Shtrum no sabía si lo que decía suscitaba el interés de Karímov, pero a Shtrum le gustaba hablar cuando Karímov le escuchaba. Tenía presente, por triste experiencia personal, que muy a menudo se encontraban interlocutores inteligentes e ingeniosos, pero que al mismo tiempo eran insoportablemente aburridos.
Había personas en cuya presencia a Shtrum le resultaba incluso difícil pronunciar alguna palabra, la lengua se le volvía de madera, el diálogo adquiría tintes absurdos e incoloros, como entre sordomudos.
Había otras personas en cuya presencia cualquier palabra sincera sonaba falsa.
Y había personas, viejos conocidos, en cuya presencia Shtrum percibía su soledad de particular modo.
¿Cuál era el motivo? Quizás el mismo por el cual, a veces, se encuentra casualmente a alguien -el compañero de un breve viaje, el vecino de camastro, un interlocutor fortuito- en cuya presencia el mundo interior rompe su silencio y soledad.
Caminaban el uno al lado del otro, charlaban, y Shtrum se dio cuenta de que había momentos ahora en que, durante horas, no pensaba en su trabajo, especialmente durante las conversaciones vespertinas en casa de los Sokolov. Nunca antes le había pasado una cosa parecida, él siempre pensaba en su trabajo: en el tranvía, durante la comida, escuchando música, secándose la cara tras el aseo matutino.
Debía de ser que el callejón sin salida al que había desembocado era tan opresivo que inconscientemente alejaba cualquier pensamiento referente al trabajo.
– ¿Cómo le ha ido hoy el trabajo, Ajmet Usmánovich? -preguntó.
– Tengo la cabeza vacía, no consigo concentrarme -respondió Karímov-. No hago otra cosa que pensar en mi mujer y mi hija, y a veces me digo que todo acabará bien, que las volveré a ver. Hay momentos, en cambio, en que tengo el presentimiento de que están muertas.
– Le entiendo -dijo Shtrum.
– Lo sé -respondió Karímov.
Shtrum pensó que era extraño que se sintiera dispuesto a hablar de lo que ni siquiera hablaba con su mujer e hija con una persona a la que conocía desde hacía pocas semanas.
65
En la pequeña sala de los Sokolov se congregaban casi cada noche alrededor de la mesa personas que, de estar en Moscú, es poco probable que se hubieran encontrado.
Sokolov, un hombre de un talento extraordinario, expresaba sus ideas con verbo grácil. Por los cultismos y la corrección de su discurso costaba creer que su padre fuera un marinero del Volga. Era un hombre bueno y noble, pero la expresión de su cara era astuta y cruel.
Piotr Lavréntievich tampoco parecía un marinero del Volga: no probaba una gota de alcohol, temía las corrientes de aire y las enfermedades infecciosas, tenía la manía de lavarse las manos constantemente y cortaba la corteza del pan por la parte donde la había tocado con los dedos.
Shtrum, cuando leía sus trabajos, no dejaba de sorprenderse: ¿cómo era posible que un hombre que sabía pensar de un modo tan refinado y audaz y que exponía y demostraba sucintamente las ideas más complejas y sutiles se convirtiera en un absoluto pelmazo durante sus conversaciones nocturnas?
A Shtrum, como a muchas otras personas educadas en un círculo intelectual y literario, le gustaba introducir en su discurso palabras como «chorradas», «bulla», y a veces, en presencia de un venerable académico, tildar a una científica docta y huraña de «infame» y «pelandusca».
Antes de la guerra Sokolov no soportaba las conversaciones sobre política. En cuanto Shtrum sacaba a colación el argumento, Sokolov se callaba, se encerraba en sí mismo o bien cambiaba deliberadamente de terna.
En él se había revelado una extraña sumisión, una mansedumbre ante los crueles acontecimientos de la época de la colectivización y del año 1937. Parecía aceptar la ira del Estado como se acepta la ira de la naturaleza o de Dios. Shtrum tenía la impresión de que Sokolov creía en Dios y de que esa fe se manifestaba en su trabajo, en su obediencia humilde ante los poderosos de este mundo y en sus relaciones personales.
Un día Shtrum le preguntó directamente:
– ¿Cree en Dios, Piotr Lavréntievich?
Pero Sokolov se limitó a fruncir el ceño, sin responder nada.
Era sorprendente que ahora en casa de Sokolov se reuniera gente por las tardes y se mantuvieran conversaciones sobre política; Sokolov no sólo las soportaba sino que a veces también participaba.
Maria Ivánovna, pequeña, menuda, con gestos torpes de adolescente, escuchaba a su marido con una particular atención: una mezcla del tímido respeto de una estudiante, la admiración de una mujer enamorada y el cuidado condescendiente de una madre.
Por supuesto, las conversaciones comenzaban con los boletines militares, pero enseguida se alejaban de la guerra. No obstante, fuera cual fuese el tema de la conversación, todo estaba ligado al hecho de que los alemanes habían llegado hasta el Cáucaso y la cuenca baja del río Volga.
Paralelamente a los pensamientos tristes engendrados por los reveses militares, era palpable un sentimiento de desesperación, de temeridad: ¡lo que tenga que ser será…!
Por las noches, en aquella pequeña sala, abordaban una infinidad de temas; parecía que los muros cayeran en aquel espacio confinado y reducido, y que la gente dejara de hablar como de costumbre.
El marido de la difunta hermana de Sokolov, el historiador Madiárov, de cabeza grande y labios gruesos, con una piel morena ligeramente azulada, evocaba a veces episodios de la guerra civil que no recogían las páginas de la historia: el húngaro Gavro, comandante del regimiento internacional, el comandante del cuerpo de ejército Krivoruchko, Bozhenko, el joven oficial Schors, que había dado la orden de azotar, en su vagón, a los miembros de una comisión enviada por el Consejo Revolucionario de Guerra para controlar su Estado Mayor. Narraba el extraño y terrible destino de la madre de Gavro, una vieja campesina húngara que no sabía ni una sola palabra de ruso. Había llegado a la Unión Soviética junto con su hijo y, una vez que éste fue arrestado, todos la marginaron, la temían y ella, como una loca, vagaba por Moscú sin conocer el idioma.
Madiárov hablaba de los sargentos de caballería y los oficiales, enfundados en pantalones de montar bermejos con retazos de piel y las cabezas afeitadas azuladas, que se convertían en comandantes de división y de cuerpos del ejército. Contaba cómo esos hombres castigaban o perdonaban, y, bajándose de sus caballerías, se lanzaban sobre una mujer de la que se habían encariñado… Recordaba a los comisarios de los regimientos y las divisiones, tocados con sus budiónovki [62] que leían Así habló Zaratustra y ponían en guardia a los combatientes contra la herejía bakuniana… Hablaba de los oficiales del ejército zarista convertidos en mariscales y comandantes del ejército de primera clase.
Una vez, bajando la voz, dijo:
– Fue en la época en que Trotski todavía era Ley Davídovich…
Y en sus tristes ojos, en esos ojos que suelen tener los hombres corpulentos, inteligentes y enfermos, apareció una expresión particular.
Después sonrió y dijo:
– Montamos una orquesta en nuestro regimiento. Siempre tocaba el mismo tema: «Por la calle se paseaba un gran cocodrilo, un gran cocodrilo verde…». En todos los casos, ya fuera yendo al ataque o enterrando a los héroes, se tocaba la canción del cocodrilo verde. En un momento de siniestro repliegue Trotski vino a levantar el ánimo a las tropas. Movilizó a todo el regimiento. Estábamos en un villorrio polvoriento, triste, con perros vagabundos. Se montó una tribuna en medio de la plaza. Veo ahora mismo la escena: un calor sofocante, hombres adormilados, y ahí estaba Trotski con un gran lazo rojo, los ojos brillantes, proclamando: «Camaradas soldados del Ejército Rojo», con una voz tan atronadora que parecía que nos iba a caer una tormenta encima… Luego la orquesta empezó a tocar el Cocodrilo… Era una pieza extraña, pero este Cocodrilo con balalaica es más que una orquesta formada por varias bandas tocando la Internacional. Ella me llevará a coger con las manos vacías Varsovia, Berlín…