Luego dejó a un lado el mapa y declaró:
– Bien, basta por ahora; ya hemos hablado bastante de estrategia y táctica.
– Y en el terreno personal, ¿nada nuevo? -preguntó Darenski.
– Todo nuevo.
– ¿Vas a casarte?
– Lo espero de un día a otro; será pronto.
– Ay, cosaco, es tu fin -dijo Darenski-. Te felicito de todo corazón. Yo, en cambio, siempre estoy en estado desmerecer.
– ¿Y Bíkov? -preguntó de repente Nóvikov.
– ¿Bíkov? Ahora está con Vatutin.
– Es fuerte, el perro.
– Una roca.
– Que se vaya al diablo -dijo Nóvikov, y gritó en dirección a la habitación vecina-: Eh, Vershkov, por lo visto te has propuesto matarnos de hambre. Llama también al comisario, cenaremos todos juntos.
Sin embargo, no fue necesario llamar a Guétmanov; éste llegó por sí solo y con voz afligida, de pie junto a la puerta, dijo:
– ¿Qué pasa, Piotr Pávlovich? Parece que Rodin se ha puesto en cabeza. Ya verás, llegará a Ucrania antes que nosotros -y, dirigiéndose a Darenski, añadió-: Ha llegado la hora, teniente coronel. Ahora tenemos más miedo al vecino que al enemigo. A propósito, ¿no será usted un vecino? No, no, está claro, usted es un viejo amigo del frente.
– Pareces obsesionado con la cuestión ucraniana -dijo Nóvikov.
Guétmanov cogió una lata de conservas y en tono de amenaza burlona observó:
– Está bien, pero ten en cuenta, Piotr Pávlovich, que cuando llegue tu Yevguenia Nikoláyevna sólo te casaré en tierra ucraniana. Escojo al teniente coronel como testigo. Levantó el vaso, y apuntando con él en dirección a Nóvikov, dijo:
– Vamos, camarada teniente coronel, propongo que bebamos a la salud de su corazón ruso. Darenski, conmovido, elogió:
– Ha encontrado unas bonitas palabras. Nóvikov, recordando la hostilidad de Darenski hacia los comisarios, dijo:
– Bien, camarada teniente coronel, hacía mucho tiempo que no nos veíamos.
Guétmanov miró la mesa y dijo:
– No hay nada que ofrecer a nuestro invitado, sólo conservas. AI cocinero no le da tiempo a encender la estufa porque siempre estamos cambiando de puesto de mando. Día y noche estamos en movimiento. Tendría que haber venido a vemos antes del ataque. Ahora, en un día entero de marcha, paramos sólo una hora. Nos adelantamos a nosotros mismos.
– Danos al menos un tenedor más -pidió Nóvikov al ayudante de campo.
– Dio orden de que no descargáramos la vajilla del camión -respondió el ayudante.
Guétmanov comenzó a explicar su viaje por el territorio liberado.
– Los rusos y los calmucos -decía- son como el día y la noche. Los calmucos cantaban al son del silbato alemán. Les habían dado sus uniformes verdes. Corrían por las estepas para cazar rusos. ¡Y será que no les ha dado cosas el poder soviético! Era el país de los nómadas harapientos, el imperio de la sífilis, del analfabetismo generalizado. Pero por mucho que se le alimente, el lobo continuará mirando hacia la estepa. También durante la guerra civil estaban casi todos con los blancos… Y cuánto dinero hemos despilfarrado durante décadas en nombre de la amistad entre los pueblos. Habría sido mejor construir con esos medios una fábrica de tanques en Siberia. Una mujer, una joven cosaca del Don, me contó lo que había tenido que soportar. No, no, los calmucos han traicionado la confianza rusa y soviética. Así lo expondré en mi informe al Consejo Militar; luego, dirigiéndose a Nóvikov, preguntó:
– ¿Te acuerdas de cuando te puse en guardia contra Basángov? Me guió mi instinto de comunista. No te ofendas, Piotr Pávlovich, no es un reproche. ¿Crees que me he equivocado pocas veces en la vida? La nacionalidad de una persona es algo importante. En el futuro tendrá un papel determinante; se ha demostrado en la práctica de la guerra. ¿Sabéis cuál ha sido la enseñanza decisiva para los bolcheviques? La práctica.
– A propósito de los calmucos, estoy de acuerdo con usted -dijo Darenski-. Estuve hace poco en las estepas calmucas, he pasado por todos esos Shebener y Kitchener.
¿Por qué había dicho eso? Había viajado mucho por territorio calmuco y nunca había anidado en su corazón, un sentimiento malévolo hacia los calmucos, sino sólo un interés vivo por su vida y sus costumbres.
Parecía que el comisario del cuerpo poseyera una especie de fuerza magnética. Darenski deseaba manifestarle continuamente que estaba de acuerdo con él.
Y Nóvikov le miraba con una sonrisita en los labios, porque conocía bien aquel magnetismo del comisario que inducía a decirle siempre que sí.
– Sé que ha sufrido injusticias en su momento -dijo de improviso y con sencillez Guétmanov a Darenski-. Pero no guarde rencor contra el partido de los bolcheviques, porque quiere el bien del pueblo.
Y Darenski, que siempre había considerado que los de la sección política y los comisarios sólo servían para traer confusión al ejército, respondió:
– Claco, como si no lo comprendiera.
– Por supuesto -dijo Guétmanov-, las hemos hecho buenas, pero el pueblo nos perdonará. ¡Nos perdonará! Porque en el fondo somos buenas personas. ¿No es verdad? Nóvikov miró con ternura a los presentes y dijo:
– ¿No es buen tipo el comisario de nuestro cuerpo?
– Sí, muy buen tipo -corroboró Darenski.
– Exacto -dijo Guétmanov, y los tres se echaron a reír.
Como si hubiera adivinado el deseo de Nóvikov y Darenski, Guétmanov miró el reloj.
– Voy a descansar; estoy siempre en movimiento, día y noche, hoy al menos dormiré hasta la mañana. Hace diez días que no me quito las botas, como un gitano. ¿Dónde está el jefe del Estado Mayor? ¿Está durmiendo ya?
– ¿Dormido? -preguntó Nóvikov-. ¡Qué va! Ha ido a inspeccionar una nueva posición dado que nos trasladaremos mañana.
Cuando se quedaron solos, Darenski dijo: -Piotr Pávlovich, hay algo que no he acabado de comprender… Hace poco tiempo estaba-en las arenas de la región del Caspio. Me sentía muy deprimido. Parecía que había llegado el fin. Y mira lo que ha pasado ahora: hemos podido organizar esta fuerza fantástica, una fuerza ante la cual todo parecía inútil.
– ¡Y yo comprendo cada vez mejor y más claramente qué significa ser ruso! -dijo Nóvikov-. Somos fuertes y temerarios como lobos.
– ¡Una fuerza fantástica! -repitió Darenski-. Pero he aquí lo fundamental: los rusos conducidos por los bolcheviques encabezarán la humanidad y el resto es un detalle insignificante.
– Escucha una cosa -propuso Nóvikov-: ¿quieres que vuelva a formular la petición de tu traslado? Entrarías como subjefe de Estado Mayor. Combatiríamos juntos, ¿qué te parece?
– ¿Qué puedo decir? Gracias. ¿Y de quién sería el adjunto?
– Del general Neudóbnov. Según el reglamento, un teniente coronel desempeña las funciones de general.
– ¿Neudóbnov? ¿El que estuvo en el extranjero antes de la guerra? ¿En Italia?
– Exacto. El mismo. No es un Suvórov, pero por lo general se puede trabajar con él.
Darenski guardó silencio. Nóvikov le miró.
– Entonces, ¿cerramos el trato? -insistió.
Darenski se levantó el labio con un dedo y tiró un poco atrás la mejilla.
– ¿Ves las coronas? -preguntó-. En 1937 Neudóbnov me hizo saltar dos dientes durante un interrogatorio.
Se intercambiaron una mirada, guardaron silencio un rato, luego se miraron de nuevo.
Darenski dijo:
– Desde luego, es un hombre competente.
– Es verdad; no es un calmuco, es un ruso -dijo riendo Nóvikov, y de pronto gritó-: Bebamos, pero esta vez en serio, ¡a la rusa!
Darenski, por primera vez en su vida, bebió mucho, pero de no ser por las dos botellas de vodka vacías sobre la mesa, nadie habría notado que los dos hombres habían empinado el codo. Fue así como comenzaron a tutearse.
Nóvikov llenó los vasos por enésima vez y dijo:
– Bebe, no pares.
Esta vez el abstemio Darenski no se abstuvo de beber.
Hablaron de los primeros días de la guerra, del repliegue, de Bliújer y Tujachevski, de Zhúkov. Darenski habló sobre su interrogatorio y le explicó lo que quería saber el juez instructor.