– El camarada Stalin ya en el XVII Congreso decía… -y citaba.
Una vez Guétmanov le dijo:
– Hay citas y citas. Se han dicho cosas de todo tipo… Por ejemplo: «La tierra ajena no queremos, pero de la nuestra ni un centímetro cederemos». Y ¿dónde están los alemanes ahora?
Neudóbnov se encogió de hombros como si la presencia de los alemanes en el Volga no significara nada en comparación con las palabras sobre que no se cedería un solo centímetro de tierra.
De repente todo se desvaneció: los tanques, el reglamento militar, los ejercicios de tiro, el bosque, Guétmanov, Neudóbnov… ¡Zhenia! ¿De veras volvería a verla?
53
Nóvikov se sorprendió de que Guétmanov, después de leer una carta que había recibido de casa, le dijera:
– Mi esposa nos compadece, le he descrito las condiciones en que vivimos.
Lo que al comisario le parecía una vida ardua, para Nóvikov era un lujo excesivo.
Por primera vez había podido escoger su alojamiento. Una vez, yendo a visitar a una brigada, había dicho que el sofá no le gustaba y, cuando regresó al lugar del sofá, éste había sido reemplazado por una silla con un respaldo de madera; y Vershkov, su ayudante de campo, estaba esperándolo ansioso para ver si el cambio era del agrado del oficial.
El cocinero le preguntaba:
– ¿Cómo está el borsch, camarada coronel?
Nóvikov amaba a los animales desde que era niño. Y ahora bajo su cama vivía un erizo que, como amo y señor, se pasaba la noche correteando por la habitación. También tenía una joven ardilla que comía avellanas y vivía en una jaula especial, decorada con el emblema de un tanque que le habían construido los mecánicos. La ardilla se había acostumbrado rápidamente a Nóvikov y a veces se le sentaba en las rodillas, lo miraba fijamente, confiada y curiosa, con ojos de pilluela. Todos se mostraban atentos y amables con los animales: el ayudante de campo Vershkov, el cocinero Orlénev, el conductor Jaritónov.
Y aquello para Nóvikov no era un asunto baladí. Una vez, antes de la guerra, llevó a la residencia de oficiales un cachorro que mordisqueó un zapato al coronel e hizo, en el transcurso de media hora, tres charcos de pipí en la cocina comunal; fue tal el revuelo que se armó que Nóvikov se vio obligado a separarse de su perro.
Llegó el día de la partida y entre el comandante del cuerpo de tanques y su jefe de Estado Mayor quedó pendiente una riña intrincada sin resolver.
Llegó el día de la partida, y con él las preocupaciones por el combustible, por las provisiones del viaje, por la organización de los carros y los convoyes.
Comenzó a pensar cómo serían sus futuros colegas, los hombres cuyos batallones de artillería saldrían hoy de la reserva y se dirigirían a la vía férrea; comenzó a preguntarse acerca del hombre ante el cual tendría que cuadrarse y decir: «Camarada general, permítale que le informe…».
Llegó el día de la partida y Nóvikov no había conseguido ver a su hermano, a su sobrina. Cuando partió hacia los Urales pensó que estaría cerca de su hermano; sin embargo, no había tenido tiempo de verlo.
Ya había sido informado del movimiento de las brigadas, de que las plataformas para la maquinaria pesada estaban preparadas, y de que el erizo y la ardilla habían sido liberados en el bosque.
Era difícil gobernar, responder por cada nadería, revisar cada detalle. Los tanques ya estaban dispuestos sobre las plataformas. Pero ¿no se habrían olvidado de poner el freno a las máquinas, poner la primera, fijar las torretas del cañón hacia delante, bloquear las escotillas? ¿Habrían preparado los cepos de madera para inmovilizar los tanques y prevenir oscilaciones peligrosas?
– ¿Y si jugáramos una última partida de cartas? -preguntó Guétmanov.
– Por mí, de acuerdo -respondió Neudóbnov.
Pero Nóvikov tenía ganas de salir al aire libre, estar un rato a solas.
En aquella hora silenciosa que precede al anochecer, el aire tenía una transparencia sorprendente, y los objetos más insignificantes y minúsculos destacaban con nitidez. De las chimeneas el humo se desprendía sin arremolinarse, descendía en columnas perfectamente verticales. La leña de las cocinas de campaña crepitaba. En medio de la calle había un tanquista con las cejas muy negras, una chica lo abrazaba, apoyaba la cabeza contra su pecho, lloraba. De los edificios del Estado Mayor sacaban cajas y maletas, máquinas de escribir en sus estuches negros. Los soldados de transmisiones estaban enrollando dentro de la bobina los cables gruesos y negros que se extendían entre las brigadas y el Estado Mayor de la división. Detrás de los cobertizos un carro disparaba, jadeaba, echaba bocanadas de humo mientras se preparaba para partir. Los conductores vertían combustible en los nuevos Ford de carga, retiraban las fundas acolchadas de las capotas. Entretanto, el mundo a su alrededor permanecía inmóvil.
Nóvikov estaba de pie en el porche y miraba pasar los tanques; por un momento sentía que aminoraba el peso de sus preocupaciones y angustias.
Antes de caer la noche, montado en un jeep, desembocó en la carretera que conducía a la estación.
Los tanques salían del bosque.
La tierra, endurecida por las primeras heladas, sonaba bajo su peso. El sol poniente iluminaba las copas del lejano abetal de donde salía la brigada del teniente coronel Kárpov. Los regimientos de Makárov marchaban entre jóvenes abedules. Los soldados habían decorado sus blindados con ramas de árboles y daba la impresión de que las agujas de pino y las hojas de los abedules hubieran nacido, como las corazas de los carros de combate, del rugido de los motores, del crujido argénteo de las orugas de los tanques.
Los militares que parten desde las reservas hacia el frente suelen decir:
– ¡Se montará una gran fiesta!
Nóvikov, que se había desviado a un lado del camino, observaba el paso de las máquinas.
¡Cuántos dramas, cuántas historias cómicas y extrañas habían pasado en este lugar! ¡Qué sucesos tan extraordinarios le habían explicado…! Durante el almuerzo en el Estado Mayor del batallón habían descubierto una rana en la sopa… El suboficial Rozhdéstvenski, con estudios superiores, había herido a un camarada en el vientre mientras limpiaba su arma, y acto seguido se había suicidado. Un soldado del regimiento de infantería motorizada se había negado a prestar juramento diciendo: «Juraré sólo en la iglesia».
Un humo azul y gris se aferraba a los arbustos situados al borde del camino.
Una infinidad de pensamientos diversos se amalgamaban en aquellas cabezas cubiertas por cascos de cuero; pensamientos al mismo tiempo personales y comunes a todo el pueblo: las desventuras de la guerra, el amor por la propia tierra; pero también aquella maravillosa diferencia que hermana a todas las personas, que las uniforma en la diversidad.
¡Ay, Dios mío! Dios mío… Cuántos eran, todos ataviados con monos negros, ceñidos con cinturones anchos… Los superiores escogían a los jóvenes anchos de espalda y de baja estatura, aptos para deslizarse fácilmente por la escotilla y moverse dentro del tanque. ¡Cuántas respuestas idénticas plasmadas en sus formularios acerca de sus padres, sus madres, el año de nacimiento, la fecha del diploma de estudios, de los cursos para conducir tractores!
Los verdes y achatados T-34, todos con las escotillas abiertas y las lonas impermeabilizadas atadas a los blindajes verdes, parecían fundirse en uno.
Un tanquista entonaba una canción; otro, con los ojos entornados, estaba lleno de temor y malos presentimientos; el tercero pensaba en su casa; el cuarto masticaba pan y salchichón, y sólo pensaba en eso; el quinto, boquiabierto, se esforzaba en reconocer un pájaro sobre un árbol (¿no sería una abubilla?); el sexto se preguntaba inquieto si no habría ofendido el día antes a su compañero con una palabra grosera; el séptimo, un tipo ladino que no se dejaba llevar por la ira, soñaba con romperle la cara a su adversario, el comandante de un T-34 que iba delante; el octavo componía mentalmente un poema; el noveno pensaba en los senos de una chica; el décimo compadecía a un perro que, entendiendo que lo habían abandonado entre los refugios vacíos, se lanzaba contra el blindaje del tanque e intentaba enternecer al tanquista moviendo tristemente la cola; el undécimo pensaba qué bello sería huir al bosque, vivir solo en una pequeña isba, alimentarse de hayas, beber agua de un manantial y caminar descalzo; el duodécimo se preguntaba si debía fingirse enfermo y pasar una larga temporada en un hospital; el decimotercero se repetía una historia que le habían contado de pequeño; el decimocuarto recordaba una conversación con una chica y no le afligía la separación definitiva, sino al contrario, se alegraba; el decimoquinto pensaba en el futuro: después de la guerra le gustaría ser director de una cantina.