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«Ay, chicos», piensa Nóvikov.

Ellos le miran. Piensan que probablemente esté comprobando si sus uniformes están en buen estado, que está escuchando los motores y por su sonido adivina la experiencia o falta de la misma de los conductores y los mecánicos; que está observando si se ha mantenido la distancia correcta entre los tanques o si hay temerarios que intentan tomar la delantera respecto a los demás.

Pero él los mira de la misma manera que ellos a él, y los pensamientos que ellos abrigan son sus propios pensamientos: piensa en su botella de coñac que Guétmanov se había tomado la licencia de abrir; piensa que Neudóbnov tiene un carácter difícil, que no volverá a cazar en los Urales, y, por otra parte, que la última vez fue un fracaso, con aquel estruendo de metralleta, tanto vodka y bromas estúpidas…; piensa en la mujer a la que ama desde hace tantos años y que en breve volverá a ver… Cuando hace seis años se enteró de que se había casado, escribió una breve nota: «Me tomo un permiso indefinido, devuelvo mi revólver: número 10322». Eso fue cuando estaba de servicio en Nikolsk-Ussuríiski. Pero al final no había apretado el gatillo…

Tímidos, taciturnos, risueños y fríos, meditabundos, mujeriegos, egoístas inofensivos, vagabundos, avaros, contemplativos, buenazos… Helos ahí, dirigiéndose al combate por una causa común y justa. Esa verdad era hasta tal punto sencilla que hablar de ella parecía difícil. Pero justamente de esa sencillísima verdad se olvidan aquellos que deberían tomarla como punto de partida. Allí, en alguna parte, debía de hallarse la respuesta a aquella vieja disputa: ¿vive el hombre para el sábado? [58]

¡Qué triviales eran los pensamientos sobre las botas, sobre el perro abandonado, sobre la isba en un pequeño pueblo remoto, sobre el odio hacia un compañero que te ha arrebatado a una chica…! Sin embargo, en aquello estaba la esencia.

Las agrupaciones humanas tienen un propósito principal: conquistar el derecho que todo el mundo tiene a ser diferente, a ser especial, a sentir, pensar y vivir cada uno a su manera.

Para conquistar ese derecho, defenderlo o ampliarlo, la gente se une. Y de ahí nace un prejuicio horrible pero poderoso: en aquella unión en nombre de la raza, de Dios, del Partido, del Estado se ve el sentido de la vida y no un medio. ¡No, no y no! Es en el hombre, en su modesta singularidad, en su derecho a esa particularidad donde reside el único, verdadero y eterno significado de la lucha por la vida.

Nóvikov sentía que aquellos hombres lograrían su objetivo: serían más fuertes, más astutos, más inteligentes que sus enemigos. Aquella mole de cerebros, laboriosidad, osadía y cálculo, eficacia operativa, furia; aquella riqueza espiritual de chicos del pueblo, estudiantes, alumnos de décimo curso, torneros, tractoristas, maestros, electricistas, conductores de autobús, malos, buenos, duros, amantes de la risa, solistas de coro, acordeonistas, precavidos, lentos, atrevidos, todos ellos se mancomunarían, se fundirían en una sola cosa, y así unidos, deberían llevarse la victoria, demasiada riqueza para no vencer.

Si no es uno, será otro, si no es en el centro, será en un flanco, si no es durante la primera hora de batalla, será en la segunda, pero lo conseguirán, serán más astutos, y con su potencia destrozarán, aplastarán al enemigo… El éxito en el combate depende sólo de ellos, lo conseguirán en el polvo, en el humo, en el instante en que sabrán sopesar, desplegarse, lanzarse, disparar una fracción de segundo antes, una fracción de centímetro más acertados, con mayor convicción y entusiasmo que el enemigo.

Sí, ellos tienen la solución. En aquellos chicos que van en las máquinas con cañones y ametralladoras radica la fuerza principal de la guerra.

Pero ¿lograrían unirse? La riqueza interior de todos ellos ¿se comportaría como una única fuerza?

Nóvikov los miraba, los contemplaba, y tuvo un pálpito, feliz y certero, que embargó todo su ser: «Esa mujer será mía, será mía».

54

Fueron días extraordinarios.

Krímov tenía la impresión de que la historia había dejado de ser un libro, desembocaba en la vida, se confundía con ella.

Sentía vivamente el color del cielo y las nubes de Stalingrado, el brillo del sol en el agua. Aquellas sensaciones le recordaban la época de la infancia, cuando la visión de las primeras nieves, el repiqueteo de la lluvia estival o un arco iris le colmaban de felicidad. Ese sentimiento maravilloso se atempera con los años y abandona casi por completo a todos los seres vivos que se habitúan al milagro de la vida sobre la tierra.

Todo lo que a Krímov le había parecido equivocado en los últimos tiempos, todo lo que le había parecido un engaño, en Stalingrado se desvanecía. «Es como en tiempos de Lenín», pensaba.

Le parecía que la gente allí le trataba de manera diferente, mejor que antes de la guerra. Era lo mismo ahora que cuando los alemanes los habían cercado: ya no se sentía hijastro de su tiempo. Poco tiempo antes, en la orilla izquierda del Volga, preparaba con entusiasmo sus ponencias y consideraba natural que la dirección política lo hubiera transferido al trabajo de conferenciante.

Pero ahora se sentía profundamente ofendido por ese cambio. ¿Por qué lo habían apartado de su puesto de comisario militar? Creía que no se las arreglaba peor que otros, sea como fuere lo hacía mejor que muchos…

En Stalingrado tenía buenas relaciones con la gente. La igualdad y la dignidad habitaban aquella ladera de arcilla donde tanta sangre se había derramado.

Había un interés casi generalizado sobre ternas como la organización de los koljoces después de la guerra, las relaciones futuras entre los grandes pueblos y los gobiernos. El trabajo cotidiano de los soldados, su trabajo con las palas, con los cuchillos de cocina que empleaban para limpiar patatas y las chairas que utilizaban para reparar las botas, todo aquello parecía tener una relación directa con la vida del pueblo en la posguerra, así como con la vida de otros pueblos y estados.

Casi todos creían que el bien triunfaría en la guerra y los hombres honrados, que no habían dudado en sacrificar sus vidas, podrían construir una vida justa y buena. Aquella convicción resultaba conmovedora en unos hombres que sabían que tenían pocas posibilidades de sobrevivir hasta el final de la guerra y que, en cada despertar, se sorprendían por estar vivos un día más.

55

Por la noche, Krímov, después de una conferencia rutinaria, se presentó en el refugio del teniente coronel Batiuk, el comandante de la división desplegada sobre las laderas del Mamáyev Kurgán y junto al Banni Ovrag. Batiuk, un hombre de pequeña estatura cuya cara expresaba todo el cansancio de la guerra, se alegró de su llegada.

Sobre la mesa del teniente coronel habían dispuesto para la cena una buena gelatina y un pastel caliente casero. Mientras servía vodka a Krímov, Batiuk entrecerró los ojos y dijo:

– Oí que venía a darnos unas conferencias y me pregunté a quién visitaría primero, si a Rodímtsev o a mí. Al final se decidió por Rodímtsev.

Después se echó a reír, jadeando:

– Aquí se vive como en un pueblo. Por la tarde, cuando hay un poco de calma, nos dedicamos a telefonear a nuestros vecinos: ¿qué has comido? ¿Quién ha venido a verte? ¿Adónde vas? ¿Te han dicho los superiores quién tiene la mejor casa de baños? ¿De quién han escrito en el periódico? No escriben nunca de nosotros, siempre de Rodímtsev; a juzgar por los periódicos es el único que combate en Stalingrado.

Batiuk sirvió al invitado mientras que él mismo se conformó con un poco de té y pan, indiferente a los placeres de la buena mesa.

Krímov se dio cuenta de que la tranquilidad de movimientos y la lenta manera de hablar ucraniana de la que hacía gala Batiuk no se correspondían con los problemas que le rondaban por la cabeza.

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[58] «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado.» (Evangelio de San Marcos 2, 27.)

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