– Siempre haces befa de las personas que quiero. Mashenka tiene un gusto infalible y no necesita leer demasiado, sabe lo que es sentir un libro.
– Por supuesto, por supuesto -decía él-. Está convencida de que Max y Moritz es una novela de Anatole France.
Liudmila conocía su amor a la música, sus opiniones políticas. Una vez lo había visto llorando, lo vio desgarrarse la camisa y, enredándose en los calzoncillos, saltar hacia ella a la pata coja, con un puño levantado, dispuesto a golpearla. Conocía su rectitud inflexible y valerosa, su inspiración; lo había visto declamar versos; lo había visto tomar laxantes.
Sentía que su marido ahora estaba enfadado con ella, a pesar de que nada, por lo visto, había cambiado en su relación. Pero sí que se había producido un cambio, y se reflejaba en el hecho de que ya no le hablaba de su trabajo: le hablaba de las cartas que recibía de científicos conocidos, de los racionamientos y las tiendas de artículos manufacturados. A veces le hablaba de las tareas en el instituto, del laboratorio, de la discusión sobre el plan de trabajo; le contaba historias sobre sus colegas: Savostiánov había ido al trabajo después de una noche de borrachera y se había quedado dormido, los ayudantes habían cocido patatas en la estufa del laboratorio, Márkov estaba preparando una nueva batería de experimentos.
Pero de su trabajo personal, de aquel que antes ella era su única confidente, ya no le hablaba.
Una vez se había lamentado a Liudmila Nikoláyevna de que, cuando leía a sus amigos íntimos sus apuntes, reflexiones todavía inacabadas, al día siguiente experimentaba la desagradable sensación de que su trabajo se marchitaba y se le hacía difícil retornarlo.
La única persona con la que compartía sus dudas, a quien leía sus apuntes fragmentarios, sus hipótesis fantásticas y presuntuosas sin que le quedara sensación de malestar era Liudmila Nikoláyevna.
Pero ahora había dejado de hablar con ella.
Ahora, en su estado melancólico, encontraba alivio en lo que la ofendía. Pensaba sin tregua y de forma obsesiva en su madre. Pensaba en lo que nunca antes había pensado, en lo que el fascismo le obligaba a plantearse: el hecho de que su madre era judía y en su propia judeidad.
En su corazón reprochaba a Liudmila la frialdad con la que trataba a su madre. Un día le dijo:
– Si hubieras sabido tener una buena relación con mi madre, viviría con nosotros en Moscú.
Pero ella le daba vueltas en la cabeza a todas las insolencias e injusticias que Víktor Pávlovich había cometido en relación con Tolia y lo cierto es que tenía de lo que acordarse.
En su fuero interno le exasperaba lo injusto que era con su hijastro, la cantidad de cosas malas que veía en él, lo difícil que le resultaba perdonarle sus defectos. En cambio a Nadia le perdonaba la grosería, la pereza, el desorden y la nula voluntad para ayudar a la madre en los quehaceres domésticos.
Liudmila pensaba en la madre de Víktor Pávlovich: su destino era terrible. Pero ¿cómo podía Víktor exigirle un vínculo de amistad con Anna Semiónovna, cuando ésta estaba predispuesta en contra de Tolia? Cada carta suya, cada viaje suyo a Moscú se volvían, por este motivo, insoportables para Liudmila. Nadia, Nadia, Nadia… Nadia tenía los mismos ojos que Víktor… Nadia cogía el tenedor como Víktor… Nadia era avispada, Nadia era ingeniosa, Nadia era pensativa. La ternura, el amor de Anna Semiónovna hacia su hijo confluían en el amor y la ternura hacia la nieta. Y es que Tolia no cogía el tenedor como Víktor Pávlovich.
Era extraño, en los últimos tiempos recordaba con mayor frecuencia que antes al padre de Tolia, a su primer marido. Deseaba hallar a los parientes de su primer marido, a su hermana mayor; la hermana de Abarchuk habría reconocido en los ojos de Tolia, en su pulgar torcido, en su nariz ancha, los ojos, las manos y la nariz de su hermano.
Y, de la misma manera que no quería acordarse de todo lo bueno que Víktor Pávlovich había hecho por Tolia, le perdonaba a Abarchuk todo lo malo, incluso que la hubiera abandonado con un niño de pecho y le hubiera prohibido darle su apellido.
Por las mañanas Liudmila Nikoláyevna se quedaba sola en casa. Esperaba aquel momento; los suyos la molestaban. Todos los acontecimientos del mundo, la guerra, el destino de sus hermanas, el trabajo de su marido, el temperamento de Nadia, la salud de su madre, su compasión hacia los heridos, el dolor por los muertos en cautiverio alemán, todo acrecentaba su pesar hacia el hijo, su inquietud por él.
Adivinaba que los sentimientos de su madre, de su marido, de su hija estaban hechos de otra pasta. El cariño y amor de éstos hacia Tolia le parecían superficiales. Para ella el mundo era Tolia; para ellos Tolia sólo era una parte del mundo.
Transcurrían los días, las semanas, y las cartas de Tolia no llegaban.
Cada día la radio transmitía los boletines de la Oficina de Información Soviética, cada día los periódicos estaban llenos de guerra. Las tropas retrocedían. En los boletines y en los periódicos se hablaba de artillería. Tolia prestaba servicio en la artillería. Pero de Tolia no había ninguna carta.
Le parecía que sólo una persona comprendía como es debido su congoja: Maria Ivánovna, la mujer de Sokolov.
A Liudmila Nikoláyevna no le gustaba tener amistad con las mujeres de los colegas de su marido; la irritaban las conversaciones sobre los éxitos científicos de sus esposos, los vestidos o las asistentas domésticas. Pero probablemente debido a que el suave carácter de la tímida Maria Ivánovna era opuesto al suyo y porque manifestaba un interés conmovedor hacia Tolia, le había tomado mucho cariño.
Con ella Liudmila hablaba con más libertad que con su marido o su madre, y cada vez se sentía más tranquila, se quitaba un peso de encima. Y a pesar de que Maria Ivánovna acudía casi a diario a casa de los Shtrum, Liudmila Nikoláyevna a menudo se preguntaba por qué su amiga se demoraba, y se asomaba por la ventana para ver si veía su menuda silueta.
Y de Tolia, entretanto, ni una carta.
16
Aleksandra Vladímirovna, Liudmila y Nadia estaban sentadas en la cocina. De vez en cuando Nadia echaba a la estufa hojas arrugadas de un cuaderno escolar y la luz roja que estaba apagándose se reavivaba, la estufa se llenaba de infinidad de llamas efímeras. Aleksandra Vladímirovna, mirando de reojo a su hija, decía:
– Ayer estuve en casa de una ayudante de laboratorio. Dios mío, qué estrechez, qué miseria, qué hambre… Nosotros, en comparación, vivimos como reyes; se habían reunido varias vecinas y la conversación giró en torno a lo que más nos gustaba antes de la guerra: una dijo que la carne de ternera; otra, la sopa de pepino. Y la hija de esta ayudante de laboratorio dijo: «A mí lo que más me gustaba era el final de la alarma».
Liudmila Nikoláyevna se quedó callada, pero Nadia intervino:
– Abuela, ya te has hecho un millón de amigos aquí. -Y tú no tienes ni uno.
– ¿Y qué hay de malo? -dijo Liudmila Nikoláyevna-. Víktor ha comenzado a frecuentar la casa de los Sokolov. Allí se reúne toda clase de chusma, y yo no comprendo cómo Vitia y Sokolov pueden pasarse horas enteras hablando con esa gente. ¿Cómo no se cansan de estar de palique? Podrían compadecerse de Maria Ivánovna, que necesita tranquilidad y no puede acostarse cuando están ellos, ni sentarse un poco, fuman como carreteros.
– Karímov, el tártaro, me gusta -dijo Aleksandra Vladímirovna.
– Un tipo repugnante.
– Mamá se parece a mí, no le gusta nadie -dijo Nadia-, sólo Maria Ivánovna.
– Sois gente extraña -dijo Aleksandra Vladímirovna-. Tenéis cierto círculo moscovita que os habéis traído con vosotros. La gente con la que os encontráis en el tren, en el club, en el teatro, no forman parte de vuestro círculo, y vuestros amigos son los que se han construido la dacha en el mismo lugar que vosotros; una característica que también he observado en tu hermana Zhenia. Hay pequeños indicios que os permiten distinguir a la gente de vuestro círculo: «Ah, aquélla es una nulidad, no le gusta Blok; aquel otro es un primitivo, no comprende a Picasso… Ah, ésta le ha regalado un jarrón de cristal. ¡Es de mal gusto…!». En cambio, Víktor sí que es demócrata; le da lo mismo toda esa decadencia.