Luego cogió el cigarrillo que le extendía y dijo:
– Considero mi deber como miembro del Partido darle esta información, camarada delegado operativo. El camarada Rubin era un viejo miembro del Partido.
Mishanin le dio fuego y comenzó a escribir deprisa, sin hablar. Después le replicó amistosamente:
– Debe saber, prisionero, que no tiene derecho a hablar de pertenencia al Partido. Tampoco tiene derecho a llamarme camarada. Yo, para usted, soy ciudadano comandante.
– Le pido que me disculpe, ciudadano comandante -rectificó Abarchuk.
– Me llevará varios días acabar la investigación -dijo Mishanin-. Entretanto no tendrá ningún problema. Luego, ya sabe…, podemos trasladarle a otro campo.
– No, no tengo miedo, ciudadano comandante -respondió Abarchuk.
Se fue al almacén sabiendo que Bárjatov no le preguntaría nada. Bárjatov le miraría insistentemente, trataría de sonsacarle la verdad siguiendo sus movimientos, sus miradas, sus carraspeos…
Abarchuk era feliz, había obtenido una victoria sobre sí mismo.
Había reconquistado el derecho a juzgar. Y al recordar a Rubin, Abarchuk lamentó no poder decirle las cosas malas que había pensado de él el día antes.
Tres días más tarde Magar seguía sin aparecer. Abarchuk preguntó por él en la dirección de la mina, pero los empleados que conocía no encontraron en ninguna lista el nombre de Magar. Aquella tarde, cuando Abarchuk ya había comprendido que el destino los separaba, el enfermero Triufelev se acercó hasta el barracón. Cubierto de nieve y quitándose el hielo de las pestañas, le dijo a Abarchuk:
– Oye, en la enfermería hay un zek que ha preguntado por ti. Será mejor que te lleve enseguida. Primero obtén la autorización del jefe. De lo contrario… ya sabes cómo son nuestros zeks. Puede estirar la pata en cualquier momento, y no querrás hablar con él cuando lo metan en la camisa de madera, ¿verdad?
41
El enfermero condujo a Abarchuk al pasillo de la enfermería donde flotaba un olor característico, distinto al de los barracones, un mal olor. Pasaron en la penumbra al lado de montones de camillas de madera y fardos de chaquetones que, por lo visto, esperaban a ser desinfectados.
Magar estaba en un cuarto aislado, un cuchitril con paredes de vigas donde casi pegadas la una a la otra había dos camas de hierro. Generalmente ponían en aislamiento a los enfermos infecciosos o a los moribundos. Las finas patas de las camas parecían de alambre, pero no se habían curvado; en camas así nunca instalaban a personas corpulentas.
– Por ahí no, por ahí no, a la derecha -dijo una voz en tono tan familiar que a Abarchuk le pareció que ya no existían las canas ni la prisión, sino aquello por lo que había vivido y por lo que estaría feliz de dar la vida.
Mirando la cara de Magar patéticamente, dijo despacio:
– Buenos días, buenos días, buenos días…
Magar, por temor a no lograr dominar la emoción, habló con un tono de voz intencionadamente cotidiano.
– Siéntate, siéntate enfrente de mí, en la otra cama.
Y al percatarse de la mirada que Abarchuk lanzaba a la cama vecina, añadió:
– No le molestarás, ahora ya nada le molestará. Abarchuk se inclinó para ver mejor la cara de su compañero, después se volvió a mirar al difunto cubierto.
– ¿Hace mucho que ha ocurrido?
– Murió hace un par de horas y por ahora los enfermeros no lo tocan, esperan al médico. Mejor así; si no, nos meten a otro y con uno vivo no podremos hablar.
– Es cierto -reconoció Abarchuk, y no preguntó nada de lo que más le interesaba: «Así pues, ¿te han cogido por Búbnov o por el caso Sokólnikov? ¿Cuántos años te han caído? ¿Has estado en Vladimir o en el campo para políticos de Súzdal? ¿Te sentenció una comisión especial o un tribunal militar? ¿Has firmado contra ti?».
Se giró a mirar el cuerpo cubierto y dijo:
– ¿Quién es? ¿De qué ha muerto?
– Era un deskulakizado. Ha muerto a causa del campo. Llamaba a una tal Nastia, quería irse…
Paulatinamente Abarchuk comenzó a distinguir en la penumbra la cara de Magar. Había cambiado tanto que no lo habría reconocido: ¡un viejo al final de su vida!
Mientras notaba contra la espalda el contacto de la mano rígida del muerto, sintió la mirada de Magar sobre él y pensó: «Probablemente debe de estar pensando lo mismo: nunca lo habría reconocido».
Pero Magar dijo:
– Acabo de caer en la cuenta: no hacía más que gruñir algo así como «be… be… be…» y lo que quería decir era: «Beber, beber». Justo al lado tenía un vaso. Si al menos hubiera podido satisfacer su última voluntad…
– Ya lo ves, también un muerto nos impide hablar con tranquilidad.
– Es comprensible -respondió Magar, y Abarchuk reconoció aquella entonación familiar que siempre le conmovía: por lo general era así como Magar comenzaba a hablar de cosas serias-. Hablamos de él, pero en realidad se trata de nosotros.
– ¡No, no! -gritó Abarchuk y, agarrando la palma caliente de Magar, la apretó, lo abrazó por los hombros, sacudiéndose por unos sollozos silenciosos.
– Gracias -balbució Magar-. Gracias, camarada, amigo.
Los dos se callaron, respiraban con dificultad, sus alientos se confundían. A Abarchuk le pareció que no eran sólo sus respiraciones lo que se fundía.
Magar habló primero.
– Escucha -dijo-. Escucha, amigo mío, te llamo así por última vez.
– Pero ¿qué tienes? ¡Tú vivirás! -dijo Abarchuk. Magar se sentó en la cama.
– No quiero torturarte, pero debo decírtelo. Y tú escucha -se dirigió al muerto-: te concierne, a ti y a tu Nastia. Éste es mi último deber como revolucionario y lo cumpliré. Tú, camarada Abarchuk, eres de una naturaleza especial. Nos conocimos en un tiempo, en un momento especial; nuestro mejor momento, me parece. Bien, tengo que decirlo… Nos equivocamos. Mira adónde nos ha llevado nuestro error… Nosotros dos debemos pedirle a ese hombre que nos perdone. Dame de fumar. Pero ¿por qué arrepentirse ahora? Ningún arrepentimiento puede expiar lo que hemos hecho. Eso es lo que te quería decir. Punto primero. Ahora el segundo: no comprendimos la libertad. La aplastamos. Ni siquiera Marx la valoró: la libertad es el fundamento, el sentido, la base de la base. Sin libertad no hay revolución proletaria. Ése era el segundo punto y ahora escucha el tercero. Atravesamos el campo, la taiga, pero nuestra fe es más fuerte que todo. Sin embargo, eso no es fortaleza, sino debilidad, instinto de conservación. Al otro lado de la alambrada, el instinto de conservación lleva a la gente a transformarse, a menos que prefieran morir, ser enviados a un campo de prisioneros. Y así los comunistas han creado un ídolo, se han puesto uniformes y hombreras, profesan el nacionalismo, han levantado la mano contra la clase obrera, si es necesario revivirán las Centurias Negras… [48] Pero aquí, en el campo, el mismo instinto ordena a la gente no cambiar: si no quieres enfundarte el abrigo de madera no debes cambiar durante las décadas que pases en el campo. En eso reside la salvación… Son dos caras de la misma moneda…
– ¡Para! -gritó Abarchuk y alzó su puño cerrado sobre la cara de Magar-. ¡Te han quebrado! ¡No lo has resistido! Todo lo que has dicho es mentira, delirio.
– No lo es. A mí también me gustaría creerlo, pero no es así, no deliro en absoluto. Te estoy pidiendo que me sigas. Como hace veinte años. Si no podemos vivir como revolucionarios, entonces lo mejor es morir.
– ¡Basta! ¡Es suficiente!
– Perdóname, me doy cuenta. Parezco una vieja prostituta que llora por la virginidad perdida. Pero te lo digo: ¡recuérdalo! Querido amigo, perdóname…
– ¡Perdonarte! Mejor sería que yo… Mejor sería que uno de los dos estuviera ahí tumbado, en lugar de este cadáver, que tú estuvieras muerto antes de este encuentro…
Ya en la puerta, Abarchuk añadió: