Enseguida se imaginó una noche de insomnio, tormentosa. Titubeos, indecisiones, una repentina improvisación y el miedo ante esa misma determinación; de nuevo dudas, de nuevo una decisión. Era extenuante, peor que la malaria. Y estaba en sus manos prolongar o no esa tortura. No, no tenía fuerzas. Rápido, rápido, tenía que acabar cuanto antes.
Sacó su estilográfica.
Vio entonces que Sbishakov se había quedado boquiabierto, porque también él, el más rebelde, había cedido. – Shtrum no pudo trabajar en todo el día. Nadie le distraía, el teléfono no sonaba. Simplemente no podía trabajar. No trabajaba porque el trabajo, aquel día, le parecía aburrido, vacío, inútil.
¿Quién había firmado la carta? ¿Chepizhin? ¿Ioffe? ¿Krilov? ¿Mandelshtam? Tenía ganas de esconderse detrás de alguien. Pero negarse hubiera sido imposible. Equivalía al suicidio. No, nada de eso. Podía haberse negado. No, no, había hecho lo correcto. Nadie le había amenazado. Habría sido mejor si hubiera firmado movido por un miedo animal. Pero no había firmado por miedo, sino por aquel sentimiento oscuro, nauseabundo, de sumisión.
Shtrum llamó a su despacho a Anna Stepánovna, lepidio que revelara una película para el día siguiente: la serie de control de las pruebas efectuadas con los nuevos aparatos.
Ella tomó nota de todo y permaneció sentada.
Shtrum le lanzó una mirada inquisidora.
– Víktor Pávlovich -dijo ella-, antes pensaba que no se podía expresar con palabras lo que necesito decirle: ¿se da cuenta de lo que ha hecho usted por mí y por tantos otros? Para la gente eso es más importante que los grandes descubrimientos. Sólo con saber que existen personas como usted, uno se siente aliviado. ¿Sabe lo que dicen de usted los mecánicos, las señoras de la limpiezajilos vigilantes? Dicen que usted es un hombre de bien. Me hubiera gustado visitarle, pero tenía miedo. Sabe, en los días difíciles, cuando pensaba en usted, todo parecía más fácil. Gracias por existir. ¡Usted es todo un hombre!
Shtrum no tuvo tiempo de decir nada porque ella salió rápidamente del despacho.
Le entraron ganas de salir corriendo a la calle y gritar con tal de no sentir aquel tormento, aquella vergüenza. Pero aquello era sólo el principio.
A última hora de la tarde, sonó el teléfono.
– ¿Me reconoce?
Dios mío, si la había reconocido… Había reconocido aquella voz no sólo con el oído, sino también con los dedos gélidos que apretaban el auricular. Maria Ivánovaa llegaba de nuevo en un momento difícil de su vida.
– Llamo desde una cabina, se oye muy mal -dijo Masha-. Piotr Lavréntievich se encuentra mejor y ahora tengo más tiempo. Venga, si puede, mañana a las ocho al jardin. -Y de repente susurró-: Amor mío, querido mío, mi luz. Tengo miedo. Han venido a vernos a propósito de una carta. Ya sabe a cuál me refiero. Estoy convencida de que ha sido usted, con su fuerza, el que ha ayudado a Piotr Lavréntíevich a mantenerse firme. Ha ido todo bien. Pero enseguida me he imaginado cuánto daño le puede ocasionar esta historia. Es usted tan poco hábil: donde uno sólo se magulla, usted se hace una herida con sangre.
Viktor Pávlovich colgó el teléfono, se tapó la cara con las manos.
Ahora comprendía el horror de su situación: hoy no serían sus enemigos los que le castigarían. Le castigarían sus amigos, las personas queridas, por la confianza que habían depositado en él.
De regreso a casa, inmediatamente, sin siquiera quitarse el abrigo, telefoneó a Chepizhin; Liudmila Nikoláyevna estaba de pie frente a él mientras marcaba el número. Estaba seguro, convencido de que también su amigo y maestro, aunque le quería, le infligiría una herida atroz. Tenía prisa, no le había dicho todavía a Liudmila que había firmado la carta. Dios mío, ¡qué rápido se le estaba encaneciendo el pelo a Liudmila! ¡Bravo, muy bien, golpeemos a las cabezas canas!
– Buenas noticias, acaban de dar el boletín por la radio -dijo Chepizhin-. En cuanto a mí, ninguna novedad. Ah, sí: ayer discutí con algunos respetables señores. ¿Ha oído usted hablar de una carta?
Shtrum se humedeció los labios secos. -Sí, algo he oído.
– Claro, claro, comprendo. No son cosas para tratar por teléfono. Hablaremos cuando vuelva usted de su viaje -dijo Chepizhin.
Pero aquello todavía no era nada. Nacha debía de estar al caer. Dios, Dios, qué había hecho…
56
Aquella noche Shtrum no logró dormir. Le dolía el corazón. ¿De dónde le venía aquella terrible angustia? ¡Qué opresión, qué opresión! ¡Sí, sí, un vencedor!
Cuando tenía miedo de la secretaria del administrador de la casa era más fuerte y libre que ahora. Hoy no se atrevería siquiera a discutir, a expresar una duda. Ahora tenía más poder, pero había perdido su libertad interior. ¿Cómo podría mirar a Chepizhin a los ojos? Quién sabe, tal vez lo haría con la misma tranquilidad que los que le habían saludado afables, alegras a su regreso al instituto.
Todo lo que recordaba aquella noche le hería, le atormentaba. No encontraba paz. Sus sonrisas, sus gestos, sus actos le resultaban extraños y hostiles. Aquella noche, en los ojos de Nadia había leído una expresión de lástima y disgusto.
Sólo Liudmila, que siempre le irritaba, que le contradecía, le había dicho de pronto tras escuchar su relato:
– Vítenka, no te atormentes. Para mí eres el más inteligente, el más honesto. Si has actuado así, quiere decir que era necesario.
¿De dónde salía ese deseo de justificarlo todo? ¿Por qué se había vuelto tan indulgente con cosas que hasta hace poco no toleraba? Fuera cual fuese el tema que le sacaran, siempre se mostraba optimista.
Las victorias militares habían coincidido con un giro decisivo en su destino. Veía el poder del ejército, la grandeza del Estado, la luz del futuro. ¿Por qué las reflexiones de Madiárov le parecían ahora tan banales?
El día que le expulsaron del instituto y se negó a arrepentirse, se había sentido ligero y lleno de luz. ¡Qué felicidad le proporcionaban, en aquellos días, sus seres queridos: Liudmila, Nadia, Chepizhin, Zhenia…! ¿Y la cita con Maria Ivánovna? ¿Qué le diría? Siempre había tenido una actitud tan arrogante hacia la sumisión y docilidad de Piotr Lavréntíevich. ¿Y ahora? Le daba miedo pensar en su madre; había pecado ante ella. Le sobrecogía la idea de tomar entre sus manos su última carta. Con horror, con tristeza, comprendía que era incapaz de proteger su propia alma. En él crecía una fuerza que le había transformado en un esclavo.
¡Qué bajo había caído! El, un hombre, había tirado una piedra contra otros hombres, míseros, ensangrentados, reducidos a la impotencia.
Y debido a aquel dolor que le oprimía el corazón, a aquel tormento íntimo, la frente se le perló de sudor.
¿De dónde le venía aquella presunción interior, quién le daba el derecho a jactarse de su pureza y su valor, de erigirse como juez implacable de los hombres que no perdonaba sus debilidades? La verdad de los fuertes no está en la arrogancia.
Todos eran débiles, tanto justos como pecadores. La única diferencia era que un hombre miserable, cuando realizaba una buena acción, se vanagloriaba de ella toda la vida, mientras que un hombre justo no reparaba en sus buenas acciones, pero recordaba durante años un pecado cometido.
Se sentía orgulloso de su propio coraje, de su rectitud; se borlaba de aquellos que daban muestras de debilidad y cobardía. Pero ahora él, un hombre, también había traicionado a otros hombres. Se despreciaba, sentía vergüenza de sí mismo. La casa en la que vivía, su luz, el calor que la calentaba, todo había quedado reducido a astillas, a arena seca y movediza.
La amistad con Chepizhin, el amor por su hija, el afecto por su mujer, el amor desesperado por Maria ívánovna, los pecados y las alegrías de su vida, su trabajo, su querida ciencia, el amor y la pena por su madre, todo aquello había abandonado su corazón.