En las letrinas se encontró con Ósipov: el comisario de brigada lavaba algunas prendas en los canalones de hojalata, a la tenue luz de una lámpara anémica.
– Me alegra encontrarle aquí -dijo Mostovskói-. Tengo que hablar con usted.
Ósipov asintió, miró a su alrededor y se secó las manos en los costados.
Los dos hombres se sentaron en la repisa de cemento que sobresalía de la pared.
– Es lo que me temía. Ese canalla no pierde el tiempo -le comentó Ósipov cuando Mostovskói empezó a hablarle de los planes de Yershov.
Acarició la mano de Mostovskói con su palma húmeda.
– Camarada Mostovskói -le dijo-, me maravilla su firmeza. Es un bolchevique de la cohorte de Lenin. Por usted no pasan los años. Es un ejemplo para todos nosotros.
Bajó la voz.
– Camarada Mostovskói, nuestra organización militar ya ha sido fundada; habíamos decidido no contárselo de momento, no queríamos poner su vida en peligro. Aun así debo decirle una cosa: no se puede confiar en Yershov. Pero, por lo visto, el tiempo no hace mella en los compañeros de lucha de Lenin. Se lo digo claramente: no podemos confiar en Yershov. Como se dice, tiene una biografía mediocre: un pequeño kulak, rencoroso por las represiones. Pero somos realistas. De momento no podemos prescindir de él. Se ha granjeado el reconocimiento gracias a su populachería. Usted sabe mejor que yo cómo el Partido ha sabido servirse de personas como él para sus propios fines.
Pero debe estar al corriente de la opinión que nos merece: confiamos en él, pero prudentemente y sólo por algún tiempo.
– Camarada Ósipov, llegará hasta el fondo, no dudo de él.
Las gotas repiqueteaban contra el suelo de cemento.
– Escuche, camarada Mostovskói -dijo Ósipov despacio-. No tenernos secretos con usted.
Aquí hay un camarada enviado desde Moscú. Éste no es sólo mi punto de vista, es también el suyo. Sus directivas son para nosotros, los comunistas, incuestionables: órdenes que nos da el Partido, órdenes de Stalin en circunstancias excepcionales. Colaboraremos con su ahijado, el «director de conciencias»; lo hemos decidido y así lo haremos. Sólo es importante una cosa: ser realista, pensar dialécticamente. Pero no es tarea mía enseñárselo.
Mostovskói guardó silencio. Ósipov le abrazó y le besó tres veces en los labios. En sus ojos brillaron las lágrimas.
– Le beso como besaría a mi padre -le dijo-, y siento la necesidad de santiguarle, como mi madre solía bendecirme.
Y Mijaíl Sídorovich sintió que la sensación insoportable, dolorosa, de la complejidad de la vida se desvanecía.
Una vez más, como en su juventud, el mundo parecía sencillo y diáfano, claramente dividido entre los «nuestros» y «ellos».
Aquella noche, los SS entraron en el barracón especial y se llevaron a seis hombres, Míjaíl Sídorovich Mostovskói entre ellos.
SEGUNDA PARTE
1
Cuando la gente en la retaguardia ve pasar los convoyes de refresco hacia el frente les invade un sentimiento de angustiosa felicidad; les parece que aquellos cañones, aquellos tanques recién pintados están destinados a asestar el anhelado golpe decisivo que precipitará el feliz desenlace de la guerra.
Los soldados que suben a los convoyes después de pasar una larga temporada en la reserva sienten una tensión especial. Los jóvenes oficiales sueñan con recibir órdenes de Stalin en sobres lacrados… Los hombres con experiencia, por supuesto, no piensan en nada semejante: beben agua caliente, ablandan el pescado seco golpeándolo contra la mesa o las suelas de las botas, discuten sobre la vida privada del mayor, las perspectivas de intercambio de mercancías que habrá en la próxima estación. Los veteranos ya saben cómo funcionan las cosas: se desembarca a las tropas en alguna zona cercana al frente, en una recóndita estación cuyo emplazamiento sólo parecen conocer los aviones alemanes, y bajo el primer bombardeo, los novatos pierden parte de su humor festivo… Los hombres, que durante el trayecto han dormido como lirones, ahora ni siquiera tienen una hora de reposo; la marcha se prolonga durante días enteros; no hay tiempo de comer ni de beber, mientras las sienes parecen a punto de estallar por el incesante rugido de los motores recalentados; las manos tampoco tienen fuerza para sujetar las palancas de mando. Por su parte, el comandante está harto de mensajes cifrados y de la ración generosa de gritos e improperios que le llegan a través del radiotransmisor; los superiores necesitan tapar agujeros en el frente lo más pronto posible, poco importa cuáles hayan sido los resultados de las tropas durante los ejercicios de tiro. «Adelante, adelante.» Es la única arenga que retumba en los oídos del comandante de la unidad y éste avanza, no se detiene, ataca con todas sus fuerzas. Y, a veces, nada más llegar, sin haber explorado previamente el terreno, la unidad se ve obligada a entrar en combate; la voz cansada y nerviosa de alguien grita: «¡Contraatacad, rápido! ¡A lo largo de esas colinas! No hay ni uno de los nuestros y el enemigo arremete con fuerza. Nos vamos al garete».
En las cabezas de los conductores, los radiotelegrafistas y los artilleros se confunde el rugido de la larga marcha con el silbido de los obuses alemanes y el estallido de las bombas de mortero.
Entonces la locura de la guerra se hace tangible. Pasa una hora, y he aquí el resultado de la ingente empresa: tanques destrozados y en llamas, piezas de artillería retorcidas y orugas arrancadas.
¿Dónde han ido a parar los duros meses de entrenamiento? ¿En qué se ha convertido el trabajo paciente y diligente de los fundidores de acero y los electricistas?
Y el oficial superior, para encubrir la precipitación irreflexiva con la que ha lanzado al combate a la unidad recién llegada de la retaguardia, para ocultar su inútil pérdida, redacta un informe estándar: «La acción de las reservas llegadas de la retaguardia ha frenado momentáneamente el avance del enemigo y ha permitido reagrupar las fuerzas bajo mi mando».
Si no hubiera gritado «adelante, adelante», si les hubiera permitido hacer un reconocimiento previo del terreno no habrían ido a parar a un campo de minas. Y los tanques, aunque no hubieran obtenido un resultado decisivo, al menos habrían podido entrar en combate y ocasionar daños en las filas alemanas.
El cuerpo de tanques de Nóvikov se dirigía al frente. Los ingenuos y poco aguerridos soldados que conducían los tanques estaban convencidos de que precisamente recaería sobre ellos la misión de participar en los combates decisivos. Los frontoviki [71], que ya sabían lo que era pasarlas moradas, se reían de ellos; Makárov, el comandante de la primera brigada, y Fátov, el mejor comandante del batallón, ya habían visto todo aquello muchas veces.
Los escépticos y pesimistas eran hombres realistas, de probada experiencia, y habían pagado con sangre y sufrimiento su comprensión de la guerra. En eso consistía su superioridad sobre los mozalbetes imberbes. Sin embargo, se equivocaban. Los tanques del coronel Nóvikov iban a participar en una acción que sería decisiva para el curso de la guerra y la vida de cientos de millones de personas después de la contienda.