– Buenos días, camarada Chuikov -dijo Yeremenko.
– Buenos días, camarada general -respondió Chuikov.
– He venido para ver cómo le va por aquí. Al parecer no ha sufrido quemaduras durante el incendio. Está igual de greñudo que siempre, y ni siquiera ha adelgazado. Veo que no se alimenta mal.
– ¿Cómo voy a adelgazar si me paso día y noche sentado en el refugio? -replicó Chuikov; y, ofendido por aquel comentario del comandante referente a la buena alimentación, añadió-: Pero ¿qué hago aquí, recibiendo a un invitado en la orilla?
Y, en efecto, Yeremenko se irritó al ser definido por Chuikov como un invitado en Stalingrado. Y cuando Chuikov dijo: «Venga, pasemos dentro», Yeremenko respondió: «Estoy bien aquí, al aire libre».
En ese instante llegó hasta ellos el sonido del altavoz colocado en la otra orilla del Volga.
La orilla estaba iluminada por fuegos y cohetes, por los fogonazos de las explosiones; parecía desierta. La luz ora se apagaba, ora se encendía, resplandeciendo durante algunos segundos con una fuerza blanca deslumbrante. Yeremenko miraba fijamente el talud de la orilla perforado por las trincheras de comunicación, los refugios, las pilas de piedras amontonadas a lo largo del agua, que emergían de las tinieblas para después volver a sumirse rápidamente en la oscuridad.
Una majestuosa voz cantaba despacio, con gravedad:
Que el más noble furor hierva como una ola, ésta es la guerra del pueblo, una guerra sagrada… [12]
Y como no se veía a nadie en la orilla ni en la pendiente y todo alrededor -la tierra, el Volga, el cielo- estaba iluminado por las llamas, parecía que fuera la misma guerra la que entonara esta lenta letanía, palabras pesadas como el plomo que circulaban por entre los hombres.
Yeremenko se sentía a disgusto por el interés que él mismo mostraba hacia el cuadro que se exhibía ante sus ojos; realmente era como si fuera un invitado que hubiera ido a ver al dueño de Stalingrado. Le fastidiaba que Chuikov pareciera intuir el ansia interior que le había impelido a cruzar el Volga, que supiera cómo se atormentaba mientras paseaba por Krasni Sad oyendo el susurro de los juncos secos.
Yeremenko comenzó a interrogar al anfitrión sobre aquel desdichado fuego, sobre cómo había decidido emplear las reservas, sobre la acción combinada de la infantería y la artillería, sobre la concentración de los alemanes en torno al distrito fabril. Formulaba preguntas y Chuikov respondía como se presupone que se debe responder a un superior.
Se quedaron callados un momento. Chuikov quería preguntarle: «Ésta es la acción defensiva más grande de la Historia, pero ¿qué hay de la ofensiva?». Pero no se atrevió. Yeremenko pensaba que a los defensores de Stalingrado les faltaba resistencia, que estaban rogando que les liberaran del peso sobre sus espaldas.
De pronto Yeremenko preguntó:
– Me parece que tu padre y tu madre son de la provincia de Tula; viven en el campo, ¿no es así?
– Así es, camarada general.
– ¿Te escribe el viejo?
– Sí, camarada general. Todavía trabaja.
Se miraron; los cristales de las gafas de Yeremenko habían adquirido una tonalidad rosa por el fulgor del incendio.
Parecía que estaba a punto de comenzar la única conversación que realmente les importaba a ambos, sobre la situación de Stalingrado.
– Me imagino que te interesan las cuestiones -dijo Yeremenko- que siempre se le plantean al comandante del frente acerca del refuerzo de hombres y las municiones.
Y la conversación, la única conversación que habría tenido sentido en aquel momento, no tuvo lugar.
El centinela apostado en la cresta de la ladera miraba hacia abajo y Chuikov, al oír el silbido de un obús, alzó los ojos y dijo:
– El soldado se debe de estar preguntando quiénes son estos dos tipos raros que están ahí plantados al lado del agua. Yeremenko se sonó y se hurgó las narices.
Se acercaba el momento de la despedida. Según una regla tácita, un superior que está bajo fuego enemigo sólo se va cuando sus subordinados se lo piden. Pero la indiferencia de Yeremenko hacia el peligro era tan absoluta y natural que aquellas reglas no le atañían.
Distraídamente y al mismo tiempo vigilante, volvió la cabeza para seguir el silbido de la trayectoria de un obús.
– Bueno, Chuikov, ya es hora de irme.
Chuikov permaneció algunos momentos en la orilla mientras seguía con la mirada cómo se alejaba la lancha; la estela de la espuma tras la popa le recordó un pañuelo blanco que una mujer agitara en señal de despedida.
Yeremenko, de pie en la cubierta, miraba la otra orilla del Volga, que ondeaba arriba y abajo bajo la luz confusa que procedía de Stalingrado: mientras, las aguas por las que saltaba la lancha parecían inamovibles, como una losa de piedra.
Paseaba con enojo de estribor a babor. Le vinieron a la mente decenas de pensamientos acostumbrados. Nuevos problemas habían surgido en el frente. Lo principal en ese momento era concentrar las fuerzas blindadas; la Stavka [13] le había encargado que preparara una ofensiva contra el flanco izquierdo. Pero a Chuikov no le había dicho ni una palabra de eso.
Chuikov volvió a su refugio, y todos -ya fuera el centinela apostado en la entrada, el encargado de clasificación o el jefe de Estado Mayor de la división de Guriev, que había comparecido ante una llamada-, al oír los pasos pesados de su superior, advirtieron que estaba apesadumbrado. Y tenía sobrados motivos para estarlo.
Porque las divisiones poco a poco se iban desmoronando, porque en la alternancia de ataques y contraataques los alemanes ganaban inexorablemente valiosos metros de la tierra de Stalingrado. Porque dos divisiones de infantería frescas y con todos sus efectivos al completo que se habían unido por la retaguardia alemana estaban concentradas en las inmediaciones de la fábrica de tractores, sumidas en una inactividad que era signo de mal agüero.
No, Chuikov no había expresado al comandante del frente todos sus temores, sus inquietudes, sus lúgubres pensamientos.
Pero tanto el uno como el otro desconocían cuál era la causa de la sensación de descontento que experimentaron. Lo más importante de aquel encuentro no fue la parte práctica, sino lo que ninguno de los dos había sido capaz de decir en voz alta.
14
Una mañana de octubre el mayor Beriozkin, al despertarse, pensó en su mujer y en su hija, en las ametralladoras de gran calibre, y oyó el estruendo ya habitual después de vivir un mes en Stalingrado; llamó al ametrallador que cumplía el cometido de ordenanza y le mandó que le trajera lo necesario para lavarse.
– Fresca como me ha ordenado -dijo Glushkov sonriendo y sintiendo el placer que a Beriozkin le procuraría el aseo matutino.
– En los Urales, donde están mi mujer y mi hija, seguro que han caído las primeras nieves -dijo Beriozkin-, pero no me escriben, ¿entiendes?
– Le escribirán, camarada mayor -lo consoló Glushkov.
Mientras Beriozkin se secaba y se ponía la guerrera, Glushkov le relataba los acontecimientos acaecidos durante las primeras horas de la mañana.
Un obús ha caído en la cantina y ha matado a un almacenero; en el segundo batallón el subjefe del Estado Mayor salió a hacer una necesidad y fue alcanzado en el hombro por un casco de metralla; los soldados del batallón de zapadores han pescado una perca de casi cinco kilos aturdida por una bomba. He ido a verla; se la han llevado como regalo al camarada capitán Movshóvich. Ha venido el camarada comisario y ha ordenado que usted le telefonee cuando se despierte.
– Entendido -dijo Beriozkin.
Tomó una taza de té, comió gelatina de pierna de ternera, telefoneó al comisario y al jefe del Estado Mayor comunicando que iba a supervisar los batallones, se puso el chaquetón guateado y se dirigió hacia la puerta.