– Diga usted lo que quiera, pero yo a Bujarin lo conozco personalmente, hablé con él dos veces.
Un tipo con cerebro, una sonrisa inteligente y agradable; en conjunto, un hombre honestísimo, extremadamente fascinante.
Y al instante, turbado por la mirada sombría de Krímov, farfulló:
– Por lo demás, el diablo sabrá… Espía, agente de la Ojrana [64], ¿dónde está aquí la honestidad y la fascinación? ¡Qué infamia!
Y de nuevo, el desconcierto. Krímov, con la misma expresión lúgubre con que le había escuchado, le dijo:
– Ya que somos parientes permíteme que te diga una cosa: no puedo, y nunca podré, asociar el nombre de Bujarin con el de la Ojrana.
Y Shtrum, presa de una rabia repentina contra sí mismo, contra la fuerza que impedía a los hombres ser hombres, gritó:
– Dios mío, no doy crédito a todo este horror. Esos procesos son una pesadilla. Pero ¿por qué confiesan todos? ¿Con qué fin?
Pero Krímov no dijo nada más. Evidentemente ya había dicho demasiado…
¡Oh, maravillosa y clara fuerza del diálogo sincero, fuerza de la verdad! ¡Qué precio tan terrible han tenido que pagar a veces los hombres por decir algunas palabras valientes, sin guardarse las espaldas!
¡Cuántas veces por la noche Shtrum, acostado en la cama, prestaba atención al rumor de los automóviles que circulaban por la calle! De repente Liudmila Nikoláyevna, con los pies descalzos, se acercaba a la ventana, corría la cortina. Y miraba, esperaba; después, sin hacer ruido, creyendo que Víktor Pávlovich dormía, se iba a la cama y se acostaba. Por la mañana ella le preguntaba:
– ¿Qué tal has dormido?
– Bien, gracias. ¿Y tú?
– Hacía un poco de calor, estuve un rato junto a la ventana.
– Ah.
¿Cómo transmitir ese sentimiento nocturno de inocencia y perdición al mismo tiempo?
– Recuerda, Vitia, cada palabra llega hasta ellos. Te buscarás tu perdición, la mía y la de tus hijos.
Y otro día:
– No puedo explicártelo todo, pero por el amor de Dios, escucha: ni una palabra a nadie. Víktor, vivimos una época terrible, no puedes imaginarte hasta qué punto. Recuerda, Víktor, ni una palabra a nadie…
A veces Víktor Pávlovich veía los ojos opacos, llenos de sufrimiento, de alguien que conocía desde la infancia. Y no le asustaba lo que su viejo amigo le decía, sino lo que no le decía. Por supuesto, Víktor Pávlovich no se atrevía a preguntarle directamente: «¿Eres un agente? ¿Te han interrogado?».
Recordaba la cara de su ayudante cuando, sin reflexionar, se le había escapado la broma de que Stalin había enunciado las leyes de la gravitación antes que Newton.
– No ha dicho usted nada, no he oído nada -exclamó alegremente el joven físico.
¿Cuál era el sentido de todas aquellas bromas? Bromear, en cualquier caso, era una idiotez, como divertirse dando un manotazo a un frasco de nitroglicerina.
¡Qué poder y claridad hay en la palabra, la palabra libre y desinhibida! La palabra que se pronuncia a pesar de todos los temores.
¿Era consciente Víktor de la tragedia oculta en aquellas conversaciones? Todos los que participaban en ellas odiaban el fascismo alemán y estaban aterrorizados por él… ¿Por qué sólo habían comenzado a hablar con franqueza en los días en que la guerra había llegado hasta las orillas del Volga, cuando todos sufrían por las derrotas militares y presagiaban la odiada esclavitud bajo Alemania?
Shtrum caminaba en silencio al lado de Karímov.
– Es sorprendente -dijo de pronto- lo que se lee en las novelas extranjeras sobre los intelectuales. Por ejemplo, he estado leyendo a Hemingway, y en sus libros los intelectuales, durante sus conversaciones, no hacen más que beber. Cócteles, whisky, ron, coñac, después de nuevo cócteles y whisky de todo tipo. En cambio los intelectuales rusos siempre han mantenido sus conversaciones más importantes ante un vaso de té. Los miembros de Naródnaya Volia, los populistas, los socialdemócratas, todos ellos se reunían en torno a un vaso de té. Lenin y sus amigos planearon la Revolución delante de un vaso de té. A decir verdad, parece que Stalin prefiere el coñac.
– Sí, sí -aprobó Karímov-, tiene razón. Y la conversación que hoy hemos mantenido también ha sido ante un vaso de té.
– Es lo que digo… ¡Qué inteligente es Madiárov! ¡Y valiente! Me entusiasman sus insólitas afirmaciones. Karímov cogió a Shtrum por el brazo.
– Víktor Pávlovich, ¿ha observado que incluso la observación más inocente de Madiárov suena como una conclusión general? Eso me inquieta. Fue arrestado en 1937 durante algunos meses y luego liberado. En aquella época no soltaban a nadie. Tiene que haber un motivo. ¿Me sigue?
– Le sigo -dijo Shtrum despacio-, ¿cómo no voy a seguirle? Usted piensa que es un provocateur.
Se separaron en la esquina y Shtrum se dirigió a casa.
«Al diablo, basta, hasta -pensaba-, al menos hemos hablado civilizadamente, sin tener miedo de todo, llamando a las cosas por su nombre, sin convencionalismos. París bien vale una misa.»
Menos mal que todavía existen hombres como Madiárov, hombres que no han perdido su independencia. Las palabras de advertencia que había dicho Karímov no helaron, como de costumbre, el corazón de Víktor.
Pensó que otra vez se había olvidado de hablarle a Sokolov de la carta que había recibido de los Urales.
Víktor Pávlovich caminaba en la oscuridad, por la calle desierta. De repente le vino a la cabeza un pensamiento inesperado. Y enseguida, sin dudarlo, supo que ese pensamiento era cierto. Tenía una nueva explicación para el fenómeno atómico que hasta ahora parecía no tener explicación y los abismos se habían transformado en puentes. ¡Qué sencillez, qué luz!
Aquella idea era sorprendentemente bella. Parecía que ni siquiera la hubiera engendrado él, como un nenúfar blanco que emergiera de la oscuridad serena de un lago. Exclamó, admirando su belleza…
Qué extraña coincidencia, pensó de repente, que aquella idea se le hubiera ocurrido cuando su mente estaba tan alejada de las reflexiones científicas, cuando las discusiones sobre el sentido de la vida le tenían absorbido; discusiones de un hombre libre, cuando sus palabras y las de sus interlocutores habían sido determinadas por la libertad, la amarga libertad.
68
La estepa calmuca parece triste y melancólica cuando se ve por primera vez, cuando vas en el automóvil lleno de preocupación e inquietud y tus ojos siguen distraídamente las colinas emergiendo despacio en el horizonte para luego ser poco a poco engullidas… Darenski tenía la impresión de que era siempre la misma colina azotada por el viento la que aparecía frente a él, que era la misma curva la que se abría, giraba y huía por encima de la capota de tela elástica del automóvil. Y los jinetes de la estepa también parecían idénticos, a pesar de que los había jóvenes e imberbes, otros de cabellos canos, algunos montados sobre bayos, otros sobre caballos moros voladores…
El coche atravesaba aldeas y grupos de casuchas con ventanas diminutas detrás de las cuales, como en un acuario, se arracimaban los geranios: parecía como si se hubiera roto el cristal de la ventana y aquel aire vivo se hubiera derramado en el desierto circundante y que el verde de los geranios se hubiese marchitado y muerto; el coche circulaba junto a las yurtas [65] de forma cilíndrica y recubiertas de arcilla, avanzaba entre plantas de flores en panoja llenas de filamentos largos y blancos, la vegetación de la estepa, entre hierba de camello, entre las manchas de las tierras salinas, entre las polvorientas y pequeñas patas de las ovejas, entre las hogueras sin humo que danzaban al viento…
Ante la mirada del viajero acostumbrado a desplazarse sobre los neumáticos hinchados con el aire contaminado de la ciudad, todo se fundía aquí en un gris uniforme, todo era monótono y repetitivo…