Los calcetines del mariscal de campo, colocados a toda prisa en la maleta, tenían agujeros en los talones, y Ritter se afligió no porque el insensato e impotente Paulus llevara calcetines gastados, sino porque aquellos agujeros serían vistos por despiadados ojos rusos.
Adam estaba de pie, con las manos apoyadas sobre el respaldo de la silla, volviendo la espalda hacia la puerta que se abriría de un momento a otro, mirando con aire tranquilo, solícito y afectuoso a Paulus. Era así, pensaba, como debía comportarse el ayudante de un mariscal de campo.
Paulus se reclinó, apartándose ligeramente de la mesa, y frunció los labios. El Führer esperaba de él que interpretara su papel y él estaba dispuesto a actuar.
En cualquier instante se abriría la puerta, y la habitación situada en un sótano oscuro sería visible para los hombres que vivían en la superficie de la tierra.
Pasados el dolor y la amargura, sólo quedaba el temor a que los hombres que abrieran la puerta no fueran representantes del mando soviético dispuestos también a representar una escena solemne, sino soldados salvajes, acostumbrados a apretar el gatillo a la ligera.
Le asaltó el miedo a lo desconocido: una vez la escena hubiera concluido daría inicio la vida humana. ¿Cuál? ¿Dónde? ¿En Siberia, en una cárcel de Moscú, en el barracón de un campo?
46
Aquella noche, en la orilla izquierda del Volga, la gente vio cómo el cielo de Stalingrado se iluminaba con bengalas de diferentes colores. El ejército alemán se había rendido.
La gente del otro lado del Volga marchó hacia Stalingrado aquella misma noche. Corría el rumor de que la población que había permanecido en la ciudad había soportado, en los últimos tiempos, un hambre terrible, y soldados, oficiales, marineros de la flota militar del Volga acarreaban fardos de pan y conservas. Algunos llevaban también vodka y acordeones.
Pero, por extraño que parezca, los primeros soldados que habían llegado a Stalingrado por la noche, sin armas, ofreciendo pan a los defensores de la ciudad, besándoles y abrazándoles, estaban tristes y melancólicos y no cantaban.
El 2 de febrero de 1943 amaneció cubierto de nubes. El vapor emergía de los agujeros y claros en el hielo del río. Sobre la estepa salía el sol, igual de severo en los tórridos días de agosto que en la época de los fríos vientos invernales. La nieve polvo revoloteaba sobre la llanura, dibujaba espirales, se arremolinaba en ruedas de leche, luego de repente perdía la voluntad y se posaba. Por doquier se veían los rastros del viento del este: cuellos de nieve alrededor de tallos de matorrales, olas congeladas en las laderas de los barrancos, calvas de arcilla y terrones frontudos…
Desde lo alto de Stalingrado parecía que la gente que atravesaba el Volga surgiera de la niebla de la estepa, esculpida en hielo y viento.
No tenían misión alguna que cumplir en Stalingrado, los superiores no les habían mandado allí: la guerra había terminado. Habían venido por su cuenta: soldados del Ejército Rojo, porteros, panaderos, oficiales del Estado Mayor, conductores, artilleros, sastres militares, electricistas y mecánicos de los talleres de reparación. Junto a ellos, viejos envueltos en chales, mujeres con pantalones guateados de soldado, niños y niñas que arrastraban trineos cargados de fardos y almohadas cruzaban el Volga y trepaban por la ladera de la orilla.
En la ciudad pasaba algo extraño. Se oían sonidos de claxon y de los motores de tractores, personas tocando la armónica, gente que bailaba y apisonaba la nieve con sus botas de fieltro, soldados que reían a carcajadas y ululaban. Pero la ciudad no revivía, parecía muerta.
Unos meses antes Stalingrado había abandonado su vida habitual: habían dejado de funcionar escuelas, fábricas, casas de moda para mujeres, compañías de teatro, la policía local, guarderías, cines…
Una nueva ciudad, la Stalingrado del tiempo de guerra, había nacido de las llamas que habían arrasado sus barrios. Era una ciudad con su propio trazado de calles y plazas, con su arquitectura subterránea, con sus normas de circulación, con su red comercial, con el zumbido de los talleres de sus fábricas, sus artesanos, sus cementerios, sus borracheras y conciertos.
Cada época tiene una ciudad que la representa en el mundo, una ciudad que encarna su voluntad y su alma.
Durante algunos meses de la Segunda Guerra Mundial esa ciudad fue Stalingrado. Los pensamientos y las pasiones de la humanidad se centraron en Stalingrado. Fábricas e industrias, rotativas y linotipias funcionaban para Stalingrado. Líderes parlamentarios se subían a las tribunas para hablar de Stalingrado. Pero cuando miles de personas irrumpieron en la ciudad desde la estepa para llenar las calles vacías y se encendieron los primeros motores de coche, la ciudad que había sido capital del mundo durante la guerra dejó de existir.
Aquel día los periódicos informaron de los detalles de la capitulación alemana, y en Europa, en América, en la India, la gente supo cómo el mariscal de campo Paulus había salido de su refugio subterráneo, que los generales alemanes fueron sometidos al primer interrogatorio en el puesto de mando del 64° Ejército del general Shumílov y cómo iba vestido el general Schmidt, el jefe del Estado Mayor de Paulus.
En aquella hora la capital de la guerra mundial ya no existía. Los ojos de Hitler, Roosevelt y Churchill buscaban ya nuevos puntos de tensión en la guerra. Martilleando la mesa con su dedo índice, Stalin preguntaba al comandante en jefe del Estado Mayor General si los medios para el traslado de tropas de la retaguardia de Stalingrado hacia los nuevos frentes estaban listos. La capital mundial de la guerra, todavía un hervidero de generales y especialistas en el combate de calle, aún llena de armas, mapas de operaciones, trincheras de comunicación, había dejado de existir. Allí había comenzado una nueva existencia, parecida a las de la Atenas y la Roma actuales. Historiadores, guías de museos, profesores y alumnos eternamente aburridos, aunque todavía no visibles, se habían convertido en sus nuevos dueños.
Nacía una nueva ciudad, hecha de trabajo y vida cotidiana, con fábricas, escuelas, casas de maternidad, policía, ópera y cárceles.
Una nieve fina había espolvoreado los senderos a través de los cuales se transportaban hasta las posiciones de fuego granadas, hogazas de pan, ametralladoras y termos de gachas; senderos sinuosos y antojadizos por los que francotiradores, observadores y escuchas penetraban en sus refugios secretos de piedra.
La nieve había caído sobre los caminos por los que los enlaces corrían del regimiento al batallón, los caminos que llevaban desde la división de Batiuk hasta Banni Ovrag, caminos que conducían a los mataderos y depósitos de agua…
La nieve había cubierto los caminos que ahora transitaban los habitantes de la gran ciudad en busca de tabaco, un cuarto de litro de vodka para celebrar la onomástica de un camarada, tomar un baño, jugar al dominó o probar la col fermentada de un vecino; eran también los caminos que conducían hacia la querida Mania y la maravillosa Vera; los caminos que llevaban hasta los relojeros, fabricantes de mecheros, sastres, acordeonistas y tenderos.
Una muchedumbre abría nuevos senderos; caminaban sin arrimarse a las ruinas, sin dar rodeos.
La red de senderos y caminos militares quedó cubierta con las primeras» nieves, y sobre aquel millón de kilómetros de esos senderos nevados no había ni rastro de huellas frescas.
Las primeras nieves pronto dieron paso a las segundas, y los senderos se desdibujaron, se esfumaron, desaparecieron…
Los habitantes de la antigua capital de la guerra experimentaron una sensación de felicidad y vacío inexplicables. Una extraña melancolía se adueñó de quienes habían defendido Stalingrado.
La ciudad se había vaciado y todos, desde el comandante del ejército, pasando por los comandantes de las divisiones de fusileros hasta el viejo voluntario Poliakov y el artillero Glushkov, podían sentir ese vacío. Era una sensación absurda. ¿Por qué una matanza que había acabado en victoria y no en muerte suscitaba tristeza?