7
Shtrum reunió al personal del laboratorio, los físicos Márkov, Savostiánov y Anna Naumovna Weisspapier, el mecánico Nozdrín y el electricista Perepelitsin, para anunciarles que las dudas sobre la imprecisión de los aparatos eran infundadas. De hecho, había sido la exactitud de las medidas lo que había permitido obtener resultados homogéneos, a pesar de las variaciones en las condiciones de los experimentos.
Shtrum y Sokolov eran teóricos, así que los experimentos de laboratorio estaban bajo la supervisión de Márkov. Dotado de un talento asombroso para resolver los problemas más intrincados, siempre determinaba con precisión los criterios de funcionamiento del nuevo instrumental.
Shtrum admiraba la seguridad con la que Márkov se acercaba a un nuevo aparato y, al cabo de pocos minutos, sin necesidad de instrucciones, era capaz de comprender tanto los principios esenciales como los más nimios detalles de su mecanismo. Parecía percibir los instrumentos físicos como organismos vivos, como si mirando un gato le bastara una ojeada para distinguir los ojos, la cola, las orejas, las garras, advertir sus latidos, determinar la función de cada parte de su cuerpo felino.
Cuando montaban en el laboratorio un nuevo aparato y necesitaban a alguien con una especial destreza, era el altivo mecánico Nozdrín quien se hacía dueño de la situación. Savostiánov solía bromear sobre Nozdrín diciendo: «Cuando Stepán Stepánovich muera, llevarán sus manos al Instituto del Cerebro como objeto de estudio».
A Nozdrín no le gustaban las bromas, miraba por encima del hombro a sus colegas científicos, consciente de que sin sus robustas manos de obrero no podrían hacer gran cosa en el laboratorio.
El favorito del laboratorio era Savostiánov. Era tan hábil con el trabajo teórico como con el de laboratorio. Todo lo hacía bromeando, con presteza, sin apenas esfuerzo. Incluso en los días más nublados, sus cabellos claros, color trigo, parecían iluminados por el sol. Shtrum admiraba a Savostiánov y pensaba que su pelo reflejaba el brillo y la claridad de su mente. Sokolov también le apreciaba.
– No, Savostiánov no es como nosotros, descarados y dogmáticos. Él vuela más alto. Cuando nosotros hayamos muerto, sólo quedará su nombre, y tras él, ocultos, el suyo, el mío, el de Márkov.
Por lo que respecta a Anna Naumovna, los graciosos del laboratorio la habían apodado «la gallina semental». Poseía una capacidad de trabajo y una paciencia casi sobrehumanas: una vez se había pasado dieciocho horas seguidas ante el microscopio estudiando emulsiones fotográficas.
Muchos directores de otras secciones del instituto consideraban que Shtrum era sumamente afortunado por contar con un personal de laboratorio tan brillante. A tales comentarios Víktor solía replicar en broma: «Cada jefe de departamento tiene los colaboradores que se merece».
– Hemos pasado por un periodo de depresión y ansiedad -dijo aquel día Víktor-, pero ahora podernos estar contentos: el profesor Márkov ha llevado a cabo un trabajo impecable. El mérito, evidentemente, también corresponde al taller de mecánica y a los ayudantes de laboratorio, que han llevado a cabo una enorme cantidad de observaciones, cientos y miles de cálculos.
Después de carraspear, Márkov intervino:
– Víktor Pávlovich, nos gustaría que nos expusiera su teoría con el mayor detalle posible. – Bajando la voz, añadió-: He oído que la investigación de Kochkúrov en un área similar ofrece grandes posibilidades prácticas. También me han dicho que ha llegado desde Moscú una solicitud de información sobre los resultados que usted ha obtenido.
Márkov siempre estaba al corriente de los pormenores de todo cuanto ocurría. Cuando los colaboradores del instituto estaban a punto de ser evacuados, Márkov llegó al tren con una avalancha de información acerca de las paradas, los cambios de locomotora, los puntos de abastecimiento durante el itinerario.
Savostiánov, que había asistido a la reunión sin afeitarse, dijo con aire pensativo:
– Tendré que beberme todo el alcohol del laboratorio para celebrarlo.
Anna Naumovna, siempre rebosante de iniciativas de carácter social, observó:
– Vaya, ¡qué alegría! en las reuniones de producción y en el sindicato local nos acusaban ya de toda clase de pecados mortales.
Nozdrín, el mecánico, guardaba silencio y se frotaba las mejillas hundidas. El joven electricista Perepelitsin, mutilado de una pierna, se ruborizó lentamente hasta ponerse como un tomate y dejó caer la muleta al suelo con gran estruendo.
Fue un buen día para Víktor.
Pímenov, el joven director del instituto, le había telefoneado por la mañana, cubriéndolo de elogios. Pímenov debía tomar un avión para Moscú; estaban ultimando los preparativos para la vuelta a esa ciudad de casi todos los departamentos del instituto.
– Víktor Pávlovich -le había dicho Pímenov al despedirse-, pronto nos veremos en Moscú.
Me siento feliz y orgulloso de ser el director del instituto durante el periodo en que usted ha concluido esta excelente investigación.
Ahora, en la reunión del personal del laboratorio, Víktor encontraba todo sumamente agradable.
Márkov, que tenía por costumbre bromear acerca de las normas del laboratorio, decía:
– Tenemos un regimiento de doctores y profesores; un batallón de jóvenes investigadores; y como soldado… sólo uno: ¡Nozdrín! -Con esta broma expresaba su desconfianza hacia los físicos teóricos-. Somos como una pirámide invertida, con una parte superior ancha y una base estrechísima. El equilibrio es precario. Lo que necesitamos es una base firme, un regimiento de gente como Nozdrín.
Y después del informe de Víktor, Márkov dijo:
– Bien, ¡ya podía seguir hablando de regimientos y de pirámides!
En cuanto a Savostiánov, el que había comparado la ciencia con el deporte, miraba a Shtrum después de su charla con una expresión en los ojos sorprendentemente cálida y alegre.
Víktor comprendió que en aquel momento Savostiánov le miraba no como un futbolista mira a su entrenador, sino como un creyente contempla a un apóstol. Recordó la discusión de Savostiánov con Sokolov, así como su reciente conversación con Sokolov, y se dijo a sí mismo: «Tendré alguna idea de la naturaleza de las fuerzas nucleares, pero no entiendo ni torta de la naturaleza humana».
Hacia el final de la jornada laboral, Anna Naumovna entró en el despacho de Shtrum y le dijo:
– Víktor Pávlovich, acabo de ver la lista de las personas que regresan a Moscú. El nuevo jefe del departamento de personal no ha incluido mi nombre.
– Lo sé, lo sé; no se preocupe -dijo Víktor-. Se han redactado dos listas. Usted está en el segundo turno. Partirá unas semanas más tarde, eso es todo.
– Por alguna razón soy la única persona de nuestro grupo que no está incluida en la primera lista. Creo que me volveré loca, no soporto vivir aquí. Sueño con Moscú cada noche. Y además, ¿eso quiere decir que montarán el laboratorio en Moscú sin mí?
– Sí, en efecto. Pero entiéndalo, la lista ya está confirmada, sería difícil modificarla. Mire, Svechín, del laboratorio de magnetismo, ya ha consultado el tema a propósito de Borís Izraílevich, a quien le ha ocurrido lo mismo que a usted, pero por lo visto tenemos que conformarnos. Lo mejor que puede hacer es tener paciencia.
De repente Víktor montó en cólera y se puso a gritar:
– A saber con qué parte del cuerpo razona esta gente. Han incluido personas en la lista que no necesitamos para nada y en cambio se han olvidado de usted, que nos sería muy útil para el montaje principal.
– No me han olvidado -dijo Anna Naumovna con los ojos bañados en lágrimas-, peor… -Lanzó una extraña mirada rápida, temerosa, hacia la puerta entreabierta y añadió-: Víktor Pávlovich, por alguna razón sólo han suprimido de la lista al personal judío. Me ha dicho Rimma, la secretaria del departamento de personal, que en la Academia Ucraniana de Ufá han tachado a casi todos los judíos de la lista: sólo han dejado a los doctores en ciencias.