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– Ya veis -dijo alegremente Sagaidak-, no es fácil contentarlos. Hace pocos días, Ígor me dijo: «Tercer secretario… no es nada del otro mundo».

Nikolái también habría podido contar muchas anécdotas divertidas sobre sus hijos, pero comprendía que sería una inconveniencia hablar de la inteligencia de sus hijos mientras se hablaba de la de Ígor y las hijas de Guétmanov.

Maschuk, pensativo, dijo:

– Nuestros padres en el campo no trataban con tantos miramientos a sus hijos.

– Y no por ello los querían menos -dijo el hermano de la anfitriona.

– Los querían, por supuesto, pero bien que les zurraban, o a mí por lo menos.

Guétmanov añadió:

– Me acuerdo de que mi difunto padre partió a la guerra en 1915. No os riáis, alcanzó el grado de suboficial, fue condecorado dos veces con la cruz de San Jorge. Mi madre lo equipó: le metió en el petate un jersey, una camiseta, unos calcetines, huevos cocidos y panecillos, mientras mi hermana y yo estábamos acostados en la cama y lo vimos, al alba, sentarse a la mesa por última vez. Fue a buscar una tina de agua, que se encontraba en el zaguán, y cortó leña. Mi madre siempre se acordaba.

Miró el reloj y dijo:

– Oh…

– Mañana es el día -dijo Sagaidak y se levantó.

– El avión sale a las siete.

– ¿Desde el aeropuerto civil? -preguntó Maschuk. Guétmanov asintió.

– Mejor -dijo Nikolái Teréntievich y se levantó también él-. El militar se encuentra a quince kilómetros.

– ¿Qué importancia tiene eso para un soldado? -dijo Guétmanov.

Empezaron a despedirse, hacer ruido, reírse, abrazarse, y cuando los invitados ya estaban en el pasillo con el abrigo y los sombreros puestos, Guétmanov dijo:

– El soldado puede acostumbrarse a todo, a calentarse con humo y afeitarse con una lezna. Pero hay algo a lo que nunca puede habituarse: a vivir separado de los hijos.

Y por su voz, la expresión de la cara y las miradas de los que se iban, era evidente que ya no bromeaban.

22

Por la noche, Dementi Trífonovich, en uniforme, escribía sentado a la mesa. Su mujer, en bata, sentada a su lado, seguía con la mirada su mano. Él dobló la carta y dijo:

– Va dirigida al director sanitario regional en caso de que necesites un tratamiento especial o tengas que salir de la ciudad para una consulta. Tu hermano se ocupará del permiso y el médico te extenderá un certificado.

– ¿Has escrito la autorización para recibir el cupo de raciones? -preguntó la mujer.

– No es necesario -respondió él-. Basta con que telefonees al responsable del obkom o, mejor todavía, a Puzichenko directamente, él se ocupará de todo.

Ordenó la pila de cartas que había escrito, las autorizaciones y notas, y concluyó:

– Bueno, me parece que esto es todo.

Permanecieron en silencio.

– Tengo miedo por ti, mi amor -dijo la mujer-. Te vas a la guerra.

Él se levantó.

– Cuida de ti y de los niños. ¿Has metido el coñac en la maleta?

– Sí, sí. ¿Te acuerdas de hace dos años, antes de volar a Kislovodsk? Escribiste las autorizaciones al amanecer, exactamente igual que hoy.

– Ahora los alemanes están en Kislovodsk -dijo Guétmanov.

Después deambuló por la habitación, aguzando el oído.

– ¿Están durmiendo?

– Claro que están durmiendo -respondió Calina Teréntievna.

Fueron a la habitación de los niños. Era extraordinario cómo aquellas dos figuras corpulentas y recias se movían en la penumbra sin hacer el menor ruido. Sobre la blanca tela de la almohada resaltaban las cabezas oscuras de los niños dormidos. Guétmanov se detuvo a escuchar su respiración.

Se llevó la mano al pecho, ante el temor de que los violentos latidos de su corazón perturbaran su sueño. Allí, en la penumbra, le embargó un sentimiento profundo y angustioso de ternura, inquietud y piedad hacia aquellos niños. Le entraron unas ganas locas de abrazar a su hijo, a sus hijas, de besar sus caras soñolientas. Estaba abrumado por una ternura impotente, un amor incontrolado; se sentía perdido, turbado, débil.

No le asustaban ni le agitaban los pensamientos de la nueva responsabilidad que debía asumir. Con frecuencia había tenido que emprender nuevos trabajos y nunca le había costado encontrar la línea correcta que seguir. Sabía que lo mismo ocurriría con el cuerpo de tanques.

Pero ¿qué hacer para reconciliar la férrea austeridad con la ternura, con el amor que no sabe de leyes ni líneas del Partido?

Miró a su mujer, que apoyaba la mejilla sobre la mano, como una campesina. En la penumbra su cara parecía más delgada, joven, tal como era la primera vez que habían ido al mar, poco después de casarse, a la casa de reposo «Ucrania», justo a la orilla del mar.

Bajo la ventana sonó un ligero toque de claxon: era el automóvil del obkom. Guétmanov se volvió una vez más hacia los niños y abrió los brazos, expresando con ese gesto toda su impotencia ante un sentimiento que no podía dominar.

En el pasillo, después de las palabras y los besos de despedida, se puso la pelliza y el gorro alto de piel, esperando a que el chófer se hiciera cargo de las maletas.

– Ya está -dijo; y de repente se quitó el gorro, dio un paso en dirección a su mujer y la abrazó de nuevo.

Y en esa nueva y última despedida, cuando a través de la puerta entreabierta el viento húmedo y frío de la calle se mezcló con el calor de la casa, cuando la piel áspera y curtida de la pelliza rozó con la seda perfumada de la bata, ambos sintieron que sus vidas, hasta ahora una sola cosa, se escindían en dos y la angustia les abrasó los corazones.

23

Yevguenia Nikoláyevna Sháposhnikova, la hermana menor de Liudmila, se había instalado en Kúibishev con una vieja alemana, Jenny Guenríjovna Guenrijson, que hacía mucho tiempo había trabajado como institutriz en casa de los Sháposhnikov.

A Yevguenia Nikoláyevna le resultaba extraño, después de Stalingrado, compartir una pequeña habitación tranquila con una viejecita que no dejaba de asombrarse de cómo una niña con dos trenzas se había convertido en una mujer adulta.

Jenny Guenríjovna vivía en un cuartucho sombrío que en un tiempo había estado destinado al servicio en aquel enorme piso que había pertenecido a unos comerciantes. Ahora en cada habitación vivía una familia, y cada habitación estaba dividida con ayuda de biombos, cortinas, alfombras, respaldos de sofás en rincones y esquinas, donde se dormía, comía, recibía a invitados, y donde la enfermera ponía inyecciones a un anciano paralítico.

Por la noche la cocina zumbaba con las voces de los inquilinos.

A Yevguenia Nikoláyevna le gustaba aquella cocina con las bóvedas llenas de hollín y el fuego rojo negro de los hornillos de petróleo.

Entre la lencería que se secaba en los cordeles se oía el alboroto de los inquilinos en batas, chaquetones guateados, guerreras. Los cuchillos resplandecían. Las mujeres que estaban lavando arrodilladas ante las tinas y los barreños levantaban nubes de vapor. La amplia cocina nunca se encendía y sus lados recubiertos de azulejos blanquecían fríos como laderas nevadas de un volcán hace tiempo extinguido.

En el apartamento vivía la familia de un estibador que había partido para el frente, un ginecólogo, un ingeniero de una fábrica de armamento, una madre soltera que trabajaba como cajera en una tienda, la viuda de un peluquero caído en el frente, el administrador de una oficina de correos y, en la habitación más grande, la antigua sala de estar, vivía el director de una policlínica.

El apartamento era espacioso, como una ciudad, e incluso tenía a su loco, un viejecito silencioso con ojos de cachorro manso y amable.

Vivían todos hacinados, pero al mismo tiempo aislados; se enfadaban, luego se reconciliaban; encubrían los detalles de sus vidas para luego compartir con sus vecinos todas y cada una de sus cuestiones íntimas.

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