Los ojos de Savostiánov, por lo general alegres y risueños, estaban serios. Parecía que incluso hubieran cambiado de color.
– Gracias, gracias, querido mío -dijo Shtrum-, su amistad me conmueve.
Una hora después Sokolov le dijo:
– Víktor Pávlovich, la próxima semana el Consejo Científico celebrará una sesión plenaria; creo que usted debería intervenir.
– ¿En calidad de qué? -preguntó Shtrum.
– Me parece que debería dar explicaciones; en pocas palabras, creo que debería admitir su error.
Shtrum se puso a andar por la habitación, después se paró de golpe al lado de la ventana y, mirando fijamente al patio, dijo:
– Piotr Pávlovich, ¿no sería mejor escribir una carta? Mire, es más fácil que escupirse encima en público.
– No, creo que debe hacer una intervención. Ayer hablé con Svechín y me dio a entender que allí -hizo un gesto vago en dirección a la cornisa superior de la puerta- prefieren que intervenga a que escriba una carta.
Shtrum se volvió enseguida hacia él.
– No intervendré ni escribiré ninguna carta. Sokolov, con la entonación paciente de un psiquiatra que discute con un enfermo, observó:
– Víktor Pávlovich, en su posición guardar silencio significa suicidarse con plena conciencia; pesan sobre usted imputaciones de carácter político.
– ¿Sabe lo que me resulta más penoso? -le preguntó Shtrum-. No comprendo por qué ha de pasarme algo así en unos días de alegría general, en los días de la victoria. ¡Y pensar que cualquier hijo de perra puede decir que ataqué abiertamente los principios del leninismo porque estaba convencido de que asistíamos al fin del poder soviético! Como si me gustara atacar a los débiles.
– Sí, lo he oído decir -dijo Sokolov.
– No, no, ¡al diablo con ellos! -dijo Shtrum-. No entonaré un mea culpa.
Pero por la noche se encerró en su habitación y comenzó a escribir la carta. Lleno de vergüenza, la hizo pedazos y se puso a redactar el texto para su intervención en el Consejo Científico. Al releerlo dio un golpe contra la mesa con la palma de la mano y rompió el papel en mil pedazos. -Basta, ¡se acabó! -dijo en voz alta-. Que pase lo que haya de pasar. Que me encarcelen.
Permaneció inmóvil durante un rato, reflexionando sobre su última decisión. Después le vino a la cabeza la idea de escribir el texto aproximado de la carta que habría escrito si hubiera decidido arrepentirse; en eso no había nada de humillante. Nadie vería la carta; nadie.
Estaba solo, la puerta cerrada con llave, en la casa todos dormían; al otro lado de la ventana reinaba el silencio, no se oían ni bocinas ni ruido de coches.
Pero una fuerza invisible le oprimía. Sentía su poder hipnótico, que le obligaba a pensar como ella quería y a escribir bajo su dictado. Se encontraba dentro de él, y le helaba el corazón, disolvía su voluntad, se entrometía en las relaciones con su familia y su hija, en su pasado, en los pensamientos de su juventud. Había acabado sintiendo que era un ser privado de talento, aburrido, pesado, que agotaba a todo el mundo con su monótona locuacidad. Incluso su trabajo le parecía apagado, como si estuviera cubierto de cenizas y polvo; había dejado de llenarle de luz y alegría.
Sólo la gente que nunca ha sentido una fuerza semejante puede asombrarse de que alguien se someta a ella. Los que la han experimentado, por el contrario, se sorprenderán de que un hombre pueda rebelarse contra tal fuerza, aunque sólo sea un momento, con alguna expresión airada o un tímido gesto de protesta.
Shtrum escribía la carta de arrepentimiento sólo para él, luego la escondería y no se la enseñaría a nadie; pero al mismo tiempo, en su fuero interno, sentía que más adelante podía serle útil, si bien por el momento seguiría guardada.
Al día siguiente, mientras bebía el té, miró el reloj: era hora de ir al laboratorio. Una gélida sensación de soledad se apoderó de él. Tenía la impresión de que, hasta el fin de sus días, nadie iría a verle. Ya no le telefoneaban, pero no sólo por miedo: no le llamaban porque era aburrido, no despertaba interés y era mediocre.
– Nadie llamó ayer, ¿verdad? -preguntó a Liudmila Nikoláyevna y declamó con énfasis-: «Estoy solo en la ventana; no aguardo a un huésped ni a un amigo» [113].
– Olvidé decirte que ha vuelto Chepizhin. Ha llamado, quiere verte.
– ¿Cómo has podido olvidarte?
Y comenzó a tamborilear sobre la mesa una música solemne.
Liudmila Nikoláyevna se acercó a la ventana. Shtrum caminó sin apresurarse, alto, encorvado, golpeando de vez en cuando con su cartera contra las piernas, y ella sabía que ahora estaba pensando en su encuentro con Chepizhin, en cómo le saludaría y hablaría con el amigo.
En los últimos días se compadecía de su marido, se inquietaba por él, pero al mismo tiempo pensaba en sus defectos, sobre todo en el principal: su egoísmo.
Había declamado: «Estoy solo en la ventana, no aguardo a ningún amigo», y se había ido al laboratorio, donde estaba rodeado de gente, donde tenía un trabajo; luego, por la tarde, pasaría a ver a Chepizhin y probablemente no regresaría antes de la medianoche; ni siquiera se le pasaría por la cabeza que ella estaría todo el día sola en casa; ella sí que estaría sola en la ventana del piso vacío, sin nadie a su lado, sin aguardar a ningún huésped, a ningún amigo. Liudmila Nikoláyevna fue a la cocina a fregar los platos. Aquella mañana sentía un peso en el corazón. Hoy no llamaría María Ivánovna porque iba a casa de su hermana mayor, en Shabolovka.
¡Cuánto le preocupaba Nadia! No contaba nada, pero seguro que a pesar de las prohibiciones continuaba con sus paseos nocturnos. Y Víktor, enfrascado por completo en sus asuntos, no tenía tiempo para pensar en su hija.
Sonó el timbre; debía de ser el carpintero: el día antes le había llamado para que viniera a reparar la puerta de la habitación de Tolia. Liudmila Nikoláyevna se alegró: ¡un ser humano! Abrió la puerta; en la penumbra del pasillo había una mujer con un gorro gris de astracán y una maleta en la mano.
– ¡Zhenia! -gritó Liudmila, tan fuerte y lastimosamente que se sorprendió de su propia voz y, besando a su hermana, acariciándole la espalda, susurró:
– Está muerto. Tolia está muerto, muerto.
23
Un fino chorro de agua caliente caía en la bañera. Bastaba con aumentar un poco la presión para que al instante el agua se volviera fría. La bañera se llenaba despacio, pero a las dos hermanas les parecía que desde su encuentro sólo habían intercambiado un par de palabras.
Después, mientras Zhenia tomaba el baño, Liudmila Nikoláyevna no hacía más que acercarse a la puerta y preguntarle:
– ¿Qué, cómo estás? ¿Quieres que te frote la espalda? Cuidado con el gas, que no se te apague…
Unos minutos más tarde, Liudmila golpeó con el puño en la puerta y preguntó, enfadada:
– Pero ¿qué haces? ¿Te has dormido?
Zhenia salió del baño envuelta en el albornoz afelpado de su hermana.
– Ah, eres una bruja -dijo Liudmila Nikoláyevna.
Y Yevguenia Nikoláyevna recordó que Sofía Ósipovna también la había llamado bruja cuando Nóvikov había llegado una noche a Stalingrado.
La mesa estaba puesta.
– Qué sensación tan extraña -dijo Yevguenia Nikoláyevna-. Después de dos días de viaje en un vagón sin asientos reservados me he lavado en una bañera; debería sentirme colmada de felicidad, pero en el corazón…
– ¿Qué te trae por Moscú? ¿Alguna mala noticia? -preguntó Liudmila Nikoláyevna.
– Luego, luego.
E hizo un gesto con la mano para que no insistiera.
Liudmila le contó los asuntos de Víktor Pávlovich, el amor inesperado y ridículo de Nadia; le habló de los amigos que habían dejado de telefonear y de los que aparentaban no reconocer a Shtrum cuando se lo encontraban.
Yevguenia Nikoláyevna le habló de Spiridónov; ahora estaba en Kúibishev y no le ofrecerían un nuevo trabajo hasta que una comisión no aclarara su asunto. En cierto modo parecía noble y patético a la vez. Vera y el niño estaban en Leninsk. Stepán Fiódorovich rompía a llorar cuando hablaba del nieto. Luego le contó a Liudmila la deportación de Jenny Guenríjovna, lo amable que era el viejo Sharogorodski y cómo la había ayudado Limónov con el permiso de residencia.