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– Está muy ocupado -respondió Sokolov.

– Claro, claro -se apresuró a confirmar Shtrum.

Desde que habían regresado a Moscú era imposible mantener una conversación sincera y amistosa con Piotr Lavréntievich. Era como si ya no se conocieran.

Shtrum había dejado de discutir con Sokolov ante el mínimo pretexto. Por el contrario, trataba de evitar cualquier polémica. Aunque rehuir las discusiones no siempre era fácil; a veces surgían del modo más inesperado, en el momento que Shtrum menos lo esperaba.

Una vez Shtrum dejó caer:

– Me estaba acordando de nuestras conversaciones en Kazán… A propósito, ¿cómo está Madiárov? ¿Le escribe?

Sokolov negó con la cabeza.

– No lo sé. No sé nada sobre Madiárov. Ya le dije que dejamos de vernos antes de partir. Cada vez me resulta más desagradable recordar las conversaciones que teníamos en aquella época. Estábamos tan deprimidos que intentábamos echar la culpa de los contratiempos militares a presuntos vicios de la vida soviética. Todo lo que se nos antojaba una carencia del Estado soviético ha demostrado ser su fuerza.

¿Se refiere a 1937, por ejemplo? -preguntó Shtrum.

– Víktor Pávlovich -replicó Sokolov-, en los últimos tiempos transforma usted todas nuestras conversaciones en discusiones.

Shtrum quería decirle que, por el contrario, su predisposición era buena, que era él, Sokolov, quien estaba irritable, y que esa irritación interna le impulsaba a buscar pretextos para discutir.

En cambio, se limitó a decir:

– Es probable, Piotr Lavréntievich, que se deba a mi mal carácter, que empeora día tras día. También Liudmila Nikoláyevna se ha dado cuenta.

Al pronunciar estas palabras, Shtrum pensó: «Qué solo estoy. Ya sea en casa, en el trabajo o con mi amigo, estoy solo».

29

El Reichsführer Himmler había organizado una reunión para hablar sobre las medidas especiales que estaban siendo llevadas a cabo por la RSHA, la Oficina Central de Seguridad del Reich. La reunión era de especial importancia ya que estaba relacionada con el viaje de Himmler al cuartel general del Führer.

El Obersturrmbannführer Liss había recibido órdenes desde Berlín de informar sobre el progreso de la construcción de un edificio especial situado cerca de la dirección del campo.

Antes de inspeccionar la marcha de la obra, Liss debía visitar las fábricas de maquinaria de la empresa Foss y la fábrica química encargada de servir los pedidos de la Dirección de Seguridad.

Acto seguido, Liss viajaría a Berlín para informar al Obersturrmbannführer Eichmann, responsable de la preparación de la reunión.

Liss estaba encantado de que le hubieran encargado aquella misión. Se sentía hastiado de la atmósfera del campo, del continuo trato con hombres rudos y primitivos.

Al subirse al coche, se acordó de Mostovskói. Probablemente el viejo, confinado en su celda de aislamiento, se esforzaba día y noche en adivinar con qué propósito le había mandado llamar Liss y esperaba impaciente a que se produjera el próximo encuentro. Pero Liss sólo buscaba confirmar algunas hipótesis con la intención de escribir un ensayo: La ideología del enemigo y sus líderes.

¡Qué carácter tan interesante! En efecto, cuando penetras en el núcleo del átomo, las fuerzas de atracción comienzan a actuar tan poderosamente sobre ti como las fuerzas centrífugas.

El automóvil traspasó las puertas del campo, y Liss se olvidó de Mostovskói.

Al día siguiente, por la mañana temprano Liss llegó a las fábricas Foss. Después de desayunar, estuvo conversando en el despacho de Foss con el proyectista Praschke; luego habló con los ingenieros encargados de la producción y, en la oficina, el director comercial le informó del presupuesto de la maquinaria. Pasó varias horas en los talleres, deambulando entre el estruendo del metal, y al final del día estaba exhausto.

La fábrica Foss servía gran parte de los pedidos de la Dirección de Seguridad y Liss quedó satisfecho del trabajo que estaban llevando a cabo: los dirigentes de la empresa se tomaban muy en serio su cometido y respetaban escrupulosamente las especificaciones técnicas. Los ingenieros mecánicos habían perfeccionado incluso la construcción de las cintas transportadoras, y los técnicos termales habían desarrollado un sistema más económico para calentar los hornos.

Después de aquel largo día en la fábrica, la velada pasada en casa de los Foss fue particularmente agradable.

La visita a la fábrica química, en cambio, supuso una decepción: la producción apenas había alcanzado el cuarenta por ciento de lo previsto.

A Liss le habían irritado las innumerables quejas que había recibido por parte del personal. La producción de esas sustancias químicas era compleja y problemática. El sistema de ventilación había sufrido daños durante un ataque aéreo y se había producido una intoxicación masiva entre los trabajadores. El kieselgur, tierra caliza porosa con que se impregnaba la producción estabilizada, no llegaba con regularidad; los envases herméticos sufrían retrasos en el transporte ferroviario…

Sin embargo la dirección de la empresa química parecía plenamente consciente de la importancia del pedido de la Dirección de Seguridad. El jefe químico, el doctor Kirchgarten, aseguró a Liss que el encargo se cumpliría dentro del plazo. Incluso habían tomado la decisión de retrasar la ejecución de los pedidos del Ministerio de Municiones, un hecho sin precedentes desde septiembre de 1939.

Liss rechazó una invitación para presenciar los experimentos que se realizaban en el laboratorio, pero revisó las páginas de registros firmadas por los fisiólogos, los químicos y los bioquímicos.

Aquel mismo día también se encontró con los jóvenes investigadores que efectuaban los experimentos: dos mujeres (una fisióloga y una bioquímica), un especialista en patología anatómica, un químico especializado en componentes orgánicos con un bajo punto de ebullición y el toxicólogo responsable del grupo, el profesor Fischer. Todos los presentes en aquella reunión causaron una excelente impresión en Liss.

Y aunque estaban interesados en que el método que habían elaborado contara con su aprobación, no ocultaron a Liss sus puntos débiles e incluso le confiaron todas sus dudas.

Al tercer día Liss tomó un avión, acompañado de los ingenieros de la empresa de montaje Oberstein, para dirigirse a la obra. Se sentía bien; aquel viaje le divertía. Por delante tenía la parte más agradable de su misión: ir a Berlín. Después de haber inspeccionado la obra viajaría allí junto con los responsables técnicos para presentar un informe a la RSHA.

El tiempo era pésimo, caía una fría lluvia de noviembre. El avión realizó un aterrizaje difícil en el aeródromo central del campo. Mientras volaban a poca altura las alas habían comenzado a congelarse, y sobre el suelo se extendía la niebla.

Al amanecer nevaba y por todos lados se veían terrones de arcilla gris, cubiertos de nieve resbaladiza que la lluvia no había logrado derretir. Las alas de los sombreros de fieltro de los ingenieros se doblaban, empapadas de una lluvia pesada como el plomo.

Habían tendido una vía férrea que conducía hasta el lugar de la obra y conectaba directamente con la vía principal. Cerca de la vía férrea se encontraban los almacenes y por allí empezaron la inspección. En el primer cobertizo se realizaba la selección del cargamento: estaba lleno de piezas sueltas de varios mecanismos, canalones, cintas transportadoras aún sin montar, tubos de diferentes diámetros, sopladores y ventiladores, trituradoras de huesos, medidores de gas y electricidad todavía pendientes de ser montados en paneles de control, bobinas de cable, cemento, vagonetas de volqueo automático, montañas de raíles, mobiliario de oficina.

En un local aparte, custodiado por suboficiales de las SS y dotado con una gran cantidad de dispositivos de extracción de aire y ventilación que producían un ruido sordo, estaba situado el almacén donde se iba colocando la mercancía que llegaba de la fábrica química: bombonas con válvulas cojas y latas de quince kilos con etiquetas rojas y azules que a lo lejos parecían tarros de mermelada búlgara.

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