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Mijaíl Sídorovich pasó más de tres semanas en una celda de aislamiento cerca del Revier. Estaba bien alimentado y dos veces al día le visitaba un médico de las SS que le había prescrito inyecciones de glucosa.

Durante las primeras horas de reclusión, cuando esperaba que lo llamaran para ser interrogado, Mijaíl Sídorovich no hacía otra cosa que enfurecerse consigo mismo: ¿por qué había hablado con Ikónnikov? Era evidente que el yuródivi le había traicionado endosándole aquellos papeles comprometedores antes del registro.

Pero los días transcurrían y Mostovskói seguía sin ser llamado. Entretanto repasaba mentalmente las conversaciones políticas mantenidas con otros prisioneros, preguntándose cuál de ellos podía ser reclutado para la organización secreta. Por la noche, cuando no lograba conciliar el sueño, redactaba el texto de las octavillas y empezó a compilar una guía de conversación del Lager para facilitar la comunicación entre detenidos de distintas nacionalidades.

Trataba de recordar las viejas leyes de la conspiración que habrían de evitar la debacle total en caso de denuncia por parte de un provocateur.

Mijaíl Sídorovich sentía el deseo de interrogar a Yershov y Ósipov sobre los primeros pasos de la organización. Estaba seguro de que conseguiría que Ósipov superara los prejuicios respecto a Yershov.

Chernetsov, que odiaba el bolchevismo y al mismo tiempo anhelaba la victoria del Ejército Rojo, le parecía una figura patética. Ahora, mientras esperaba el inminente interrogatorio, estaba casi tranquilo.

Una noche Mostovskói sufrió un ataque al corazón. Yacía con la cabeza contra la pared, sintiendo la horrenda angustia que atenaza a aquel que está a punto de morir encarcelado. Por un momento perdió el conocimiento a causa del dolor. Después volvió en sí; el dolor había remitido; tenía el pecho, la cara, las manos cubiertas de sudor. Sus pensamientos, aparentemente, recobraron la lucidez.

La conversación sobre el mal que había mantenido con el cura italiano se asociaba en su mente con la felicidad que había experimentado de niño, cuando de improviso empezó a llover a cántaros y se refugió en la habitación donde su madre estaba cosiendo; con el recuerdo de la mujer que había ido a visitarle durante su deportación a Yeniséi y con sus ojos anegados de lágrimas, pero lágrimas de felicidad; con el pálido Dzerzhinski, a quien, en un congreso del Partido, había preguntado sobre la suerte que había corrido un joven eserista muy amable. «Fusilado», dijo Dzerzhinski. Los ojos tristes del mayor Kiríllov… Cubierto con una sábana arrastraban sobre un trineo el cadáver de un amigo que había rechazado su ayuda durante el sitio de Leningrado.

La cabeza desgreñada del niño, llena de sueños, era la misma que aquel gran cráneo calvo, apoyado contra las tablas ásperas del Lager.

Al cabo de un rato los recuerdos comenzaron a desvanecerse, a perder su color, sus formas. Tenía la sensación de que se sumergía despacio en agua gélida. Se adormeció para escuchar de nuevo, en la oscuridad que precede al alba, el aullido de las sirenas.

Por la tarde Mijaíl Sídorovich fue conducido al baño del Revier. Suspirando con gesto descontento, examinó sus brazos delgados, el pecho hundido.

«Sí, contra la vejez no hay nada que hacer», pensó.

Cuando el soldado que le escoltaba desapareció tras la puerta dándole vueltas a un cigarrillo entre sus dedos, un prisionero estrecho de espaldas y picado de viruelas que estaba limpiando el suelo de cemento con un cepillo le dijo a Mostovskói:

– Yershov me ha ordenado que le transmita las noticias. En Stalingrado los nuestros están rechazando todos los ataques de los fritzes; todo está en orden. El mayor le pide que escriba una octavilla y que la entregue en el próximo baño.

Mostovskói quiso decirle que no tenía lápiz ni papel, pero en ese momento entró el guardia.

Mientras se vestía, Mostovskói sintió en el bolsillo un paquete. Contenía diez terrones de azúcar, un trozo de tocino envuelto en un trapito, un pedazo de papel blanco y el cabo de un lápiz.

La felicidad se apoderó de él. ¿Acaso podía desear algo más? Tenía la fortuna de vivir sus últimos días sin preocuparse por la esclerosis, el estómago, los espasmos cardíacos.

Estrechó contra el pecho los terrones de azúcar, el trozo de lápiz.

Aquella noche un suboficial de las SS le hizo salir del Revier y lo condujo a la calle del campo. Frías ráfagas de viento le azotaron en la cara. Mijaíl Sídorovich se volvió a mirar los barracones durmientes y pensó: «No os preocupéis muchachos, los nervios del camarada Mostovskói no cederán; dormid tranquilos».

Cruzaron las puertas de la dirección del campo. Allí, en lugar del tufo a amoníaco, flotaba en el aire un fresco olor a tabaco. Mostovskói vio en el suelo una colilla larga y sintió deseos de cogerla.

Dejaron atrás el segundo piso y subieron al tercero. Elguardia ordenó a Mostovskói que se limpiara los pies en la alfombrilla y él mismo frotó sus suelas repetidas veces. Mostovskói, jadeando después de aquella subida, se esforzaba por recobrar el aliento.

Penetraron en un pasillo estrecho cubierto por una alfombra. Las lámparas semitransparentes en forma de tulipán difundían una luz tenue, suave. Pasaron por delante de una puerta pulida con una pequeña tablilla donde se leía «Comandante» y se detuvieron frente a otra puerta con la inscripción

«Obersturmbannführer Liss».

Mostovskói había oído pronunciar a menudo aquel nombre: se trataba del representante de Himmler en la dirección del campo. A Mostovskói le había divertido que el general Gudz seenfadara porque Ósipov había sido interrogado por el propio Liss, mientras que a él le habían enviado con uno de sus subalternos. Gudz lo había interpretado como una falta de consideración. Ósipov contaba que Liss le había interrogado sin intérprete: Liss era un alemán de Riga con un buen dominio del ruso. Un joven oficial salió al pasillo, le dijo unas pocas palabras al guardia e hizo entrar a Mijaíl Sídorovich en el despacho, dejando la puerta abierta.

El despacho estaba vacío. Tenía el suelo cubierto por una alfombra, flores en un jarrón y un cuadro colgado de la pared, en el que podía verse la linde de un bosque y los tejados rojos de las casas campesinas. Mostovskói pensó que era como estar en el despacho del director de un matadero: alrededor, el estertor de las bestias moribundas, las vísceras humeantes, los hombres manchados de sangre, mientras que en el despacho del director todo estaba tranquilo y sólo los teléfonos negros sobre la mesa evocaban la comunicación existente entre el matadero y el despacho.

¡Enemigo! Qué palabra tan clara y sencilla. Volvió a pensar en Chernetsov, en su miserable destino durante esa época de Sturm und Drang. Pero con guantes de hilo… Mostovskói se miró las manos, los dedos.

Una puerta se abrió al fondo del despacho y a continuación la puerta que daba al pasillo se cerró con un chirrido; el guardia debía de haberla cerrado cuando vio entrar a Liss.

Mostovskói aguardaba de pie, con el ceño fruncido.

– Buenos días -dijo en voz baja un hombre no demasiado alto con el emblema de las SS en la manga de su uniforme gris.

En el rostro de Liss no había nada repulsivo, y por esa razón a Mijaíl le daba miedo mirarlo: su nariz aguileña, sus ojos vigilantes de un gris oscuro, la frente alta, las mejillas pálidas y demacradas… todo confería a su rostro una expresión ascética.

Liss esperó a que Mostovskói acabara de toser y luego dijo:

– Deseo hablar con usted.

– Yo, en cambio, no lo deseo -le respondió Mostovskói mientras miraba de reojo al rincón del despacho donde esperaba ver aparecer a los ayudantes de Liss: los torturadores que le molerían a golpes.

– Le comprendo perfectamente -dijo Liss-. Siéntese. Ofreció asiento a Mostovskói en un sillón y se sentó a su lado.

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