El conductor del coche dijo con curiosidad:
– ¡Mire, camarada coronel!
Cuatro alemanes llevaban a un compañero en un capote. Por sus caras y sus cuellos tensos era evidente que iban a desplomarse de un momento a otro. Se balanceaban de lado a lado. Los trapos con los que se habían envuelto se les embrollaban en los pies, la nieve seca azotaba sus ojos dementes, los dedos helados se aferraban a los extremos del capote.
– Ellos se lo han buscado, los fritzes -dijo el conductor.
– No fuimos nosotros quienes los llamamos -respondió con aire sombrío Darenski.
Luego, de improviso, le invadió una sensación de felicidad; en la neblina nevosa, sobre la tierra virgen de la estepa, se dirigían hacia el oeste los tanques soviéticos: los T-34, terribles, veloces, musculosos…
Asomados por las escotillas hasta la altura del pecho, se veía a los tanquistas con cascos y pellizas negros. Se desplazaban por el gran océano de la estepa, por la niebla de nieve, dejando atrás una opaca espuma de nieve, y un sentimiento de orgullo y de felicidad les cortaba la respiración.
Una Rusia de acero, terrible y sombría, marchaba hacia occidente.
A la entrada del pueblo se había formado un atasco. Darenski bajó del coche, pasó por delante de los camiones que estaban en doble fila y de los Katiuska cubiertos con lonas…
Un grupo de prisioneros era conducido a través de la carretera. De un coche bajó un coronel con un gorro alto de piel de astracán plateada, de esos que sólo se pueden obtener o comandando un ejército o en calidad de amigo de un intendente del frente, y se puso a observar a los prisioneros. Los soldados de escolta les gritaban, levantando las metralletas:
– Venga, venga, más rápido.
Un muro invisible separaba a la muchedumbre de prisioneros de los conductores de los camiones y los soldados, un frío todavía más acerado que el intenso frío de la estepa impedía que sus ojos se cruzaran.
– Mira, mira, aquél tiene cola -exclamó una voz con escarnio.
A lo largo de la carretera un soldado alemán se movía a cuatro patas, arrastrando tras de sí un trozo de colcha que perdía guata. El soldado avanzaba sobre las rodillas deprisa, moviéndose como un perro, desplazando los brazos y las piernas sin levantar la cabeza, como atareado en olfatear un rastro. Reptaba derecho hacia el coronel, y el conductor, que estaba a su lado, dijo:
– Camarada coronel, cuidado, le va a morder. El coronel dio un paso hacia un lado y cuando el alemán llegó a su altura le dio un puntapié con la bota. Aquel golpe ligero bastó para quebrar la fuerza de gorrión del prisionero. Cayó a tierra con los brazos y las piernas en cruz. Miró desde abajo al hombre que le había golpeado: en los ojos del alemán, como en los ojos de una oveja moribunda, no se advertía ningún reproche, ni siquiera sufrimiento; únicamente resignación.
– Arrástrate, conquistador de mierda -dijo el coronel, frotando contra la nieve la suela de la bota. Una risita recorrió a los espectadores. Darenski sintió que se le nublaba la cabeza; que ya no era él, sino otro hombre, al que conocía sin conocerlo, un hombre que ignoraba la duda guiaba sus actos.
– Los rusos no golpean a un hombre en el suelo, camarada coronel.
– ¿Y qué soy yo, según usted? ¿No soy ruso, quizá?
– Usted es un miserable -dijo Darenski, y al ver que el coronel había dado un paso en su dirección, se adelantó al estallido de cólera y amenazas, y gritó-: Mi nombre es Darenski. Teniente coronel Darenski, inspector de la sección de operaciones del Estado Mayor del frente de Stalingrado. Estoy dispuesto a repetir lo que acabo de decir ante el comandante del frente y el tribunal militar. El coronel, con una voz llena de odio, dijo:
– Bien, teniente coronel Darenski, esto no quedará así -dijo, y se alejó.
Algunos prisioneros arrastraron a un lado al caído y, cosa extraña, dondequiera que Darenski girara su mirada tropezaba con los ojos de la muchedumbre de prisioneros agolpados.
Regresó despacio a su coche y oyó una voz burlona:
– Los fritzes ya han encontrado a su defensor.
Poco después viajaba de nuevo por la carretera, y de nuevo les vino al encuentro, entorpeciendo la circulación, un gentío gris de alemanes y uno verde de rumanos.
El conductor, mirando con el rabillo del ojo las manos temblorosas de Darenski mientras fumaba un cigarro, dijo:
– Yo no siento piedad por ellos. Podría matar a cualquiera.
– De acuerdo, de acuerdo -respondió Darenski-, tenías que haber disparado contra ellos en 1941, cuando huías, al igual que yo, sin mirar atrás.
Después permaneció callado el resto del camino.
Pero el incidente con el prisionero no le había abierto el corazón a la bondad, más bien había agotado sus reservas de bondad.
Qué abismo se abría entre aquella estepa calmuca por la que iba hacia Yashkul y la carretera que ahora recorría.
¿Era él quien se había encontrado en medio de una tormenta de arena, bajo una luna enorme, mirando la huida de los soldados del Ejército Rojo, los cuellos serpenteantes de los camellos, y había unido en su alma con una especie de ternura a todas las personas débiles, pobres y queridas en aquel extremo de la tierra rusa?
30
El Estado Mayor del cuerpo de tanques se había instalado en los márgenes del pueblo. Darenski se acercó a la isba que alojaba el cuartel general. Anochecía. Evidentemente, el Estado Mayor había llegado hacía poco: los soldados descargaban del camión maletas y colchones; los radiotelegrafistas estaban tendiendo los cables.
Un ametrallador que montaba guardia entró a regañadientes en el vestíbulo y llamó al ayudantede campo. Éste salió de mala gana al zaguán, y como todos los ayudantes de campo, miró atentamente no a la cara, sino a las hombreras del recién llegado, y dijo:
– Camarada teniente coronel, el comandante del cuerpo acaba de llegar de una inspección a una brigada; está descansando. Pase a ver al oficial de servicio.
– Informe al comandante del cuerpo de que ha llegado el teniente coronel Darenski. ¿Entendido? -ordenó con arrogancia.
El ayudante de campo lanzó un suspiro y entró en la isba, de la que salió un instante después para decirle en voz alta:
– Adelante, camarada teniente coronel. Darenski entró en el zaguán y Nóvikov salió a su encuentro. Por un instante se examinaron el uno al otro riendo de alegría.
– Así que al final volvemos a vernos -exclamó Nóvikov. Fue un buen encuentro.
Dos cabezas inteligentes se inclinaron, como de costumbre, sobre el mapa.
– Avanzo con la misma velocidad que cuando poníamos pies en polvorosa -dijo Nóvikov-, pero en este sector he superado la velocidad de fuga.
– Ahora estamos en invierno -dijo Darenski-. ¿Qué pasará en verano?
– No tengo dudas al respecto.
– Yo tampoco. Mostrar el mapa a Darenski era un verdadero placer para Nóvikov. La comprensión, el interés por los detalles que creía ser el único en observar, las cuestiones que le inquietaban…
Bajó la voz, como si le estuviera confiando algo personal, íntimo, y dijo:
– Es todo seguro, definitivo: la exploración de la zona de acción de los tanques, el empleo coordinado de todos los medios, el esquema de los puntos de referencia. Todo está en orden. Pero la intervención de todos los ejércitos depende de un solo dios: el T-34, ¡nuestro rey!
Darenski conocía el mapa de las operaciones militares que se habían iniciado en otros flancos aparte del ala sur del frente de Stalingrado. Nóvikov supo por él detalles que desconocía sobre la operación del Cáucaso, el contenido de las conversaciones interceptadas entre Hitler y Paulus, y pormenores sobre el movimiento del grupo del general de artillería Fretter-Piko.
– Se ve ya Ucrania por la ventana -observó Nóvikov.
Indicó en el mapa:
– Parece que yo estoy más cerca que los otros. Sólo el cuerpo de Rodin me pisa los talones.