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¿Cómo si no cabe explicar que un poeta, campesino de nacimiento, dotado de razón y talento, escribiera con sentimiento genuino un poema que exalta los años terribles de sufrimientos padecidos por los campesinos, años que han engullido a su propio padre, un trabajador honrado y sencillo?

Uno de los medios de los que se sirve el fascismo para actuar sobre el hombre es la total, o casi total, ceguera. El hombre no cree que vaya al encuentro de su propia aniquilación. Es sorprendente que aquellos que se encontraban al borde de la tumba fueran tan optimistas. Sobre la base de la esperanza -una esperanza absurda, a veces deshonesta, a veces infame- surgió la sumisión, que a menudo era igual de miserable y ruin.

La insurrección de Varsovia, la insurrección de Treblinka, la insurrección de Sobibor, las pequeñas revueltas y levantamientos de los Brenner nacieron de la desesperación más absoluta. Pero, naturalmente, la desesperación total y lúcida no generó sólo levantamientos y resistencia: engendró también el deseo -extraño en un hombre normal- de ser ejecutado lo más pronto posible.

La gente discutía por el puesto en la cola hacia la fosa sangrienta mientras en el aire resonaba una voz excitada, demente, casi exultante:

– Judíos, no tengáis miedo. No es nada terrible. Cinco minutos y todo habrá terminado.

Todo, todo engendraba sumisión, tanto la esperanza como la desesperación. Sin embargo, los hombres, aunque sometidos a la misma suerte, no tienen el mismo carácter.

Es necesario reflexionar sobre qué debió de soportar y experimentar un hombre para llegar a considerar la muerte inminente como una alegría. Son muchas las personas que deberían reflexionar, y sobre todo las que tienen tendencia a aleccionar sobre cómo debería de haberse luchado en unas condiciones de las que, por suerte, esos frívolos profesores no tienen ni la menor idea.

Una vez establecida la disposición del hombre a someterse ante una violencia ilimitada, cabe extraer la última conclusión, de gran relevancia para entender la humanidad y su futuro.

¿Sufre la naturaleza del hombre una mutación dentro del caldero de la violencia totalitaria? ¿Pierde el hombre su deseo inherente a ser libre? en esta respuesta se encierra el destino de la humanidad y el destino del Estado totalitario. La transformación de la naturaleza misma del hombre presagia el triunfo universal y eterno de la dictadura del Estado; la inmutabilidad de la tendencia del hombre a la libertad es la condena del Estado totalitario.

He aquí que las grandes insurrecciones en el gueto de Varsovia, en Treblinka y Sobibor, el gran movimiento partisano que inflamó decenas de países subyugados por Hitler, las insurrecciones postestalinianas en Berlín en 1953 o en Hungría en 1956, los levantamientos que estallaron en los campos de Siberia y Extremo Oriente tras la muerte de Stalin, los disturbios en Polonia, los movimientos estudiantiles de protesta contra la represión del derecho de opinión que se extendió por muchas ciudades, las huelgas en numerosas fábricas, todo ello demostró que el instinto de libertad en el hombre es invencible. Había sido reprimido, pero existía. El hombre condenado a la esclavitud se convierte en esclavo por destino, pero no por naturaleza.

La aspiración innata del hombre a la libertad es invencible; puede ser aplastada pero no aniquilada. El totalitarismo no puede renunciar a la violencia. Si lo hiciera, perecería. La eterna, ininterrumpida violencia, directa o enmascarada, es la base del totalitarismo. El hombre no renuncia a la libertad por propia voluntad. En esta conclusión se halla la luz de nuestros tiempos, la luz del futuro.

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Una máquina eléctrica puede efectuar cálculos matemáticos, memorizar acontecimientos históricos, jugar al ajedrez, traducir libros de una lengua a otra. Supera al hombre en su capacidad de solucionar con mayor rapidez problemas matemáticos; su memoria es impecable.

¿Existe un límite al progreso que crea máquinas a imagen y semejanza del hombre?

Evidentemente la respuesta es no.

Se puede imaginar la máquina de los siglos y milenios futuros. Escuchará música, sabrá apreciar la pintura, ella misma pintará cuadros, compondrá melodías, escribirá versos.

¿Hay un límite a su perfeccionamiento? ¿Podrá ser comparada a un hombre? ¿Lo sobrepasará?

La reproducción del hombre por parte de la máquina necesitará cada vez más electrónica, volumen y superficie.

El recuerdo de la infancia, las lágrimas de felicidad, la amargura de la separación, el amor a la libertad, la compasión hacia un perrito enfermo, la aprensión, la ternura maternal, la reflexión sobre la muerte, la tristeza, la amistad, la esperanza repentina, la suposición feliz, la melancolía, la alegría inmotivada, la turbación inesperada…

¡Todo, la máquina lo reproducirá todo! Sin embargo, sobre la Tierra no habrá lugar suficiente para colocar la máquina, esa máquina cuyas dimensiones siempre continuarán creciendo en medida y peso como si intentara recrear las particularidades de la mente y el alma del hombre medio, del hombre insignificante.

El fascismo aniquiló a decenas de millones de hombres.

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En una casa espaciosa, luminosa y limpia de un pueblo situado en un bosque de los Urales, Nóvikov, el comandante del cuerpo de tanques, y el comisario Guétmanov acababan de examinar los informes de los comandantes de las brigadas que habían recibido la orden de salir de la reserva y entrar en servicio activo.

El trabajo insomne de los últimos días había dado paso a una calma momentánea.

Como suele suceder en esos casos, a Nóvikov y a sus subordinados les daba la impresión de que les había faltado tiempo para completar la instrucción de los reclutas. Pero ahora el periodo de instrucción había llegado a su fin, había acabado la asimilación de la óptica, los equipos de radio, los principios de balística y el funcionamiento de los motores y las piezas móviles; había terminado el periodo de prácticas de la dirección del tiro, de evaluación, elección y repartición de los objetivos, de determinación del momento propicio para abrir fuego, de la observación de los impactos, de la introducción de modificaciones, del cambio de objetivos.

El nuevo maestro, la guerra, enseña rápido, hace trabajar a los rezagados, llena las lagunas.

Guétmanov alargó la mano hacia el armarito que se encontraba entre las dos ventanas, tamborileó con un dedo y dijo:

– Eh, amigo, ven a primera línea.

Nóvikov abrió la puerta del armario, sacó una botella de coñac y lo sirvió en dos grandes vasos azulados.

– ¿Por quién vamos a brindar? -dijo el comisario, pensativo.

Nóvikov sabía a la salud de quién había que beber, precisamente por eso Guétmanov lo había preguntado.

Después de un momento de vacilación, Nóvikov dijo:

– Camarada comisario del cuerpo, beberemos a la salud de los que usted y yo estamos a punto de conducir a la batalla. Que no derramen mucha sangre.

– Correcto, antes de nada preocupémonos de los cuadros que nos han confiado -asintió Guétmanov-. ¡Bebamos por nuestros muchachos!

Brindaron y luego vaciaron sus vasos.

Nóvikov, con precipitación indisimulada, volvió a llenar los vasos y dijo:

– ¡Por el camarada Stalin! ¡Que seamos dignos de su confianza!

Se percató de que en los ojos atentos y afectuosos de Guétmanov había asomado una sonrisa burlona e, irritado consigo mismo, pensó: «¡Maldita sea! He corrido demasiado».

– Claro que sí -dijo Guétmanov bondadosamente-, brindemos por nuestro viejecito, por nuestro papaíto. Bajo su mando hemos navegado hasta las aguas del Volga.

Nóvikov miró al comisario, pero ¿qué se puede leer en una cara gorda, sonriente, de pómulos salientes, en los ojos entornados, alegres y desprovistos de bondad de un hombre inteligente de cuarenta años? De repente Guétmanov se puso a hablar del jefe del Estado Mayor, el general Neudóbnov:

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