Záitsev se puso a contar su combate con un francotirador alemán a los pies del Mamáyev Kurgán. Se había prolongado durante varios días. El alemán sabía que Záitsev le vigilaba y él, a su vez, vigilaba a Záitsev. Resultó que su pericia era muy similar y que ninguno lograba imponerse al otro.
– Aquel día derribó a tres de los nuestros, mientras yo permanecía a cubierto, sin realizar un solo disparo. Luego tira una última vez, no yerra el blanco, y el soldado cae de lado, los brazos en cruz. Desde su bando avanza un soldado con un papel en la mano, yo continúo agazapado, observo… Y él, lo sé, piensa que si hubiera un tirador apostado habría matado al soldado del papel, pero en cambio ha pasado. Sé que no puede ver al soldado que ha abatido y que desearía contemplar a su víctima. Silencio. Un segundo alemán pasa corriendo con un cubo; ni un ruido desde mi puesto. Pasan todavía unos quince minutos y empieza a ponerse de pie. Se levanta. Entonces me levanto yo de cuerpo entero…
Al revivir la escena, Záitsev se alzó desde detrás de la mesa. La particular expresión de severidad que antes le había asomado en el rostro ahora se había convertido en su expresión más genuina y dominante; no era ya un chico de aire bondadoso y nariz ancha: había algo leonino, algo poderoso y siniestro en sus aletas de nariz hinchadas, en su frente alta, en sus ojos llenos de una terrible luz de triunfo.
– Comprendió quién era yo. Y le disparé.
Durante un instante se hizo el silencio. Probablemente el mismo silencio que siguió al disparo de Záitsev, casi se podía oír el cuerpo inerte del muerto cayendo al suelo. Batiuk se volvió de improviso hacia Krímov y preguntó:
– Bueno, ¿le parece interesante?
– Sí, magnífico -respondió Krímov, y eso es todo lo que dijo.
Krímov pasó la noche en el refugio de Batiuk.
Batiuk, moviendo los labios, contaba las gotas para el corazón que iba vertiendo en el vaso y seguidamente añadió agua.
Entre bostezos contó a Krímov los asuntos relacionados con la división; no hablaba de los combates, sino de todo tipo de hechos cotidianos.
A Krímov le daba la impresión de que todo lo que le explicaba estaba en relación con el episodio que le había ocurrido durante las primeras horas de la guerra, y que todos sus pensamientos emanaban de ahí.
Desde que había llegado a Stalingrado, Krímov no lograba desembarazarse de una sensación extraña. A veces le parecía que se encontraba en un reino donde el Partido no existía; otras, por el contrario, creía respirar el aire de los primeros días de la Revolución.
De repente Krímov preguntó:
– ¿Hace mucho que está en el Partido, camarada teniente coronel?
Batiuk respondió:
– ¿Por qué, camarada coronel? ¿Le parece que me desvío de la línea adecuada?
Durante un rato Krímov no contestó. Después dijo:
– Mire, siempre he sido considerado bastante buen orador dentro del Partido. He intervenido en grandes mítines de obreros. Pero aquí tengo la sensación de que me guían en lugar de guiar yo. Es muy extraño. ¿Quién es el que muestra el camino? ¿Quién arrastra a quién? Me apetecía tornar parte en la conversación de sus francotiradores, hacer una enmienda, pero después he pensado que ya sabían todo lo que necesitaban saber. A decir verdad, ésa no es la única razón por la que no dije nada. La dirección política nos indica que debemos imbuir en la conciencia de los soldados que el Ejército Rojo es un ejército de vengadores. No es momento para que me ponga a hablar del internacionalismo y la concepción de clase. ¡Lo principal es movilizar la furia de las masas contra los enemigos! No quiero ser como el tonto del cuento que llega a una boda y comienza a rezar por el eterno reposo del difunto…
Pensó un momento y dijo:
– Y luego, hay la costumbre… El Partido moviliza el odio de las masas, la furia, para destruir al enemigo. El humanitarismo cristiano no conviene a nuestra causa. Nuestro humanitarismo soviético es severo. No nos andamos con ceremonias…
De nuevo hizo una pausa.
– Desde luego no me refiero a casos como el suyo, cuando le iban a fusilar en vano… También en el 1937 a veces batíamos a los nuestros: ahí radica nuestra desgracia. Pero los alemanes han penetrado en la patria de los obreros y los campesinos. ¡Y la guerra es la guerra! ¡Lo tienen bien merecido!
Krímov esperaba una respuesta de Batiuk, pero éste callaba, no porque le desconcertaran las palabras de Krímov, sino porque sencillamente se había quedado dormido.
56
En la acería Octubre Rojo, inmersa en la penumbra, hombres enfundados en chaquetones acolchados iban y venían, retumbaban los disparos, se encendían llamaradas, y no se sabía si era polvo o niebla lo que flotaba en el aire.
El general Guriev, comandante de la división, había instalado los puestos de mando de los regimientos en el interior de los hornos. Krímov tenía la sensación de que la gente que había en esos hornos -hornos que hasta hace poco habían fundido acero- eran especiales; ellos mismos tenían el corazón de acero.
Desde ahí podían oírse no sólo los pasos de las botas alemanas y los gritos de mando, sino también los sigilosos chasquidos de los alemanes al recargar sus fusiles.
Cuando Krímov se deslizó, arqueando la espalda, por la boca del horno, donde se encontraba el mando del regimiento de fusileros y percibió en las palmas de la mano el calor que todavía persistía en los ladrillos refractarios, una especie de timidez se apoderó de él; era como si se le fuera a revelar de inmediato el secreto de la gran resistencia.
En la semioscuridad distinguió a un hombre en cuclillas, vio su cara amplia, escuchó una voz acogedora:
– ¡Un invitado ha llegado a nuestro palacio! Por favor, cien gramos de vodka y un huevo cocido para nuestro visitante.
En la polvorienta y sofocante penumbra, a Nikolái Grigórievich se le pasó por la cabeza que nunca le explicaría a Yevguenia Nikoláyevna que la había recordado mientras se deslizaba por un horno de fundición de Stalingrado. En el pasado había intentado olvidarla, librarse de ella. Pero ahora se había resignado a que ella le siguiera insistentemente a todas partes. Incluso había penetrado en el horno, la hechicera, no había manera de escapar de ella…
Por supuesto estaba más claro que el agua. ¿Quién necesitaba a los hijastros de su tiempo? Lo mejor era enviarlos con los lisiados y los jubilados. Mejor aún, hacer jabón con ellos. Que ella se hubiera ido no hacía más que confirmar y alumbrar por completo la desesperación de su vida; ni siquiera allí, en Stalingrado, tenía un verdadero cometido militar…
Por la noche en aquel mismo lugar, después de su conferencia, Krímov conversó con el general Guriev. Éste se había quitado la chaqueta y se pasaba constantemente el pañuelo por la cara roja, y con voz alta y ronca ofrecía vodka a Krímov; con el mismo tono gritaba órdenes por teléfono a varios comandantes de los regimientos; con la misma voz alta y ronca con la que reprendía al cocinero por no saber asar como es debido las brochetas de carne, telefoneaba a su vecino Batiuk para preguntarle si habían jugado al dominó en el Mamáyev Kurgán.
– Tenemos buenos hombres aquí, alegres -dijo Guriev-. Batiuk es un tipo inteligente, el general Zhóludev que está en la fábrica de tractores es un viejo amigo mío. En el complejo fabril Barricada está el coronel Gúrtiev, también es buen tipo, pero lleva una vida monacal, no prueba el vodka. Naturalmente, eso es un error.
Luego pasó a explicar a Krímov que a nadie le quedaban tan pocas bayonetas activas como a él, tenía entre seis y ocho hombres por compañía; nadie estaba tan incomunicado como él; a veces, cuando venía una lancha, la tercera parte de los ocupantes llegaban heridos. Nadie, salvo Gorójov en el mercado, se hallaba en un lugar de tan difícil acceso.
– Ayer Chuikov llamó a Shuba, mi jefe de Estado Mayor. Estaban en desacuerdo respecto a la situación exacta de la línea de frente. El coronel Shuba volvió completamente enfermo.