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Pero ¿por qué justamente él, que no albergaba dudas sobre su capacidad de romper la columna vertebral de la maquinaria de guerra alemana, al conversar con Guétmanov o Neudóbnov se sentía invariablemente débil y tímido?

En aquel día feliz sintió cómo el odio acumulado durante largos años caía con todo su peso al tener que enfrentarse a una situación ahora habitual para él, en que ciertos tipos incompetentes en materia militar pero avezados al poder, la buena mesa, las condecoraciones, escuchaban sus informes, intervenían con gentileza para ayudarle a obtener una habitación en la residencia de oficiales o le daban palmaditas en la espalda. Hombres que desconocían incluso el calibre de las piezas de artillería, que no sabían leer correctamente los discursos que otros les escribían, que eran incapaces de orientarse en un plano, que se equivocaban en el acento de las palabras y cometían errores gramaticales, esos hombres siempre habían sido sus superiores. Tenía que rendir cuentas ante aquella gente, pero su ignorancia no se debía a su extracción obrera: también el padre de Nóvikov era minero, y su abuelo, y su hermano… A veces tenía la impresión de que la fuerza de aquellos oficiales residía precisamente en su ignorancia; que sus conocimientos, su lenguaje correcto, su interés hacia los libros constituían su debilidad. Antes de la guerra le parecía que aquellos hombres le superaban en voluntad y fe. Pero la guerra le había mostrado que no era así.

La guerra lo había colocado en un puesto de mando, pero no se sentía jefe. Al igual que antes se sometía a una fuerza cuya presencia percibía constantemente pero que no lograba comprender. Los dos hombres que oficialmente estaban subordinados a él, sin derecho a dar órdenes, eran la expresión misma de aquella fuerza. Ahora mismo paladeaba el placer que le procuraban las confidencias de Guétmanov sobre ese mundo en que palpitaba la fuerza, al que era imposible no someterse.

La guerra se encargaría de demostrar a quién debía estar agradecida Rusia: a los hombres como Guétmanov o a los hombres como él.

El sueño tan largamente acariciado se había cumplido: la mujer que había amado durante tantos años se convertiría en su esposa… Y ese mismo día sus tanques habían recibido la orden de dirigirse a Stalingrado.

– Piotr Pávlovich -soltó de sopetón Guétmanov-, mientras usted estaba en la ciudad, Mijaíl Petróvich y yo mantuvimos una discusión.

Antes de proseguir, se reclinó contra el respaldo del diván y dio un trago de cerveza.

– Soy un hombre campechano y se lo diré sin rodeos. Hemos hablado de la camarada Sháposhnikova. Su hermano cayó en 1937. -Guétmanov señaló con un dedo al suelo-. Resulta que Neudóbnov lo conoció en aquella época, y yo conocía a su primer marido, Krímov, del que se puede decir que se ha salvado de milagro. Formaba parte del grupo de conferenciantes del Comité Central. Bueno, Neudóbnov ha dicho que el camarada Nóvikov, en quien el pueblo soviético y el camarada Stalin han depositado su confianza, hace mal al vincularse en el terreno personal con una persona que procede de un ámbito político y social tan poco claro.

– ¿Y a él qué le importa mi vida personal? -preguntó Nóvikov.

– ¡Exactamente! -le secundó Guétmanov-. Son vestigios de 1937, hay que tener cierta amplitud de miras. Pero no malinterprete lo que acabo de decirle. Neudóbnov es un hombre extraordinario, de una honestidad cristalina, un comunista inflexible de mentalidad estaliniana. Pero tiene un pequeño defecto: no ve los gérmenes de lo nuevo, no es sensible a los cambios. Lo importante para él son las citas de los clásicos. A veces parece tan atiborrado de citas que no sabe entender el Estado donde vive. Pero la guerra nos está enseñando muchas cosas. El teniente general Rokossovski, el general Gorbátov, el general Pultus, el general Belov…, todos estuvieron en algún campo. Y eso no ha impedido que el camarada Stalin les haya asignado cargos de responsabilidad. Mitrich, el hombre al que he ido a ver hoy, me ha explicado que a Rokossovski lo sacaron del campo para ponerlo directamente como comandante del ejército: estaba en el lavadero del barracón lavando sus polainas cuando llegaron a buscarlo corriendo: ¡rápido, rápido! «Bueno», pensó, «no me dejan ni terminar de lavarme las calzas.» el día antes le habían magullado un poco durante un interrogatorio, y ahora le metían en un Douglas en vuelo directo al Kremlin. Debemos sacar conclusiones de historias como éstas. Pero nuestro Neudóbnov es un entusiasta de los métodos de 1937, un dogmático, y nada le hará cambiar. Ignoro qué hizo el hermano de Yevguenia Nikoláyevna, pero tal vez el camarada Beria también hoy lo habría liberado y estaría al mando de algún ejército… En cuanto a Krímov, él ahora está en el frente. Tiene su carné del Partido, su actitud es intachable. Así que ¿dónde está el problema?

Pero fueron precisamente esas últimas palabras las que hicieron explotar a Nóvikov.

– ¡Me importa un bledo! -dijo sorprendido por el estruendo y la energía de su voz-. Me trae sin cuidado si Sháposhnikov era un enemigo o no. ¡No tengo la menor idea! en cuanto a Krímov, Trotski dijo de uno de sus artículos que era puro mármol. Y a mí me importa un comino. Si es mármol, es mármol. Y si era el ojito derecho de Trotski, Ríkov, Bujarin, Pushkin, ¿a mí qué más me da? ¿Es que tiene que ver con mi vida? Yo no leo sus artículos de mármol. Y Yevguenia Nikoláyevna, ¿es que ella tiene algo que ver? ¿Acaso trabajó en el Komintern hasta 1937? Dirigir sabe hacerlo todo el mundo, camaradas, pero intentad combatir un poco y cumplir con vuestro trabajo. ¡Estoy hamo de todo eso! ¡Me pone enfermo!

Las mejillas le ardían, el corazón le palpitaba desbocado, los pensamientos eran claros, nítidos, terribles, precisos, pero su cabeza estaba llena de niebla: «Zhenia, Zhenia, Zhenia».

Se escuchaba a sí mismo y no salía de su asombro. Apenas podía creerlo: por primera vez en su vida había dicho lo que pensaba sin miedo a un alto funcionario del Partido. Miró a Guétmanov, sintiéndose feliz, reprimiendo cualquier remordimiento, cualquier temor. De repente éste se puso en pie y exclamó abriendo sus gruesos brazos:

– Piotr Pávlovich, deja que te abrace, eres un verdadero hombre.

Nóvikov, desconcertado, abrazó a Guétmanov, se besaron, y Guétmanov gritó en el pasillo:

– Vershkov, tráenos coñac, el comandante del cuerpo y el comisario han decidido tutearse. Vamos a beber en confraternización.

5

Yevguenia Nikoláyevna terminó de limpiar la habitación y se dijo con satisfacción: «Bueno, ya está», como si al mismo tiempo hubiera puesto orden en el cuarto y en su alma. La cama estaba hecha, había alisado las arrugas de la almohada, no quedaba ni rastro de ceniza en el suelo junto a la cabecera de la cama ni tampoco una sola colilla en el extremo de la estantería. Pero fue entonces cuando Zhenia se dio cuenta de que estaba intentando engañarse, que sólo había una cosa quenecesitaba en el mundo, y era Nóvikov. De pronto le entraron ganas de explicar a Sofia Ósipovna lo que había pasado en su vida, a ella, y no a su madre, ni a su hermana. Y comprendía de maneraconfusa por qué quería hablar precisamente con Sofia Ósipovna.

– Ay, Sóniechka, Sóniechka, mi pequeña Levinton -dijo en voz alta.

Luego recordó que Marusia estaba muerta. Comprendía que no podía vivir sin Nóvikov y, desesperada, golpeó el puño contra la mesa. «Maldita sea. No necesito a nadie», se dijo. A continuación se arrodilló en el lugar donde hacía poco colgaba su abrigo, y susurró: «No mueras». Y enseguida pensó: «Todo esto es una comedia. Soy una mujer indecente». Quiso torturarse adrede, y dentro de su cabeza oyó a una criatura pérfida de sexo indefinido soltar un aluvión de recriminaciones:

«Claro, la señora se aburría sin un hombre, está acostumbrada a que la complazcan, y éstos son los mejores años… A uno lo plantó, por supuesto, pero ese Krímov no cuenta, incluso querían expulsarlo del Partido. Y ahora se convertirá en la mujer de un comandante de un cuerpo del ejército. ¡Y qué hombre! Cualquier mujer le echaría de menos… Pero ¿cómo vas a retenerlo ahora que te has entregado? Bueno, ahora te esperan noches en blanco preguntándote si no lo habrán matado, si habrá encontrado a una telefonista de diecinueve años.»

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