos llevaban una maleta o un paquete en las manos. «Habría que coger a todos estos hijos de perra y enviarlos al frente en un convoy», pensó.

¿De veras la vería hoy? Caminaba por la calle y pensaba en ella: «¡Hola, Zhenia!».

El encuentro con el general Riutin en su despacho del puesto de mando fue breve. Apenas había dado inicio la conversación cuando éste recibió una llamada telefónica del Estado Mayor General: tenía que volar de inmediato a Moscú.

Riutin se disculpó con Nóvikov e hizo una llamada local.

– Masha, hay cambio de planes. El Douglas despega de madrugada, díselo a Anna Aristárjovna. No tendremos tiempo de ir a buscar las patatas, los sacos están en el sovjós… -Su cara, pálida, se arrugó en una repugnante mueca de impaciencia. Luego, interrumpiendo evidentemente el torrente de palabras que le llegaba desde el otro lado de la línea telefónica, gritó-: ¿Qué quieres? ¿Que le diga a la Stavka que no puedo irme porque el abrigo de mi mujer no está cosido todavía?

El general colgó y se volvió hacia Nóvikov:

– Camarada coronel, deme su opinión sobre el mecanismo de tracción de los tanques. ¿Cumple con las exigencias que presentamos a los técnicos?

A Nóvikov le agobiaba aquella conversación. Durante los meses que llevaba como comandante había aprendido a juzgar en su justa medida a las personas, o mejor dicho, su capacidad operativa.

Al instante y con un olfato infalible sopesaba la importancia de los inspectores, instructores, jefes de comisión y otros representantes que iban a verle. Conocía el significado de frasecitas modestas como:

«El camarada Malenkov me ha pedido que le transmita…», y sabía que había hombres que exhibían condecoraciones, enfundados en su uniforme de general, elocuentes y ruidosos, que eran incapaces de obtener una tonelada de gasoil, nombrar a un almacenero o destituir a un oficinista.

Riutin no estaba en la cima de la pirámide estatal. Era un mero estadista, un proveedor de información, y Nóvikov, mientras hablaba con él, no dejaba de mirar el reloj.

El general cerró su gran libreta de notas.

– Lamentándolo mucho tengo que dejarle, camarada coronel. Mi avión sale al amanecer. Es una verdadera pena. Quizá podría venir a Moscú…

– Sí, por supuesto, camarada general, a Moscú. Con los tanques que tengo bajo mi mando -dijo fríamente Nóvikov.

Luego se despidió. Riutin le pidió que transmitiera sus saludos al general Neudóbnov; en otros tiempos habían servido juntos. Nóvikov todavía no había llegado al final del estrecho pasillo verde cuando oyó a Riutin decir al teléfono:

– Póngame con el jefe del sovjós número 1.

«Va en busca de sus patatas», pensó Nóvikov.

Se dirigió a casa de Yevguenia Nikoláyevna. En una sofocante noche de verano se había acercado a su casa en Stalingrado; venía de la estepa, cubierto del humo y el polvo de la retirada. Y ahora, de nuevo, se dirigía a su casa. Tenía la sensación de que entre el hombre de hoy y el de entonces se había abierto un abismo.

«Serás mía -pensó-. Serás mía.»

3

Era una casa de dos pisos de construcción antigua, uno de esos consistentes edificios de paredes gruesas que nunca van acorde con las estaciones: en verano conservan un frescor húmedo y durante los días fríos del otoño retienen un calor asfixiante y polvoriento.

Llamó al timbre. La puerta se abrió y de pronto le azotó un ambiente cargado; en el pasillo, atestado de baúles y cestos, apareció Yevguenia Nikoláyevna. La veía ante sí sin ver el pañuelo blanco en sus cabellos, ni el vestido negro, ni sus ojos, ni su cara, ni sus manos, ni sus hombros… Era como si no la viera con los ojos, sino con el corazón. Ella lanzó un grito de sorpresa, pero no dio unos pasos hacia atrás, como suelen hacer las personas cuando las sacude un hecho inesperado.

Él la saludó, ella le respondió algo.

Caminó hacia ella con los ojos cerrados. Se sentía feliz de vivir, pero al mismo tiempo estaba dispuesto a morir en el acto. El calor de la mujer le acariciaba. Y de pronto descubrió que para saborear aquella sensación desconocida, esa sensación de felicidad que no había conocido antes, no hacía falta la vista, ni las palabras ni los pensamientos.

Ella le preguntó algo, y él respondió, siguiéndola por el pasillo oscuro y cogiéndole la mano como si fuera un niño que temiera perderse en medio de la multitud.

«¡Qué pasillo tan ancho! -pensó Nóvikov-. Por aquí pasaría un tanque KV.»

Entraron en una habitación con una ventana que daba a la pared ciega del edificio vecino.

En la estancia había dos camas, una con una sábana gris y una almohada arrugada y plana; la otra con un cubrecama de encaje blanco y una montaña de cojines mullidos. Sobre la cama blanca había colgadas postales de felicitación de Año Nuevo ilustradas con hombres apuestos vestidos de esmoquin y pollitos saliendo del cascarón.

En el rincón de la mesa, cubierta de rollos de papel de dibujo, había una botella de aceite, un trozo de pan y media cebolla de aspecto lánguido.

– Yevguenia… -dijo él.

La mirada de la mujer, de ordinario irónica y observadora, tenía en aquel momento una expresión particular, extraña.

– ¿Tiene hambre? -le preguntó-. ¿Acaba de llegar?

Parecía querer destruir aquel sentimiento nuevo que había surgido entre los dos y que ya era imposible de romper. Él había cambiado, ya no era el mismo; aquel hombre al que habían confiado cientos de soldados y sombrías máquinas de guerra tenía ahora los ojos implorantes de un muchacho infeliz. Ella se sentía confusa ante aquella incongruencia, quería mostrarse condescendiente, compadecerle, olvidar su fuerza. Su felicidad era la libertad. Pero ahora la libertad la estaba abandonando y aun así, se sentía feliz.

– Pero bueno, ¿tan difícil es de comprender? -dijo Nóvikov de repente.

Y una vez más dejó de percibir sus propias palabras y las de ella. De nuevo se adueñó de él un sentimiento de felicidad y, junto a éste, otro sentimiento vinculado de alguna manera al primero: su disposición a morir en aquel preciso instante. Ella le rodeó el cuello con los brazos, y sus cabellos como agua tibia le tocaron la frente, las mejillas, y entre la penumbra de sus cabellos esparcidos, él pudo ver los ojos de Yevguenia.

El tenue susurro de su voz apagó el fragor de la guerra, el rumor de los tanques…

Por la noche bebieron agua caliente y comieron un poco de pan.

– Nuestro oficial se ha olvidado de lo que es el pan negro -dijo Yevguenia.

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