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Glushkov abrió el sobre y, arrimándose al catre, leyó en voz baja, lenta y clara: «Hola, mi querido Vania, hola, amor mío, mi adorado…». Frunció el ceño y continuó descifrando en voz alta lo escrito. Leía al comandante, que yacía inconsciente, la carta de su mujer. Una carta que ya había sido leída por la censura militar, una carta tierna, triste y buena, una carta que sólo debería haber sido leída por un hombre en el mundo: Beriozkin.

Glushkov no se sorprendió demasiado cuando Beriozkin volvió la cabeza, alargó la mano y dijo:

– Déme eso.

Las líneas y las hojas de la carta temblaron en sus grandes y temblorosos dedos:

…Vania, aquí todo es muy bello. Vania, cuánto te echo de menos. Liuba no deja de preguntarme por qué papá no está con nosotras. Vivimos a orillas de un lago, la casa es cálida, la dueña tiene una vaca, leche, tenemos el dinero que nos enviaste, y yo por las mañanas salgo, y sobre el agua fría flotan las hojas amarillas y rojas de los arces, y todo alrededor está cubierto de nieve, por eso el agua es de un azul intenso, y las hojas son increíblemente amarillas increíblemente rojas. Y Liuba me pregunta: ¿por qué lloras? Vania, Vania, querido mío, gracias por todo, por todo, por tu bondad. ¿Por qué lloro? Es difícil explicarlo. Lloro porque vivo, lloro de pena porque Slava no está, y yo vivo; lloro de felicidad porque tú estás vivo, lloro cuando pienso en mamá, en mis hermanas, lloro por la luz de la mañana, porque todo alrededor es tan bello y hay tanta tristeza en todas partes, en mí, en todos. Vania, Vania, querido mío, mi bien amado…

Y ahora la cabeza le daba vueltas, todo alrededor se confundía, le temblaban los dedos y la carta temblaba en el aire candente.

– Glushkov -dijo Beriozkin-, hoy debo ponerme en condiciones. (A Támara le disgustaba esa expresión.) Dime, ¿funciona la caldera?

– La caldera está intacta. Pero ¿cómo piensa que va a ponerse mejor en un solo día? Tiene cuarenta grados, como el vodka; ¿cree que desaparecerán de golpe?

Con gran estruendo los soldados metieron rodando en el refugio un tonel de gasolina vacío.

Llenaron el tonel metálico hasta la mitad con el agua turbia del río que, tras ser calentada, despedía un vapor caliente.

Glushkov ayudó a Beriozkin a desvestirse y lo acompañó hasta el tonel.

– Está ardiendo, camarada teniente coronel -dijo, tocando con la mano la pared del recipiente y retirando la mano-. Se va a asar ahí dentro. He llamado al camarada comisario, pero estaba en una reunión con el comandante de la división. Sería mejor esperarlo.

– ¿Para qué?

– Si le pasara cualquier cosa, me pegaría un tiro. Y si no tuviera agallas, el camarada Pivovárov lo haría por mí.

– Venga, ayúdeme.

– Permítame al menos que llame al jefe del Estado Mayor.

– Ahora -dijo Beriozkin y, a pesar de que ese ronco y breve «ahora» había sido pronunciado por un hombre desnudo que apenas se tenía en pie, Glushkov dejó al instante de discutir.

Mientras se metía en el agua, Beriozkin gimió, lanzó un quejido, y Glushkov, sin perderle de vista, comenzó a gemir también y dio un paso hacia el recipiente.

«Como en una maternidad», se le ocurrió, quién sabe por qué.

Beriozkin perdió el conocimiento por un instante; su preocupación por la guerra, el calor de la fiebre, todo se confundió en una espesa niebla. De improviso se le paró el corazón y el agua insoportablemente caliente dejó de dolerle. Después volvió en sí y dijo a Glushkov:

– Hay que secar el suelo.

Pero Glushkov no perdió el tiempo con el agua que se desbordaba del recipiente. La cara amoratada del comandante del regimiento de pronto se volvió pálida, abrió la boca y sobre su cráneo afeitado asomaron gruesas gotas de sudor que a Glushkov le parecieron azuladas. Beriozkin estaba a punto de perder el conocimiento, pero cuando Glushkov intentó sacarlo del agua, dijo con voz firme:

– No, todavía no estoy listo.

Tuvo un acceso de tos, tras el cual Beriozkin ordenó sin tomar aliento:

– Añada un poco más de agua caliente.

Finalmente salió y Glushkov, al mirarlo, se sintió aún más desanimado.

Lo ayudó a secarse y a tumbarse en el catre, lo tapó con la colcha y varios capotes, y después lo arropó con todo lo que encontró en el refugio: lonas impermeables, chaquetones y pantalones guateados.

Cuando Pivovárov regresó al refugio, todo estaba en orden. Sólo flotaba el aire húmedo del vapor como en una casa de baños. Beriozkin yacía en silencio, adormecido. Pivovárov se inclinó sobre él.

«Tiene cara de hombre bueno -pensó Pivovárov-, Estoy seguro de que nunca ha firmado una delación.»

Durante todo el día a Pivovárov le había atormentado el recuerdo de su camarada de promoción, Shmelev al que cinco años antes había ayudado a desenmascarar como enemigo del pueblo. Durante esa siniestra y abrumadora calma le venía a la cabeza toda clase de tonterías entre ellas Shmelev, que durante la reunión pública le miraba de reojo con lástima y tristeza mientras escuchaba la lectura de la denuncia de su buen amigo Pivovárov.

A las doce en punto, Chuikov, pasando por encima del comandante de la división, telefoneó personalmente al regimiento acuartelado en la fábrica de tractores. Ese regimiento le daba muchas preocupaciones: el servicio de información le había comunicado que en ese distrito se estaban concentrando tanques y tropas de infantería alemanas.

– Y bien, ¿cómo están las cosas? -preguntó irritado-. ¿Quién dirige el regimiento? Batiuk me ha dicho que el comandante del regimiento tiene neumonía o algo así, y que quiere evacuarlo a la orilla izquierda. Una voz afónica le respondió:

– Soy yo, el teniente coronel Beriozkin, el que está al mando del regimiento. He tenido un resfriado, pero ahora estoy bien.

– Perfecto -dijo Chuikov como si se alegrara de la desgracia ajena-. Estás muy ronco, ya se encargarán los alemanes de darte leche caliente. Lo tienen todo preparado, no tardarán en atacar.

– Comprendido, camarada -dijo Beriozkin. -Ah, ¿has comprendido? -preguntó amenazante Chuikov-. Conviene que sepas que si se te pasa por la cabeza retroceder mí ponche de huevo no tendrá nada que envidiar a la leche de los alemanes.

13

Poliakov había acordado con Klímov dirigirse al regimiento durante la noche: el viejo deseaba tener noticias de Sháposhnikov.

Poliakov expresó sus intenciones a Grékov, que dijo en tono alegre:

– Vete, vete, padre, así descansarás un poco en la retaguardia y después nos explicarás cómo van las cosas por allí.

– ¿Con Katia? -preguntó Poliakov, imaginando por qué Grékov había dado tan rápido su consentimiento.

– Ya no están en el regimiento -dijo Klímov-. He oído que el comandante los envió al otro lado del Volga. Probablemente ya hayan visitado el registro civil en Ájtuba.

– ¿Es preciso que aplacemos el viaje? -preguntó Poliakov a Grékov con mordacidad-. ¿O quiere mandar una carta?

Grékov le lanzó una mirada rápida, pero respondió con voz calma:

– Ya lo habíamos acordado. Puede irse.

«Muy bien», pensó Poliakov. A las cinco de la madrugada salieron a través del estrecho pasadizo. A cada paso Poliakov se golpeaba con la cabeza contra los soportes y maldecía a Seriozha Sháposhnikov. Se sentía irritado y desconcertado por la intensidad del afecto que profesaba al muchacho.

El pasadizo se ensanchó y se sentaron a descansar un rato. Klímov le dijo, tomándole el pelo:

– ¿Qué llevas en la bolsa, un regalito?

– Que se vaya al infierno ese mocoso -dijo Poliakov-. Debería haber cogido un ladrillo para estampárselo en la cabeza.

– Sí, claro -dijo Klímov-. Por eso has querido venir conmigo y estás dispuesto a cruzar el Volga a nado. ¿O es a Katia a la que quieres ver? ¿Te estás muriendo de celos?

– Vamos -dijo Poliakov.

Pronto salieron a la superficie y tuvieron que caminar por tierra de nadie. Todo estaba completamente silencioso «¿Es posible que haya terminado la guerra?», pensó Poliakov, y le vino a la cabeza con una vivacidad extraordinaria su habitación: un plato de borsch sobre la mesa mientras su mujer limpiaba el pez que él había pescado. Le embistió una ola de calor.

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