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»La tala forestal, los deportados a zonas de población especial, los prisioneros a los que se les multiplica la condena… De pronto me sentí acongojada. Y pensar que Mitia ha estado viviendo en un sitio así hablando en esa jerga: los moribundos, los enchufados los perros… Ese hombre me habló también de cómo se suicidan algunos prisioneros: no comen durante varios días, sólo beben agua de los pantanos de Kolymá y así mueren de edema, de hidropesía. Entre ellos dicen “ha bebido agua”, o “ha comenzado a beber”. Por supuesto, eso sólo ocurre cuando tienen el corazón enfermo.

Aleksandra Vladímirovna veía la cara tensa y angustiada de Shtrum, la frente surcada de arrugas de su hija. Perturbada, sintiendo la boca seca y que la cabeza le ardía, continuó con su relato:

– Dice que el viaje de traslado en los convoyes es aún más duro que el campo. Ahí los delincuentes comunes son todopoderosos: te desnudan, te quitan la comida, se juegan a las cartas la vida de los prisioneros políticos; el que pierde tiene que matar a un hombre con un cuchillo, y la víctima no sabe hasta el último minuto que han apostado su vida en una partida de cartas… Todavía más terrible es que en los campos todos los puestos de mando están en manos de delincuentes comunes: son los síndicos [76] de los dormitorios, los jefes de brigada en los trabajos del bosque. Los prisioneros políticos no tienen derechos, les tutean. Fascista [77], así es como llamaban los delincuentes comunes a Mitia.

Aleksandra Vladímirovna añadió con voz estentórea, como si se dirigiera a un auditorio:

– Ese hombre fue trasladado del campo donde se encontraba Mitia a otro situado en Siktivkar. Y dice que durante el primer año de guerra enviaron al grupo de campos donde se había quedado Mitia a un tipo llamado Kashketin, que organizó la ejecución de diez mil detenidos.

– Dios mío -exclamó Liudmila Nikoláyevna-. Pero ¿es que Stalin está al corriente de estas atrocidades?

– Dios mío -dijo Nadia irritada, imitando a su madre-; ¿no lo entiendes? Fue Stalin el que dio la orden de matarlos.

– ¡Nadia! -explotó Shtrum-. ¡Basta ya!

Como suele pasar con las personas que se dan cuenta de que alguien ha descubierto sus puntos débiles, Víktor se enfureció y le gritó a Nadia:

– No te olvides de que Stalin es el comandante supremo de un ejército que combate contra el fascismo. Tu abuela confió en Stalin hasta el último día de su vida, nosotros vivimos y respiramos gracias a Stalin y el Ejército Rojo… Primero aprende a sonarte la nariz sola, y luego ya podrás atacar a Stalin, el hombre que ha cerrado el paso al fascismo en Stalingrado.

– Stalin está en Moscú -replicó Nadia-. Sabes muy bien quién ha detenido a los fascistas en Stalingrado. No acabo de entenderte: cuando venías de casa de los Sokolov decías las mismas cosas que yo…

Shtrum sintió un nuevo acceso de rabia contra Nadia, tan exacerbado que pensó que le duraría el resto de su vida.

– Nunca he dicho nada parecido después de visitar a los Sokolov. Te lo ruego, no inventes historias.

– ¿Qué sentido tiene recordar todos estos horrores -intervino Liudmila Nikoláyevna- cuando tantos jóvenes soviéticos están sacrificando su vida por la patria?

Llegados a este punto, Nadia demostró explícitamente que estaba al tanto de las debilidades que encerraba el alma de su padre.

– Sí, claro, ¡no has dicho nada! Ahora que te va bien el trabajo y que han frenado el avance del ejército alemán.

– Pero ¿cómo…? -respondió Víktor Pávlovich-, ¿cómo te atreves a sospechar de la honestidad de tu padre? Liudmila, ¿oyes lo que está diciendo?

Esperaba que su mujer lo apoyara, pero Liudmila no lo hizo.

– ¿De qué te sorprendes? -dijo ella en cambio-. Está cansada de escucharte; son las mismas cosas de las que hablabas con tu Karímov y con ese repugnante de Madiárov. Maria lvánovna me ha puesto al corriente de vuestras conversaciones. En cualquier caso, ya has hablado más que suficiente. Ay, ojalá salgamos pronto hacia Moscú.

– Basta -dijo Shtrum-. Ya me conozco las lindezas que quieres decirme.

Nadia se calló; su rostro marchito y feo parecía el de una anciana. Le había dado la espalda, pero cuando al fin Víktor logró captar la mirada de su hija, el odio que percibió en ella le dejó estupefacto.

El ambiente estaba tan cargado, tan enrarecido que apenas se podía respirar. Todo lo que durante años vive en la sombra en el seno de casi todas las familias, y que aflora sólo de vez en cuando para ser aplacado al instante por el amor y la confianza sincera, acababa de salir a la superficie, se había desatado, desbordado para llenar sus vidas. Como si no existiera nada más entre padre, madre e hija que incomprensión, sospecha, odio, reproches.

¿Acaso su destino común sólo había engendrado discordia y alienación?

– ¡Abuela! -dijo Nadia.

Shtrurn y Liudmila miraron al mismo tiempo a Aleksandra Vladímirovna, que apretaba sus manos contra la frente, como aquejada por un dolor de cabeza insoportable.

Había algo indescriptiblemente penoso en su impotencia. Ni ella ni su aflicción parecían ser necesarios a nadie, sólo servían para molestar, irritar, alimentar la discordia familiar. Fuerte y severa durante toda su vida, ahora estaba allí sola, indefensa.

De pronto Nadia se arrodilló y apretó la frente contra las piernas de Aleksandra Vladímirovna.

– Abuela -susurró-. Abuela querida, buena…

Víktor Pávlovich se aproximó a la pared y encendió la radio; el altavoz de cartón comenzó a ronquear, aullar, silbar. Parecía que la radio transmitiera el desapacible tiempo de la noche otoñal que arreciaba sobre la primera línea del frente, sobre los pueblos incendiados, sobre las tumbas de los soldados, sobre Kolymá y Vorkutá, sobre los campos de aviación, sobre los húmedos techos de lona alquitranada que cubrían los hospitales de campaña.

Shtrum miró el rostro sombrío de su mujer, se acercó a Aleksandra Vladímirovna, tomó sus manos entre las suyas y las besó. Luego se inclinó y acarició la cabeza de Nadia.

Daba la impresión de que nada hubiera ocurrido en aquellos minutos; en la habitación estaban las mismas personas oprimidas por el mismo dolor y guiadas por un mismo destino. Sólo ellos sabían qué extraordinaria calidez colmaba en esos momentos sus corazones endurecidos…

De pronto resonó en la habitación una voz atronadora:

– En el transcurso del día nuestras tropas han luchado contra el enemigo en las regiones de Stalingrado, el nordeste de Tuapsé y Nálchik. No se ha producido ningún cambio en el resto de los frentes.

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El teniente Peter Bach había ido a parar al hospital a causa de una herida de bala en el hombro. La herida no era grave, y los camaradas que lo habían acompañado en el furgón sanitario le felicitaron por su buena suerte.

Con una sensación de felicidad suprema y al mismo tiempo gimiendo de dolor, Bach se levantó, sostenido por un enfermero, para ir a tomar un baño.

El placer que sintió al entrar en el agua fue enorme.

– ¿Mejor que en las trincheras? -preguntó el enfermero, y deseando decir algo agradable al herido, añadió-: Cuando le den el alta, seguro que todo estará en orden por allí.

Y apuntó con la mano en dirección al lugar de donde llegaba un estampido regular, continuo.

– ¿Hace poco que está aquí? -preguntó Bach.

El enfermero frotó la espalda del teniente con una esponja y luego respondió:

– ¿Qué es lo que le hace pensar eso?

– A nadie piensa que la guerra vaya a terminar pronto. M contrario, creen que va para largo.

El enfermero miró al oficial desnudo en la bañera. Bach recordó que el personal de los hospitales tenía instrucciones de informar sobre las opiniones de los heridos, y las palabras que él acababa de pronunciar ponían de manifiesto su escepticismo respecto al poder de las fuerzas armadas.

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[76] Síndico (stárosta): responsable de un barracón, portavoz de un grupo de presos.

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[77] «Fascista» era el apodo que se le daba a los condenados en los campos en virtud del famoso artículo 58, que sancionaba diferentes tipos de actividades contrarrevolucionarias.

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