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Se imaginó a Grékov sentado frente al escritorio del juez instructor, sin afeitar, el rostro pálido y amarillento, sin cinturón.

¿Qué había dicho Grékov? «Usted sufre, pero no es algo de lo que se pueda dar parte en un informe.»

El secretario general del partido marxista-leninista había sido declarado infalible, casi divino. En 1937 Stalin no había perdonado a la vieja guardia leninista. Había destruido el espíritu leninista que conciliaba la democracia y la disciplina férrea. ¿Cómo podía Stalin haber castigado con tanta crueldad a los miembros del partido leninista? Grékov sería fusilado en su propio regimiento. Era terrible matar a hombres de un mismo bando, pero Grékov no estaba en su bando; Grékov era un enemigo.

Krímov no había dudado nunca del derecho del Partido a blandir la espada de la dictadura, del derecho sagrado de la Revolución a aniquilar a sus enemigos. Nunca había considerado que Bujarin, Zinóviev y Kámenev siguieran la vía leninista. Y Trotski, a pesar de su brillantez y ardor revolucionario, no había sabido eliminar su pasado menchevique, nunca había alcanzado la altura de Lenin. ¡Stalin sí que era un derroche de fuerza! Por algo le llamaban Amo. Nunca le había temblado el pulso. En él no había la flacidez intelectual de un Bujarin. El Partido fundado por Lenin, aplastando a sus enemigos había seguido a Stalin. Los méritos militares de Grékov no significaban nada. No se discute con los enemigos. No se debía prestar oídos a sus argumentos.

Pero por mucho que se esforzara Nikolái Grigórievich en sentir odio hacia Grékov, ya no lo sentía.

De nuevo le vinieron a la cabeza las palabras de Grékov: «Usted sufre».

«Pero ¿qué es esto? -pensó-. ¿Habré escrito una denuncia? Aunque no sea mentira, no deja de ser una denuncia… No hay nada que hacer, camarada, eres un miembro del Parado, debes cumplir con tu deber.» Por la mañana, Krímov entregó su informe en el departamento político del frente de Stalingrado.

Al cabo de dos días fue llamado por el director de la sección de agitación y propaganda del frente, el comisario de regimiento Oguibálov, que sustituía al jefe del departamento político. Toschéyev no podía recibir a Krímov porque estaba ocupado con un comisario de un cuerpo de tanques que venía del frente.

El comisario Oguibálov, un hombre metódico y reflexivo cuya gran nariz resaltaba sobre su rostro macilento, dijo a Krímov:

– En pocos días le mandaremos de vuelta a la orilla derecha, camarada Krímov, pero esta vez se le destinará al 64° Ejército de Shumílov. A propósito, un coche nuestro le llevará al puesto de mando del obkom del Partido. Desde allí se dirigirá hasta el lugar donde se encuentra Shumílov. Los secretarios del obkom irán a Beketovka para la celebración de la Revolución de Octubre.

Sin apresurarse dictó a Krímov las instrucciones. Las tareas que le habían asignado eran insignificantes, hasta tal punto carentes de interés que resultaban humillantes. Consistían en recoger documentos administrativos en modo alguno trascendentes desde el punto de vista de la acción.

– ¿Qué hay de mi conferencia? -preguntó Krímov-. He preparado, tal como ordenó, la conferencia para la celebración de Octubre, y deseaba leerla en varias unidades.

– Prescindiremos de ella por el momento -respondió Oguibálov, y se puso a explicarle el motivo.

Cuando Krímov se disponía a marcharse, el comisado le dijo:

– Con relación a su informe, el jefe de la sección política me ha puesto al corriente.

A Krímov le dio un vuelco el corazón: probablemente el caso de Grékov ya había sido abierto. El comisario del regimiento le dijo:

– Su guerrero Grékov ha estado de suerte: ayer el jefe de la sección política del 62° Ejército nos comunicó que había muerto en la ofensiva alemana contra la fábrica de tractores, junto con todo su destacamento.

Y para consolar a Krímov, añadió:

– El comandante del ejército le había propuesto para ser nombrado a título póstumo héroe de la Unión Soviética. Está claro que dicha propuesta no prosperará.

– Krímov se encogió de hombros, como diciendo: «Bueno, ha tenido un golpe de suerte. Que no se hable más».

Bajando la voz, Oguibálov le confesó:

– El jefe de la sección especial cree que podría estar vivo. Que se ha podido pasar al bando enemigo.

En casa, Krímov encontró una nota: le pedían que pasara por la sección especial. Por lo visto, el asunto Grékov no estaba concluido.

Krímov decidió posponer aquella desagradable conversación para cuando volviera. Después de todo, un caso póstumo no presentaba una urgencia apremiante.

38

El obkom del Partido había decidido celebrar el 25° aniversario de la Revolución con una sesión solemne en la fábrica Sudoverf, en la aldea de Beketovka, situada al sur de Stalingrado.

El 6 de noviembre por la mañana, temprano, los responsables regionales del Partido se reunieron en el puesto de mando subterráneo del obkom de Stalingrado, que se hallaba en un robledo de la orilla occidental del Volga.

El primer secretario del obkom, los secretarios, de sección y los miembros de la oficina del buró del obkom tomaron un exquisito desayuno caliente y salieron del robledo en diversos coches en dirección a la carretera que conducía al Volga.

Era la misma carretera que utilizaban por la noche las unidades de tanques y artillería que se dirigían al cruce de Tumansk. La estepa, roturada por la guerra, salpicada de terrones congelados que desprendían un barro sucio de color parduzco y cuya superficie cubierta de charcos helados parecía soldada con estaño, presentaba un aspecto desolador, triste.

A una decena de kilómetros de la orilla se oía el crujido del hielo que flotaba en el Volga. Un fuerte viento soplaba río abajo; la travesía del Volga a bordo de una barcaza de hierro descubierta se podía calificar de todo menos de divertida.

Los soldados que esperaban a ser trasladados a la otra orilla, protegidos con unos capotes zarandeados por el viento glacial del Volga, se apiñaban y trataban de evitar el contacto con el hierro helado. Los hombres producían un triste taconeo, doblaban las piernas; pero cuando sintieron el empuje de las gélidas ráfagas de Astraján no tuvieron ya fuerzas para soplarse las puntas de los dedos, ni para darse palmadas en los costados, ni siquiera para limpiarse la nariz: estaban entumecidos por el frío. Por encima de las aguas del Volga se expandían los jirones de humo que emanaba la chimenea del barco. Sobre el fondo del hielo el humo parecía particularmente negro, y el hielo también parecía más blanco bajo la sutil cortina de humo. Daba la impresión de que el hielo traía la guerra de las orillas de Stalingrado.

Un cuervo con la cabeza grande se había posado sobre un bloque de hielo y estaba absorto en sus reflexiones. Por supuesto, tenía material de sobra para reflexionar. Sobre el bloque de al lado yacía un trozo de capote quemado; sobre otro se levantaba una bota de fieltro dura como una piedra y sobresalía una carabina cuyo cañón torcido estaba encastrado en el hielo. Los coches del obkom subieron a la barcaza. Los secretarios y los miembros del buró salieron de los coches y observaron, junto a la borda, los bancos de hielo que se deslizaban lentamente, crujiendo.

Un viejo de labios azulados tocado con un gorro del Ejército Rojo y ataviado con una corta pelliza negra, a todas luces el encargado de la barcaza, se acercó al secretario de transporte del obkom, Laktiónov, y con una voz increíblemente ronca a causa de la humedad del río y el consumo empedernido de vodka y de tabaco le dijo:

– En el primer viaje que hicimos esta mañana, camarada secretario, encontramos a un marinero sobre un bloque de hielo. Los chicos lo sacaron del agua, pero por poco no acaban en el fondo con él. Ha sido necesario trabajar con palas. Mire, allí está, en la orilla, bajo una lona impermeable.

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