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Madiárov hablaba tranquilo, sin apresurarse, no justificaba a los comandantes del Ejército Rojo que habían sido fusilados como enemigos del pueblo y traidores a la patria, no justificaba a Trotski, pero en su admiración hacia Krivoruchko y Dúbov, en el modo respetuoso y sencillo con el que pronunciaba los nombres de los jefes militares y de los comisarios del ejército fusilados en 1937, era evidente que no creía que los mariscales Tujachevski, Bliújer y Yegórov, que Murálov, responsable del distrito militar de Moscú, Levandovski, Gamárnik, Dibenko y Búbnov, o Unshlijt, o el primer sustituto de Trotski, Slianski, fueran enemigos del pueblo y traidores a la patria.

La tranquilidad en el tono de voz de Madiárov no parecía de este mundo. El poder del Estado había construido un nuevo pasado; hacía intervenir de nuevo a la caballería a su manera, exhumaba nuevos héroes para acontecimientos ya sepultados y destituía a los verdaderos. El Estado tenía poder para recrear lo que una vez había sido, para transformar figuras de granito y bronce, para manipular discursos pronunciados hacía tiempo, para cambiar la disposición de los personajes en una fotografía.

Se forjaba realmente una nueva historia. Incluso los hombres que habían sobrevivido a aquellos tiempos volvían a vivir la existencia pasada, de valientes se transformaban en cobardes, de revolucionarios en agentes extranjeros.

Pero escuchando a Madiárov parecía evidente que todo aquello acabaría dando lugar a una lógica más poderosa: la lógica de la verdad. Nunca se había hablado de estas cosas antes de la guerra.

Una vez Madiárov había dicho:

– Todos esos hombres habrían luchado hoy contra el fascismo. Habrían sacrificado sus propias vidas. Los mataron sin motivo…

El ingeniero químico Vladímir Románovich Artelev, originario de Kazán, era propietario del apartamento que los Sokolov tenían alquilado. La mujer de Artelev volvía del trabajo por la noche. Sus dos hijos estaban en el frente. Artelev era jefe del taller de una fábrica química, iba mal vestido, sin abrigo y gorro de invierno y, para resguardarse del frío, se ponía un chaleco forrado bajo el impermeable. En la cabeza llevaba una gorra mugrienta y arrugada que, cuando iba al trabajo, se calaba hasta las orejas.

Al entrar en casa de los Sokolov, soplándose los dedos rojos y congelados, dirigía tímidas sonrisas a los invitados sentados a la mesa, y Shtrum se sorprendía de que fuera el dueño de la casa, el jefe de un taller importante de una gran fábrica; más bien daba la impresión de ser un vecino pobre que viniera a pedir limosna.

Y también aquella tarde, con las mejillas hundidas e hirsutas, casi temiendo hacer ruido al pisar las tarimas, se quedó de pie al lado de la puerta para escuchar lo que decía Madiárov.

Maria lvánovna, que se dirigía a la cocina, se le acercó y le susurró algo al oído. Éste sacudió la cabeza con aire asustado: evidentemente declinaba su oferta de tomar un refrigerio.

– Ayer -decía Madiárov- un coronel que está aquí sometiéndose a una cura me contó que debe presentarse ante una comisión de investigación del Partido por haber golpeado a un teniente. Durante la guerra civil no sucedían estas cosas.

– Sin embargo usted mismo contó -objetó Shtrum- que Schors ordenó azotar a los miembros de una comisión enviada por el Consejo Revolucionario de Guerra.

– En aquel caso se trataba de un subordinado que daba latigazos a sus superiores -respondió Madiárov-. Es diferente.

– Lo mismo pasa en la fábrica -intervino Artelev-. Nuestro director tutea a todo el mundo y si le llamas camarada Shuriev se ofende. Hay que llamarle Leonti Kuzmich. Hace unos días, en el taller, se enfadó con un viejo químico. Shuriev gritó a voz en cuello: «Haz lo que yo diga o te daré tal patada en el culo que te sacaré volando de la fábrica», y el viejo va para los setenta y dos años.

– ¿El sindicato no interviene? -preguntó Sokolov.

– ¿Qué va a hacer el sindicato? -dijo Madiárov-. Su trabajo es exhortarnos a hacer sacrificios: antes de la guerra te preparan para la guerra, durante la guerra «todo es para el frente», y después de la guerra nos incitarán a remediar las consecuencias de la guerra. No tienen tiempo para ocuparse de un viejo.

Maria Ivánovna preguntó a media voz a su marido:

– ¿Qué te parece? ¿Es hora de servir el té?

– Sí, claro -respondió Sokolov-. Sírvenos té.

«Qué manera tan extraordinariamente silenciosa de moverse», pensó Shtrum mirando distraídamente la espalda delgada de Maria Ivánovna, que se deslizaba por la puerta entreabierta de la cocina.

– Ah, queridos amigos -exclamó de repente Madiárov-, ¿os imagináis lo que es la libertad de prensa? Una hermosa mañana después de la guerra abrís el periódico y en lugar de encontrar un editorial exultante, o la habitual carta de los trabajadores al gran Stalin, o un artículo acerca de la brigada de fundidores de obreros que ha trabajado un día extra en honor a las elecciones del Sóviet Supremo, o las historias sobre los trabajadores de Estados Unidos que han acogido el nuevo año en una situación de desesperación por el paro creciente y la miseria, imaginad que encontráis… ¡Información! ¿Os imagináis un periódico así? ¡Un periódico que ofrece información!

»Empezáis a leer un artículo sobre la mala cosecha en la región de Kursk, un artículo sobre una inspección para determinar las condiciones en la prisión de Butirka, una discusión sobre si la construcción del canal entre el mar Blanco y el Báltico es necesaria, la noticia de que un obrero llamado Golopuzov se ha manifestado en contra de la imposición de un nuevo empréstito.

»En pocas palabras, os enteráis de todo lo que pasa en el país: buenas y malas cosechas; arrebatos de entusiasmo cívico y robos a mano armada; la apertura de una nueva mina y un accidente en otra mina; las discrepancias entre Mólotov y Malenkov; leéis un reportaje sobre la marcha de una huelga porque el director de una fábrica ha ofendido a un viejo químico de setenta y dos años, leéis los discursos de Churchill, Blum, y no que «han declarado que…»; leéis un artículo sobre los debates en la Cámara de losComunes; os enteráis de cuántas personas se suicidaron ayer en Moscú y cuántas resultaron heridas en accidentes de tráfico y están hospitalizadas. Os enteráis de por qué no hay trigo sarraceno y no sólo de que han ido las primeras fresas por avión de Tashkent a Moscú. Averiguáis por los periódicos, y no por la señora de la limpieza cuya sobrina ha venido a Moscú a comprar pan, cuántos gramos de grano conceden a los trabajadores del koljós por un día de trabajo.

»Sí, y al mismo tiempo continuáis siendo verdaderos ciudadanos soviéticos.

»Entráis en una librería, compráis un libro y seguís siendo ciudadanos soviéticos, leéis a filósofos americanos, ingleses, franceses, a historiadores, economistas, comentadores políticos. Distinguís por vosotros mismos en qué tienen razón y en qué se equivocan; podéis pasear por el parque solos, sin niñera.

Justo cuando Madiárov finalizaba su discurso, Maria Ivánovna entró en la habitación con una montaña de tazas y platillos.

De repente Sokolov golpeó con un puño contra la mesa y dijo:

– ¡Basta! -exclamó-. Pido encarecidamente que se ponga fin a este tipo de conversaciones.

Maria Ivánovna miraba fijamente a su marido con la boca abierta. Un temblor repentino hizo tintinear la vajilla que llevaba en sus manos.

– ¡He aquí cómo Piotr Lavréntievich ha liquidado la libertad de prensa! -observó Shtrum-. No ha durado mucho tiempo que digamos. Menos mal que Maria Ivánovna no ha escuchado este discurso subversivo.

– Nuestro sistema -sentenció irritado Sokolov- ha demostrado su fuerza. Las democracias burguesas se han hundido.

Sí, efectivamente, lo ha demostrado -confirmó Shtrum-, pero la democracia burguesa y degenerada de Finlandia desafió, en los años cuarenta, nuestro centralismo, y las cosas no acabaron demasiado bien para nosotros. No soy admirador de la democracia burguesa, pero los hechos son los hechos. Y además, ¿qué tiene que ver el viejo químico con todo esto?

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