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La nieve se posaba sobre los hombros de Bach y parecía que fueran copos de silencio los que caían sobre el Volga tranquilo, sobre la ciudad muerta, sobre los esqueletos de los caballos; la nieve caía por doquier, no sólo sobre la Tierra, sino también sobre las estrellas; todo el universo estaba lleno de nieve. Todo desaparecía bajo la nieve: los cuerpos de los muertos, las armas, los trapos purulentos, los cascajos, el hierro retorcido.

No era la nieve, sino el tiempo mismo el que era suave, blanco, el que se posaba y se amontonaba sobre la masacre humana de la ciudad, y el presente se convertía en pasado, y el futuro desaparecía en aquel lento remolino de copos afelpados.

39

Bach yacía sobre el catre detrás de una cortina de percal que aislaba el estrecho trastero del sótano. Sobre su hombro descansaba la cabeza de una mujer dormida. Su rostro, a causa de la delgadez, parecía al mismo tiempo infantil y marchito. Bach miraba el cuello delgado y el pecho que se intuía bajo la camisa gris y sucia. Despacio, sin hacer ruido para no despertarla, Bach se llevó a los labios su trenza despeinada. Sus cabellos estaban perfumados, eran vivos, elásticos, como si por ellos corriera la sangre.

La mujer abrió los ojos. Era una mujer práctica, a veces despreocupada, dulce, astuta, paciente, parsimoniosa, dócil e irascible. Por momentos parecía estúpida, deprimida, taciturna; en otros canturreaba, y a través de las palabras rusas, se filtraban las arias de Carmen o Fausto.

A él no le interesaba quién había sido ella antes de la guerra. Iba a verla cuando tenía ganas y si no deseaba acostarse con ella, no recordaba siquiera su existencia, no se preocupaba de si tenía suficiente comida o de si había sido abatida por un francotirador ruso.

Una vez sacó del bolsillo una galleta que por casualidad llevaba encima; ella se puso contenta y luego se la regaló a la vieja que vivía al lado. Aquel gesto le había conmovido, pero casi siempre que iba a verla se olvidaba de llevarle algo de comer.

Tenía un nombre extraño, que no se parecía a los nombres europeos: Zina.

Antes de la guerra, Zina no conocía a la anciana que ahora vivía a su lado. Era una vieja desagradable, lisonjera y mala, increíblemente falsa, que estaba poseída por un frenesí obsesivo por la comida. En aquel momento, sirviéndose de una maja primitiva de un mortero de madera, estaba moliendo metódicamente unos granos de trigo que olían a petróleo.

Antes del cerco, los soldados alemanes hacían caso omiso de los civiles rusos; ahora, en cambio, penetraban en los sótanos habitados por la población y hacían que las mujeres viejas les ayudaran con toda clase de tareas: la colada sin jabón, hecha con cenizas, platos cocinados con desperdicios, zurcidos y reparaciones. Las personas más importantes de los sótanos eran las viejas, pero los soldados no iban sólo para verlas a ellas.

Bach siempre había pensado que nadie estaba al corriente de sus visitas al sótano. Pero un día, mientras estaba sentado en el catre de Zina y le tenía cogidas las manos, detrás de la cortina oyó hablar alemán y una voz familiar que decía:

– No vaya detrás de la cortina. Está la Fräulein del teniente.

Ahora estaban tumbados uno al lado del otro y guardaban silencio. Toda su vida, sus amigos, sus libros, su historia de amor con María, su infancia, todo lo que le vinculaba a la ciudad donde había nacido, a su escuela, a la universidad, al estruendo de la campaña rusa: nada tenía ya importancia… Todo aquello no era más que el camino para llegar a aquel catre fabricado con una puerta medio chamuscada…

De repente fue presa del pánico ante la idea de que podía perder a aquella mujer que había encontrado, hacia la cual había ido: todo lo que había pasado en Alemania y en Europa había servido para encontrarla… No lo había entendido enseguida: al principio la olvidaba, le gustaba precisamente porque nada serio le ligaba a ella. Pero ahora no existía nada en el mundo que no fuera ella, todo lo demás estaba enterrado bajo la nieve. Tenía una cara encantadora, las ventanas de la nariz ligeramente dilatadas, los ojos extraños y aquella expresión indefensa, infantil y al mismo tiempo fatigada que le hacía enloquecer. En octubre había ido a visitarle al hospital militar, había recorrido el trayecto a pie, pero él no había querido salir a verla.

Zina se daba cuenta de que no estaba borracho. Se había puesto de rodillas, le besaba las manos y había comenzado a besarle los pies; después levantó la cabeza, apoyó la frente y la mejilla contra las rodillas de la mujer., hablando deprisa, apasionadamente; ella no le entendía y él sabía que ella no le entendía: sólo conocía la terrible lengua que hablaban los soldados en Stalingrado.

Sabía que el movimiento que le había llevado hasta esa mujer ahora iba a arrancarle de ella, a separarlos para siempre. De rodillas, le abrazaba las piernas y la miraba a los ojos, y ella escuchaba sus palabras veloces; quería entender, adivinar qué decía, qué le estaba pasando.

Nunca antes había visto a un alemán con una expresión así en la cara; pensaba que sólo los rusos podían tener unos ojos tan sufrientes, tan implorantes, tan tiernos y locos.

Le estaba diciendo que en aquel sótano, mientras le besaba los pies, había entendido por primera vez qué era el amor, y no con las palabras de otros, sino con la sangre del corazón. La amaba más que a su pasado, más que a su madre, más que a Alemania, a su futura vida con María… Se había enamorado. Los muros levantados por los Estados, la furia racista, la cortina de fuego de la artillería pesada no significaban nada, eran impotentes ante la fuerza del amor… Daba gracias al destino porque, a las puertas de la muerte, le había permitido comprenderlo.

La mujer no comprendía sus palabras, sólo conocía algunos vocablos: «Halt, komm, bring, schneller» [116]. Sólo había oído decir a los alemanes: «Acuéstate, kaputt, azúcar, pan, piérdete».

Pero adivinaba lo que le sucedía, veía su turbación. La amante hambrienta, frívola, del oficial alemán comprendía con ternura indulgente su debilidad.

Comprendía que el destino iba a separarlos, y ella era la más tranquila.

Ahora, al ver su desesperación, sintió que el vínculo con aquel hombre se estaba transformando en algo que la sorprendía por su fuerza y su profundidad.

Con aire pensativo acariciaba el cabello de Bach, y en su cabecita astuta surgía el temor de que aquella fuerza indeterminada se apoderara de ella, le hiciera perder la cabeza, la llevara a la ruina…

Y el corazón le palpitaba; le palpitaba desbocado y no quería escuchar la voz astuta que la advertía, que la ponía en guardia.

40

Yevguenia Nikoláyevna había hecho nuevos conocidos: la gente que hacía cola en la Lubianka. Le preguntaban.-. «¿Qué tal? ¿Tiene noticias?». Ahora ya tenía experiencia y no se limitaba a escuchar consejos, sino que ella misma decía: «No se preocupe. Tal vez esté en el hospital. Allí se está bien, todos sueñan con dejar sus celdas para ir al hospital».

Se había enterado de que Krímov se encontraba en la prisión interna de la Lubianka. No había logrado que le aceptaran ningún paquete, pero no perdía la esperanza; en Kuznetski a veces pasaba que, después de rechazar una o dos veces un paquete, de pronto ellos mismos proponían: «Venga, entregue el paquete».

Había estado en el apartamento de Krímov, y la vecina le había contado que unos dos meses antes dos militares, en compañía del administrador de la casa, abrieron la habitación de Krímov y se llevaron un montón de libros y papeles; antes de irse, precintaron la puerta. Zhenia miraba el sello de lacre con algunos hilos de cuerda; la vecina, que estaba a su lado, le decía:

– Sólo una cosa, por el amor de Dios: yo no le he contado nada.

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[116] «Alto, ven, trae, más rápido.»

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