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Stepán Fiódorovich también miraba a Natalia; luego cogió del brazo a Vera, la atrajo hacia él, la abrazó y como para pedirle perdón la besó.

Aleksandra Vladímirovna exclamó, sin venir a cuento:

– ¿Qué tienes, Stepán? ¡Todavía es pronto para morir! Yo, que soy vieja, tengo la intención de curarme para seguir viviendo en este mundo.

Él le lanzó una rápida ojeada y sonrió. Entretanto Natalia llenó una palangana de agua caliente, la dejó en el suelo, al lado de la cama, y poniéndose de rodillas dijo:

– Aleksandra Vladímirovna, voy a lavarle los pies. Ahora la habitación está bastante caldeada.

– ¿Qué hace, idiota? ¿Se ha vuelto loca? ¡Levántese ahora mismo! -gritó Aleksandra Vladímirovna.

60

Durante la tarde Andréyev regresó de la colonia de la fábrica de tractores.

Entró en la habitación para ver a Aleksandra Vladímirovna y su cara huraña sonrió; aquel era el primer día que se había levantado de la cama; pálida y delgada, estaba sentada a la mesa, con las gafas sobre la nariz; leía un libro.

Le contó que había empleado mucho tiempo en localizar su casa, porque toda la zona estaba surcada de trincheras, cráteres de obús, escombros y zanjas.

En la rabrica había mucha gente, a cada hora llegaba gente nueva e incluso había policía. No había averiguado nada sobre los combatientes de las milicias populares. Los enterraban, y seguían encontrando más en las trincheras y en los sótanos. Y por todos lados, chatarra, cascos…

Aleksandra Vladímirovna le preguntaba si había tenido dificultades para encontrar dónde dormir y para comer, si los hornos habían sufrido daños, si los obreros tenían provisiones, si había visto al director.

Por la mañana, antes de que Andréyev llegara, Aleksandra Vladímirovna había dicho a Vera:

– Siempre me he reído de los presentimientos y las supersticiones, pero hoy, por primera vez en mi vida, tengo el claro presentimiento de que Pável Andréyevich traerá noticias de Seriozha. Pero se equivocó.

Lo que contaba Andréyev era importante, independientemente de que le escuchara una persona feliz o infeliz. Los obreros le habían dicho a Andréyev que no había provisiones, no recibían su salario, en los sótanos y refugios hacía frío y había humedad. El director ya no era el mismo hombre que solía ser; antes, cuando los alemanes atacaban, era amigo de todos en los talleres, pero ahora ya no les hablaba; le habían construido una casa y le habían mandado un coche desde Sarátov.

– Es cierto que la vida en la central eléctrica no es fácil, pero se pueden contar con los dedos de la mano las personas que están resentidas con Stepán Fiódorovich: se ve claramente que se preocupa por todos.

– La situación es triste -sentenció Aleksandra Vladímirovna-. ¿Qué ha decidido, Pável Andréyevich?

– He venido a despedirme; vuelvo a casa, aunque ya no tengo casa. He encontrado una vivienda en un sótano.

– Hace lo correcto -aprobó Aleksandra Vladímirovna-, Su vida está allí, sea cual sea.

– Mire lo que he encontrado en el suelo -dijo, y sacó del bolsillo un dedal oxidado.

– Pronto iré a la ciudad, a mi casa, en la calle Gógol, a desenterrar trozos de metal y cristal – observó Aleksandra Vladímirovna-. Tengo muchas ganas de ir a mi casa.

– ¿No se habrá levantado de la cama demasiado pronto? Está usted muy pálida.

– Su relato me ha trastornado. Me habría gustado que las cosas hubieran sido diferentes es esta tierra santa.

Andréyev tosió ligeramente.

– Recuerde lo que dijo Stalin hace dos años: hermanos y hermanas… Pero ahora que los alemanes han sido derrotados, al director le han dado una casa, no se puede hablar con él sin acordar cita previa, y los hermanos y hermanas viven en refugios subterráneos.

– Sí, sí, no hay nada bueno en todo esto -dijo Aleksandra Vladímirovna-. Y de Seriozha, ninguna noticia, como si se lo hubiera tragado la tierra.

Por la tarde llegó de la ciudad Stepán Fiódorovich. Cuando había partido para Stalingrado aquella mañana no había dicho a nadie que la oficina del obkom revisaría su caso.

– ¿Ha vuelto Andréyev? -preguntó con voz entrecortada, imperiosamente-. ¿No se sabe nada de Seriozha? Aleksandra Vladímirovna negó con la cabeza. Vera se dio cuenta enseguida de que su padre había bebido. Se notaba en su manera de abrir la puerta, en sus ojos tristes, animados y brillantes; se veía en cómo había dejado sobre la mesa unos dulces comprados en la ciudad, en cómo se había quitado el abrigo y hacía preguntas. Se acercó a Mitia, que dormía en la cesta de la ropa, y se inclinó sobre él.

– ¡No le eches el aliento! -le advirtió Vera.

– ¡No es nada, deja que se acostumbre! -dijo Spiridó-nov, alegre.

– Siéntate a comer. Seguro que te has puesto a beber sin comer nada. Hoy la abuela se ha levantado de la cama por primera vez.

– Esa sí que es una buena noticia -exclamó Stepán Fiódorovich, y dejó caer la cuchara en la sopa, salpicándose la chaqueta.

– Hoy ha bebido usted a conciencia, Stepochka -observó Aleksandra Vladímirovna-. ¿A qué se debe tanta alegría? Él apartó el plato.

– Venga, come -dijo Vera.

– Así es como está el asunto, queridos míos -dijo en voz baja Stepán Fiódorovich-. Tengo una noticia. Mi caso se ha cerrado. He recibido una severa admonición del Partido y la orden por parte del Comisariado del Pueblo de transferirme a la provincia de Sverdlovsk, a una pequeña central eléctrica que funciona a base de turba, de tipo rural. En una palabra, soy un hombre venido a menos. Me pagarán dos mensualidades por anticipado y me procurarán alojamiento. Mañana comenzaré con los trámites. Recibiremos cartillas para el viaje.

Aleksandra Vladímirovna y Vera intercambiaron una mirada, y luego Aleksandra Vladímirovna dijo:

– Es un motivo de peso para beber; nada que objetar.

– Y usted, mamá, en los Urales tendrá una habitación sólo para usted, la mejor -dijo Stepán Fiódorovich.

– Pero si lo más probable es que no le den más que una habitación -exclamó Aleksandra Vladímirovna.

– Da lo mismo, mamá, será suya.

Era la primera vez en su vida que Stepán Fiódorovich la llamaba «mamá». Y debía de ser por la borrachera, pero le habían asomado lágrimas a los ojos.

Entró Natalia y Stepán Fiódorovich, para cambiar de conversación, preguntó:

– Y entonces, ¿qué cuenta nuestro viejo a propósito de las fábricas?

– Pável Andréyevich le ha estado esperando -respondió Natasha-, pero ahora ya está dormido.

Se sentó a la mesa, aguantándose las mejillas con los puños, y dijo:

– Pável Andréyevich afirma que los obreros en las fábricas se ven obligados a cocinar semillas; es el alimento principal.

Y de repente preguntó:

– Stepán Fiódorovich, ¿es verdad que se va?

– ¡Ah, vaya! Yo también lo he oído decir -respondió él, en un tono alegre.

– Los obreros están muy apenados -añadió ella.

– No hay nada de lo que apenarse. El nuevo jefe, Tishka Batrov, es un buen hombre. Estudiamos juntos en el instituto.

– ¿Quién os zurcirá tan artísticamente los calcetines? -intervino Aleksandra Vladímirovna-. Vera no sabe.

– Efectivamente, ése es un problema serio -reconoció Stepán Fiódorovich.

– Es preciso que te lleves a Natasha -propuso Aleksandra Vladímirovna.

– ¡Claro! -dijo Natasha-. ¡Yo iría!

Se echaron a reír, pero el silencio que siguió a esa broma fue vergonzoso, tenso.

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