Todos se movieron y se acomodaron mejor en sus asientos al percatarse de que el asunto había concluido.
Korol miró fijamente a Berman. Algo en su mirada hizo que Berman se estremeciera, moviera bruscamente los hombros y se fuera.
Por la noche, Solomatin le dijo a Víktorov:
– Ves, Lenia, son siempre así: el uno por el otro, ni visto ni oído. Si este incidente te hubiera pasado a ti o a Vania Skotnoi, ten la certeza de que Berman os habría enviado a un batallón disciplinario.
38
Aquella noche, en lugar de irse a dormir, los pilotos se tumbaron sobre los catres de los refugios a fumar y charlar. Skotnoi, que había tenido una ración de vodka de despedida durante la cena, cantaba:
El avión entra en barrena.
Ruge, contra el regazo de la tierra va a estrellarse.
No llores, querida, tranquila.
Olvídame para siempre.
Velikánov no pudo contenerse: se fue de la lengua y todos supieron que el regimiento estaba a punto de ser enviado cerca de Stalingrado.
La luna se había alzado sobre el bosque, y su mancha inquieta iluminaba los árboles. El pueblo que se encontraba a dos kilómetros del aeródromo parecía inmerso en la ceniza, oscuro, silencioso. Los pilotos que estaban sentados junto a la entrada del refugio contemplaban el mundo maravilloso de la Tierra. Víktorov miraba las tenues sombras que la luna proyectaba sobre las alas y las colas de los Yak y empezó a acompañar en voz baja al cantante:
Nos sacarán fuera del avión,
la carcasa agarrada entre los brazos.
Alto en el cielo se elevarán los cazas
para acompañarnos en el último vuelo.
Y los que estaban echados sobre los catres seguían conversando. En la penumbra no podían distinguirse las caras de quienes hablaban, aunque se reconocían perfectamente por la voz. Sin necesidad de llamarse por el nombre, respondían y hacían preguntas.
– Fue Demídov el que pidió que lo destinaran en misión. ¿Te acuerdas? Si no volaba, adelgazaba.
– ¿Te acuerdas de cuando escoltábamos a unos Petliakov cerca de Rzhev? Ocho Messer se le lanzaron en picado y él no rehuyó el combate, resistió durante diecisiete minutos.
– Sí, no estaría mal sustituir nuestros cazas por unos Junkers.
– Siempre cantaba mientras volaba. No pasa un día sin que me acuerde de sus canciones. Cantaba también las canciones de Vertinski.
– ¡Era un hombre culto el moscovita!
– Sí, ése en el aire no te dejaba plantado. Siempre miraba por los que se quedaban detrás.
– Tú no tuviste tiempo de conocerlo.
– Claro que sí. Dime cómo vuelas y te diré qué clase de compañero eres.
Skotnoi acabó de cantar otra estrofa y todos se callaron a la espera de que continuara. Pero Skotnoi no entonó otra canción. Repitió, en cambio, un proverbio muy conocido entre los aviadores que comparaba la vida de un piloto de caza con la camiseta de un niño [36].
Después la conversación giró en torno a los alemanes.
– Lo mismo pasa con ellos, enseguida se les ve el plumero. Puedes decir si se trata de un buen piloto o si va en busca de novatos o rezagados.
– En general, no suelen tener parejas fuertes.
– No pondría la mano en el fuego.
– El boche le hinca los dientes al que está herido, pero escapa veloz si estás activo.
– Uno a uno. Yo también he derribado uno así.
– No te ofendas, pero yo no otorgaría una condecoración por abatir un Junkers.
– Un tarán [37]: así es la naturaleza rusa.
– ¿Por qué me iba a ofender? Ahora no me puedes quitar la medalla.
– A propósito del tarán, hace mucho tiempo que acaricio un sueño… ¡Golpear el avión enemigo con mi hélice y no se hable más!
– El tarán, sí, el tarán. Aproximarse por la cola. Derribarlo, aplastarlo, confundirlo con el humo, el gas.
– Me gustaría saber si el comandante se va a llevar la vaca y las gallinas en el Douglas.
– Ya las han matado, las están conservando en salazón. Alguien dijo arrastrando las palabras, pensativo:
– Ahora mismo me sentiría cohibido llevando a una chica a un buen club; he perdido la costumbre.
– Solomatin no lo estaría.
– ¿Tienes envidia, Lenia?
– Envidio el hecho, no el objeto.
– Claro. Fiel hasta la tumba.
Luego todos se pusieron a recordar la batalla de Rzhev, la última antes de entrar en reserva, cuando siete cazas se encontraron con un nutrido número de Junkers prestos a bombardear acompañados de unos Messer. Cada piloto elogiaba sus propias hazañas, pero en realidad comentaban lo que habían conseguido juntos.
– Estaban en el fondo del bosque, pero en cuanto alzaron el vuelo fueron inconfundibles. ¡Volaban en tres filas! Reconocí enseguida la silueta de los Ju-87, con las patas prominentes y el morro amarillo. Bueno, pensé para mí, la cosa va a estar movidita.
– Al principio pensé que eran disparos de la artillería antiaérea.
– Hay que reconocer que el sol estaba de nuestra parte. Me puse de espaldas al sol, y abajo, de cabeza. Iba a la izquierda, pero de repente el alemán se me pone a una treintena de metros… Me tambaleé, pero no pasó nada: ¡el avión obedecía perfectamente! Me lancé contra el Junkers abriendo fuego con toda la artillería, empezó a echar humo, y en ésas, un Messer con el morro amarillo y largo como un lucio gira hacia mí. Pero ya era demasiado tarde para él. Vi la luz azul de las balas trazadoras.
– Y yo vi las mías que dieron en el blanco sobre las alas negras.
– Te lo pasaste en grande.
– De pequeño siempre estaba lanzando la corneta, y mi padre me sacudía de lo lindo. Luego, cuando trabajaba en la fábrica, nada más acabar la jornada me iba andando al club de aviación, siete kilómetros de ida y siete de vuelta. Estaba molido, pero nunca me salté una clase.
– Escucha esto. Me habían quemado el depósito de aceite y los tubos de la gasolina. La carlinga era un horno, todo echaba humo. Y en ese momento un alemán me da un golpe en el ala, las gafas se me rompieron, los cristales se hicieron añicos, tenía los ojos llenos de lágrimas. Me lanzo en picado contra él para devolverle la cortesía. Solomatin me cubre. Mi avión estaba en llamas, pero no tenía miedo, había perdido el sentido del tiempo. No sé cómo, pero logré aterrizar. Y yo no me quemé, sólo mis botas y el avión.
– Yo parece como si lo estuviera viendo ahora mismo -añadió otra voz-: Estaban a punto de abatir a nuestro compañero. Hago todavía dos virajes y él con un gesto me dice que me vaya. Yo no iba en pareja y me lanzaba contra los Messer para echar una mano a quien lo necesitara.
– Una vez me llevé una buena, me acribillaron como a una vieja perdiz.
– Doce veces me lancé a por el alemán. Al final conseguí tocarlo. Lo vi sacudir la cabeza y supe que era mi oportunidad. Lo derribé con mi cañón a veinticinco metros de distancia.
– Sí, en general, a los alemanes no les gusta combatir en un plano horizontal; prefieren el plano vertical.
– ¡Eso es un despropósito!
– ¿Qué?
– ¡Todo el mundo lo sabe, incluso las chicas del pueblo! Los alemanes tratan de evitar los giros bruscos.
Todos se callaron; al cabo de un rato alguien dijo:
– Partiremos mañana en cuanto amanezca. Demídov se quedará aquí solo.
– Bueno, amigos, cada uno es libre de hacer lo que quiera, pero yo me voy al pueblo, a dar una vuelta.
– ¿Una visita de despedida? Claro, vamos.
En medio de la noche, todo -el río, el campo, el bosque- estaba tan tranquilo y maravilloso como si en el mundo no existiera ni el odio, ni las traiciones, ni la vejez, sólo el amor correspondido. Las nubes flotaban sobre la luna, que a su vez caminaba sobre el velo que envolvía la Tierra. Sólo unos pocos pasaron aquella noche en el refugio. En los linderos del bosque, cerca de las vallas, refulgían los pañuelos blancos y estallaban risas felices. En el silencio un árbol se estremecía, asustado por un sueño nocturno, y de vez en cuando el río bisbiseaba un rumor incomprensible y enseguida volvía a correr en silencio.