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Lenard entró en la habitación de Halb pero no le reconoció. Después de contemplar su cara llena, en absoluto demacrada, Lenard tardó un rato en darse cuenta de que lo único que había cambiado en Halb era la expresión de sus ojos oscuros e inteligentes.

En la pared colgaba un mapa de Stalingrado, donde un implacable círculo rojo intenso sitiaba al 6° Ejército.

Estábamos en una isla -dijo Halb-, y nuestra isla no está rodeada de agua, sino del odio de unos brutos.

Charlaron del frío ruso, de las botas de fieltro rusas, del tocino ruso y de la perfidia del vodka ruso que primero te calentaba y luego te congelaba.

Halb preguntó qué cambios se habían producido en las relaciones entre los oficiales y los soldados de primera línea.

– Ahora que lo pienso -dijo Lenard-, no veo ninguna diferencia entre los pensamientos del coronel y la filosofía de los soldados. En general se oye siempre la misma cantinela: nadie es optimista.

– La misma canción entonan en el Estado Mayor -reconoció Halb; y sin apresurarse, para que el efecto de sus palabras fuera mayor, añadió-: Y el solista del coro es el comandante en jefe.

– Cantan, pero al igual que antes no hay desertores.

– Tengo una pregunta para usted en relación con una cuestión importante -dijo Halb-. Hitler insiste en que el 6° Ejército se mantenga firme, mientras que Paulus, Weichs y Zeitzler están a favor de la capitulación a fin de salvar las vidas de los soldados y los oficiales. Tengo órdenes de llevar a cabo un discreto sondeo acerca de la posibilidad de que nuestras tropas sitiadas en Stalingrado acaben por amotinarse. Los rusos lo llaman «dar largas» -y pronunció la expresión rusa con naturaleza y un acento perfecto.

Lenard, consciente de la gravedad del asunto, guardó silencio. Después dijo:

– Quisiera comenzar contándole una historia. En el regimiento del teniente Bach había un soldado confuso. Era el hazmerreír de los más jóvenes, pero desde que empezó el cerco todos se han acercado a él y le miran como a un guía… Me puse a meditar sobre el regimiento y su comandante. Cuando las cosas iban bien, Bach aprobaba incondicionalmente la política del Partido. Pero ahora sospecho que en su cabeza está pasando algo; ha empezado a dudar. Y me he estado preguntando por qué los soldados de su regimiento han comenzado a sentirse atraídos por un tipo que hasta hace poco les provocaba risa, que parecía el cruce entre un payaso y un loco. ¿Cómo se comportará este individuo en el momento crucial? ¿Dónde conducirá a los soldados? ¿Qué ocurrirá con el comandante? -y concluyó-: Es difícil dar una respuesta. Pero hay algo que sí puedo decirle: los soldados no se sublevarán.

– Ahora vemos la sabiduría del Partido con mayor claridad que nunca -observó Halb-. Sin vacilar hemos extirpado del cuerpo del pueblo no sólo las partes infectadas, sino también aquellas en apariencia sanas pero susceptibles de pudrirse en circunstancias difíciles. Hemos purgado las ciudades, los ejércitos, los campos y la Iglesia de espíritus rebeldes e ideólogos hostiles. Habrá charlatanería, injurias, cartas anónimas, pero nunca una rebelión, ¡incluso si el enemigo logra cercarnos no ya en el Volga, sino en Berlín! Todos debemos estar agradecidos a Hitler por esto.

Habría que bendecir el cielo por habernos enviado a este hombre en un momento así.

Se detuvo un instante para escuchar el rumor sordo y lento que resonaba encima de sus cabezas; en aquel profundo sótano era imposible distinguir si se trataba de artillería alemana o de la explosión de bombas soviéticas. Después de que el estruendo se apaciguara, dijo:

– Es increíble que pueda vivir con las raciones reglamentarias de los oficiales. He añadido su nombre a la lista donde están apuntados los amigos más valorados del Partido y los oficiales de seguridad. Recibirá regularmente paquetes enviados por correo al puesto de mando de su división.

– Gracias -respondió Lenard-, pero no lo necesito. Comeré lo mismo que los demás.

Halb alargó los brazos en un gesto de sorpresa.

– ¿Qué hay de Manstein? He oído que ha recibido nuevas armas.

– No creo en Manstein -respondió Halb-. En este tema estoy de acuerdo con nuestro comandante.

Y con la voz susurrante de un hombre que durante años se ha acostumbrado a manejar información confidencial, dijo:

– Tengo otra lista en mi poder con los nombres de los amigos del Partido y los oficiales de seguridad que, en el momento del desenlace, tendrán garantizada su plaza en los aviones. Usted figura en la lista. En el caso de que yo esté ausente, el coronel Osten tendrá mis instrucciones.

Al darse cuenta de la mirada interrogativa de Lenard, explicó:

– Tal vez tenga que volar a Alemania. Se trata de un asunto secreto que no se puede confiar en un documento o en un mensaje cifrado por radio -guiñó un ojo y añadió-: Me emborracharé antes de volar, y no de alegría, sino de miedo. Los soviéticos abaten muchos aviones.

– Camarada Halb -dijo Lenard-, yo no me subiré al avión. Me sentiría avergonzado si abandonara a los hombres a quienes he convencido para que luchen hasta el final.

Halb se revolvió ligeramente en su silla.

– No tengo derecho a disuadirle.

Lenard, deseando disipar la atmósfera solemne, le pidió:

– Si es posible, ayúdeme a regresar al puesto de mando de mi regimiento. No tengo coche.

– ¡Imposible! -exclamó Halb-. No hay nada que hacer. Toda la gasolina la tiene el perro de Schmidt. No puedo conseguir ni una gota, ¿comprende? ¡Por primera vez!

Y a su rostro asomó de nuevo aquella expresión de impotencia, ajena a él pero que tal vez le era más propia, y que en un primer momento le había vuelto irreconocible a los ojos de Lenard.

35

Por la noche la atmósfera se atemperó y una nevada cubrió el hollín y la suciedad de la guerra. Bach estaba haciendo la ronda por las fortificaciones de primera línea, en la oscuridad. La leve blancura navideña centelleaba al resplandor de los disparos, y la nieve se tomaba, bajo los cohetes de señales, ora de color rosado, ora de un suave verde fosforescente.

A la luz de las explosiones las crestas de piedra, las cuevas, las olas petrificadas de ladrillos, los cientos de senderos de liebres trazados de nuevo allí donde los hombres tenían que comer, ir a la letrina, buscar minas y cartuchos, arrastrar hasta la retaguardia a los heridos, enterrar a los cadáveres, parecían asombrosos, singulares, y al mismo tiempo absolutamente corrientes, habituales.

Bach se acercó a un lugar que se encontraba bajo el fuego de los rusos, atrincherados en las ruinas de una casa de tres pisos de donde procedía el sonido de una armónica y el canto monótono del enemigo.

A través de una brecha en el muro se veía la primera línea soviética, los talleres de la fábrica y el Volga helado.

Bach llamó al centinela, pero su respuesta quedó ahogada por una explosión repentina y el tamborileo de terrones helados contra el muro de la casa. Era un U-2 que planeaba a baja altura, con el motor apagado, después de lanzar una bomba.

– Otro cuervo ruso cojo -dijo el centinela, y señaló al oscuro cielo invernal.

Bach se sentó, apoyó el codo en el saliente de una piedra y miró alrededor. Una ligera sombra rosada temblaba sobre lo alto del muro: los rusos habían encendido la estufa, el tubo se había calentado al rojo vivo y emanaba una luz tenue. Parecía que en el refugio ruso no hicieran más que comer, comer, comer, y sorber ruidosamente café caliente.

Más a la derecha, donde las trincheras rusas y alemanas estaban más cerca entre sí, se oían golpes ligeros, lentos, metálicos, contra la tierra helada.

Sin salir a la superficie, despacio pero sin pausa, los rusos hacían avanzar sus trincheras en dirección a los alemanes. Aquel movimiento a través de la tierra helada, dura como una roca, encerraba una pasión ciega y potente. Era como si la misma tierra avanzara.

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