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– Me parece, Víktor Pávlovich, que su panegírico sobre Einstein es una burda exageración – replicó Shishakov.

– Totalmente de acuerdo -intervino alegremente Postóyev-. Una exageración evidente.

El joven de la sección científica miró a Víktor con tristeza.

– Mire, camarada Shtrum -comenzó, y Shtrum percibió de nuevo malevolencia en su voz-.

En estos días tan importantes para nuestro pueblo a usted le parece natural unir en su corazón a Einstein y al Volga. Lo que ocurre es que los corazones de sus opositores albergan, en estos días, sentimientos completamente diferentes. Sobre el corazón no se manda, por tanto no hay nada que discutir. Pero, en cambio, sí se puede discutir en cuanto a su valoración sobre Einstein, porque no me parece adecuado presentar una teoría idealista como la cumbre de los logros científicos.

– Ya basta -le interrumpió Shtrum, y continuó con un tono de voz arrogante y didáctico-: Alekséi Alekséyevich, la física contemporánea sin Einstein sería una física de simios. No tenemos derecho a bromear con los nombres de Einstein, Galileo o Newton.

Amonestó con el dedo a Alekséi Alekséyevich y vio que Shishakov pestañeaba.

Poco después, Shtrum, delante de la ventana, unas veces murmurando, otras alzando la voz, contaba a Sokolov aquel inesperado encontronazo.

– Y usted, que estaba tan cerca, ni siquiera se ha enterado -dijo Shtrum.

Y Chepizhin, ni hecho adrede, se había alejado y tampoco había oído nada.

Frunció el ceño y se calló. ¡De qué manera tan ingenua e infantil había imaginado su día de triunfo! Al final no había sido él quien había suscitado el alboroto general sino la llegada de un joven burócrata cualquiera.

– ¿Conoce el apellido de ese jovenzuelo? -le preguntó de repente Sokolov como si le estuviera leyendo el pensamiento-. ¿Sabe de quién es pariente?

– No tengo ni idea -respondió Shtrum. Sokolov se inclinó hacia él y le susurró al oído.

– ¡Qué me dice! -exclamó Shtrum. Y recordando la actitud, a su modo de ver inexplicable, del académico piramidal y de Suslakov con respecto a un joven en edad universitaria, añadió alargando las palabras:

– ¡A-a-ah, bueno! Así que era eso. Ya me extrañaba a mí. Sokolov se rió.

– Desde el primer día tiene usted aseguradas las relaciones amistosas tanto en la sección científica como en la dirección académica. Es usted como aquel personaje de Mark Twain que se jacta de sus ingresos ante el inspector de hacienda.

Pero aquella broma no le hizo ninguna gracia a Shtrum, que preguntó:

– ¿De veras no ha oído nuestra discusión, usted que se encontraba a mi lado? ¿O acaso no deseaba intervenir en mi conversación con el inspector de hacienda?

Los pequeños ojos de Sokolov sonrieron a Shtrum, y se volvieron buenos y hermosos.

– No se disguste, Víktor Pávlovich. No esperaría que Shishakov apreciara su trabajo, ¿verdad? Ay, Dios mío, Dios mío. Pura vanidad cotidiana., mientras que su trabajo es auténtico.

En sus ojos, en su voz, había aquella gravedad, aquella calidez que Shtrum había esperado encontrar cuando lo visitó una noche de otoño, en Kazán. Entonces Víktor se había ido con las manos vacías.

La reunión comenzó. Los ponentes hablaron de las tareas de la ciencia en los penosos tiempos de la guerra, de la disposición a consagrar las propias fuerzas a la causa del pueblo, a ayudar al ejército en su lucha contra el fascismo alemán. Hablaron del trabajo de varios institutos de la Academia, sobre la ayuda que el Comité Central del Partido brindaría a los científicos, y del camarada Stalin, que mientras dirigía el ejército y el pueblo, todavía encontraba tiempo para interesarse por las cuestiones científicas, y de los científicos, que debían mostrarse dignos de la confianza del Partido y del propio camarada Stalin.

Se debatieron también algunos cambios en la organización requeridos por la nueva situación. Para gran asombro de los físicos, éstos descubrieron que no estaban satisfechos con los planes de su instituto; se prestaba demasiada atención a las cuestiones puramente teóricas. En la sala se repetía en un murmullo la sentencia de Suslakov: «El instituto está distanciado de la vida».

27

En el Comité Central se había discutido la situación de la investigación científica en el país. Se anunció que el Partido, desde ese momento en adelante, concentraría su atención en el desarrollo de la física, las matemáticas y la química.

El Comité Central consideraba que la ciencia debía orientarse hacia la producción, acercarse a la vida, unirse estrechamente a ella.

El mismísimo Stalin había asistido a ¡a reunión, y por lo visto se había paseado por la sala como de costumbre, pipa en mano, interrumpiendo de vez en cuando su paseo con aire pensativo para escuchar a algún orador o bien absorto en sus propios pensamientos.

Los participantes de la reunión se habían pronunciado en contra del idealismo y de la infravaloración de la ciencia y la filosofía rusas.

Stalin sólo había hablado dos veces. Cuando Scherbakov abogó por una reducción en el presupuesto de la Academia, Stalin negó con la cabeza y dijo:

– Hacer ciencia no es como fabricar pastillas de jabón. No vamos a ahorrar con la Academia.

Luego intervino una segunda vez, cuando en la reunión se abordaba el problema de ciertas teorías idealistas nocivas y la excesiva admiración por parte de algunos científicos hacia la ciencia occidental. Stalin asintió con la cabeza y dijo:

– Sí, pero debemos proteger a nuestra gente de los epígonos de Arakchéyev [87].

Los científicos presentes en la reunión se lo contaron a sus amigos, bajo el solemne juramento de que no se irían de la lengua. Al cabo de tres días todo el Moscú científico -en decenas de familias y círculos de amigos- discutía a media voz los pormenores de la reunión. Cuchicheaban que a Stalin le habían salido canas, que tenía los dientes negros, estropeados, que los dedos de sus manos eran finos y bellos, y que tenía la cara picada de viruelas. A los jovencitos que escuchaban estas descripciones se les advertía: «Cuidado, mantened la boca cerrada, mira que no os buscáis sólo vuestra ruina, sino la de todos».

Todos esperaban que la situación de los científicos mejorara sensiblemente; las palabras de Stalin sobre Arakchéyev habían arrojado grandes esperanzas.

Unos días más tarde arrestaron a un famoso botánico, el genetista Chetverikov. Sobre el motivo del arresto corrían diversos rumores: algunos sostenían que era un espía; otros, que durante sus viajes al extranjero se había reunido con emigrados rusos; los terceros, que su mujer, alemana, se carteaba antes de la guerra con su hermana que vivía en Berlín; los cuartos afirmaban que el genetista había intentado introducir en el mercado una clase nociva de trigo para provocar plagas y malas cosechas; los quintos relacionaban su arresto con una frase pronunciada por él sobre el «dedo de Dios»; los sextos, con un chiste de contenido político que había contado a un compañero de la infancia.

Desde que había comenzado la guerra se oía hablar relativamente poco de arrestos políticos, y muchos, Shtrum incluido, comenzaron a pensar que aquellas espantosas prácticas eran agua pasada.

Todo el mundo se acordaba de 1937, cuando casi a diario se citaban nombres de personas arrestadas la noche antes. La gente se telefoneaba para contarse las novedades: «Hoy por la noche se ha puesto enfermo el marido de Anna Andréyevna…». Le venía a la mente cómo hablaban por teléfono los vecinos sobre los que habían sido arrestados: «Se fue y no se sabe cuándo regresará». Volvían a aflorar los relatos sobre las circunstancias de los arrestos: «Llegaron a su casa en el momento en que estaba bañando al niño; lo apresaron en el trabajo, en el teatro, en plena noche…». Recordaban «El registro duró cuarenta y ocho horas, lo pusieron todo patas arriba, incluso rompieron el suelo… Apenas han revisado nada; han hojeado los libros sólo para salvar las apariencias…».

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[87] Ministro en tiempos de Alejandro I y símbolo, aquí, de una burocracia estrecha de miras y despótica.

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