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Enseguida desaparece el olor a podredumbre del bosque y los guardias ríen, blasfeman, se tapan la nariz; el Scharführer escupe y se aleja hasta el lindero del bosque. Los Brenner lanzan sus palas, cogen los ganchos, se tapan la nariz y la boca con trapos… «Buenos días, abuelo, te toca ver el sol de nuevo, pero cómo pesas…» Una madre asesinada junto a sus tres hijos: dos niños -uno de ellos todavía escolar- y una niña que debió de nacer en 1939, enferma de raquitismo, pero no importa, ahora ya está curada… No te aferres así a tu mamá, no se irá a ninguna parte… «¿Cuántas figuras?», grita el Scharführer desde el lindero. «Diecinueve», y en voz muy baja, casi para sus adentros, «personas muertas». Todos maldicen: ya ha pasado media jornada. La semana pasada, en cambio, abrieron una tumba de doscientas mujeres, todas jóvenes. Al retirar la capa superior de la tierra, se levantó un vapor gris sobre la tumba y los guardias se pusieron a reír. «¡Qué mujeres más calientes!» Sobre las zanjas por donde circula el aire colocan la leña seca, después los leños de roble -éstos arden bien-, luego los cadáveres de las mujeres; se añade leña, luego los cadáveres de los hombres, más leña, después otros restos de cuerpos, luego un tanque de gasolina, a continuación, en el centro, una bomba incendiaria; luego el Scharführer da una orden y los guardias sonríen por anticipado. Los Brenner cantan a coro: «¡La hoguera arde!». Después echan las cenizas en la fosa. De nuevo se hace el silencio; se mantiene, se vuelve más profundo. Después los condujeron a un bosque, esta vez no vieron un montículo en medio del claro verde; el Scharführer ordenó cavar un agujero de cuatro metros por dos; todos lo comprendieron, el trabajo había concluido: 89 pueblos, más 18 shtetl, más cuatro aldeas, más dos ciudades de distrito, más tres sovjoses [50], dos cerealistas y uno de leche; en total, 116 núcleos de población, los Brenner han desenterrado116 túmulos…

Mientras cava la fosa para él y sus compañeros, el contable Naum Rozemberg sigue calculando: la semana pasada 783, y el mes antes 4.826; un total de 5.609 cuerpos quemados. Calcula, calcula y el tiempo pasa sin que se dé cuenta, calcula la media de figuras -no, de cadáveres- en cada fosa:

5.609 entre el número de tumbas, 116; eso da una media de 48,35 cadáveres por fosa: redondeando, 48 cadáveres por tumba.

Si tenemos en cuenta que veinte Brenner han trabajado durante treinta y siete días, por cada Brenner eso da… «¡En fila!», grita el jefe de los guardias, y el Scharführer ordena: «In die Grube marsch!» [51]. Pero él no quiere ser enterrado. Corre, se cae, se levanta, corre perezoso, el contable no sabe correr, pero no han logrado matarle, reposa sobre la hierba del bosque, en silencio, y no piensa en el cielo que se alza sobre su cabeza, ni en Zlata, Zlátochka, a la que asesinaron cuando estaba en el sexto mes de gestación, está tendido en la hierba y calcula lo que no tuvo tiempo de calcular junto a la fosa: veinte Brenner, treinta y siete días, el total de días por Brenner… eso en primer lugar; ahora, en segundo, tiene que calcular la cantidad de leña por persona; tercero, hay que calcular el tiempo medio de combustión por una figura, cuánto…

Una semana más tarde unos policías lo encontraron y lo condujeron al gueto.

Y ahora aquí, en el vagón, susurra todo el rato, cuenta, multiplica, divide. ¡El balance anual!

Tiene que presentárselo a Bujman, el jefe de contabilidad del Gosbank. De pronto, durante la noche, en sueños, lágrimas ardientes brotan y le arrancan la costra que le cubre el cerebro y el corazón.

– ¡Zlata!, ¡Zlata! -grita.

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La ventana de la habitación de Musia Borísovna daba a las alambradas del gueto. Una noche la bibliotecaria se despertó, levantó el extremo de la cortina y vio a dos soldados arrastrando una ametralladora; los rayos azules de la luz de la luna hacían centellear el acero pulido y las gafas del oficial que caminaba delante. Oyó el ruido sordo de los motores. Los vehículos se acercaban al gueto con los faros apagados, y el pesado polvo nocturno se tornaba plateado y se arremolinaba alrededor de sus ruedas, como divinidades flotando entre nubes.

En aquellos tranquilos minutos de claro de luna, mientras las patrullas de las SS y SD, destacamentos de policías ucranianos, unidades auxiliares y una columna motorizada de la Gestapo se aproximaban a las puertas del gueto dormido, la mujer midió el destino del siglo XX.

La luz de la luna, el movimiento rítmico y majestuoso de las tropas armadas, los potentes camiones negros, el tictac despavorido del reloj de pesas en la pared, la blusa, el sujetador y las medias sobre la silla, el cálido olor del hogar: todo aquel batiburrillo de cosas opuestas e incompatibles se habían conciliado.

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De vez en cuando, en el vagón, Natasha, la hija del viejo doctor Karasik, detenido y ejecutado en 1937, se ponía a cantar. A veces incluso cantaba por la noche, lo que no causaba enfado en la gente del vagón.

Era tímida, hablaba siempre con una voz apenas audible, mantenía la mirada baja, sólo visitaba a sus parientes más cercanos y se sorprendía de la audacia de las jóvenes que bailaban en las fiestas.

En el proceso de selección de personas sujetas a aniquilación no fue incluida en el grupo de artesanos y médicos cuya útil vida se conservaría: a nadie le interesaba la vida de una señorita marchita de pelo ya canoso. Un guardia la empujó hacia la colina polvorienta donde estaba el mercado. Se encontró ante tres hombres borrachos; a uno de ellos, ahora jefe de policía, lo conocía de antes de la guerra, cuando trabajaba como administrador en el almacén del ferrocarril. Ni siquiera comprendió que aquellos tres hombres eran árbitros de la vida y la muerte de los hombres. Un policía la empujó hacia una muchedumbre clamorosa de niños, mujeres y hombres, los considerados inútiles.

Luego caminaron hacia el aeródromo, bajo aquella canícula que sería la última para ellos. Dejaban atrás manzanos polvorientos al borde del camino; lanzaban por última vez gritos penetrantes, rasgándose la ropa; rezaban. Natasha caminaba en silencio.

Nunca había pensado que la sangre pudiera ser de un rojo tan vivo bajo el sol. Cuando los gritos, los disparos, los ronquidos cesaron por un instante, se oyó el susurro de la sangre en la fosa: ella corría sobre los cuerpos blancos como sobre piedras blancas.

Después vino un momento menos terrible: el crepitar de la ametralladora y la cara del verdugo fatigada por el trabajo, sencilla y bonachona, aguardando paciente a que ella se acercara y se colocara en el borde de la fosa susurrante.

Cuando llegó la noche, escurrió la camisa mojada y volvió a la ciudad. Los muertos no salían de la tumba, por tanto ella estaba viva. Y mientras, a través de los patios, Natasha se dirigía al gueto, vio que en la plaza había un baile popular. Una orquesta compuesta por instrumentos de viento y cuerda tocaba la melodía triste y melancólica de un vals que siempre le había gustado, y a la luz opaca de la luna y los faroles, las parejas -chicas y soldados-giraban por la plaza polvorienta, y su pisoteo se mezclaba con la música. En ese instante aquella señorita marchita se sintió feliz y a salvo; y, desde entonces, cantaba con el presentimiento de una felicidad futura y, a veces, si nadie la veía, incluso trataba de bailar el vals.

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[50] Acrónimo de sovétskoye joziáistvo. Explotación agrícola soviética.

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[51] «Descended a la fosa.»

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