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Miró a Shtrum y éste tuvo la sensación de que, en cualquier momento, Kovchenko iba a pronunciar las palabras que todo el tiempo, como una niebla invisible, habían estado suspendidas entre ellos, rozando sus ojos, sus manos, su cerebro.

Shtrum bajó la cabeza, y en ese instante dejó de existir el profesor, el doctor en ciencias, el científico famoso, el autor de un importante descubrimiento, capaz de ser altivo y condescendiente, independiente y brusco. Sólo era un hombre encorvado, estrecho de espaldas, de nariz aguileña, pelo rizado, con los ojos entornados, como si estuviera esperando recibir una bofetada en la mejilla; miró al hombre de la camisa bordada ucraniana, y esperó.

Kovchenko dijo en voz baja:

– ¡Vamos, Víktor Pávlovich, no se preocupe, no se preocupe! No hay motivos. ¿Por qué monta tanto alboroto por una nimiedad?

54

Por la noche, cuando su mujer y su hija se fueron a dormir, Shtrum empezó a rellenar el formulario. Las preguntas eran casi las mismas que antes de la guerra, y como eran idénticas, a Víktor Pávlovich le parecieron inútiles y portadoras de nuevas preocupaciones.

Al Estado no le interesaba si las herramientas matemáticas que utilizaba Shtrum para realizar su trabajo eran apropiadas; si el montaje instalado en el laboratorio era idóneo para los complejos experimentos que debían efectuarse; si era buena la protección de los investigadores contra las radiaciones; si era satisfactoria la amistad y la relación profesional entre Shtrum y Sokolov; si los jóvenes colaboradores estaban preparados para llevar a cabo cálculos extenuantes y si comprendían cuántas cosas dependían de la paciencia, el esfuerzo constante y la concentración.

Era un cuestionario magistral, el formulario de los formularios. Querían saberlo todo sobre el padre de Liudmila, sobre su madre, el abuelo y la abuela de Víktor Pávlovich, dónde habían vivido, cuándo habían muerto, dónde estaban enterrados. ¿Por qué motivo el padre de Víktor Pávlovich, Pável Iósifovich, había viajado a Berlín en 1910? La curiosidad del Estado era seria, tétrica. Shtrum miró el formulario y se sorprendió al dudar de si mismo: ¿Era un hombre de fiar?

1. Apellido, nombre, patronímico… ¿Quién era el hombre que rellenaba el formulario a altas horas de la noche?: ¿Shtrum? ¿Víktor Pávlovich? Su madre y su padre nunca se habían casado, sólo habían convivido, y se habían separado cuando Vitia tenía dos años. Se acordaba de que en los documentos de su padre figuraba el nombre de Pinjus y no Pável. «¿Por qué soy Víktor Pávlovich? ¿Quién soy? ¿Me conozco de veras? ¿Y si me llamara Goldman o Sagaidachni? ¿Y si fuera el francés Desforges, alias Dubrovski?»

Y, acechado por las dudas, pasó a responder la segunda pregunta.

2. Fecha de nacimiento… año… mes… día…, según el antiguo y el nuevo calendario. ¿Qué sabía él de aquel oscuro día de diciembre? ¿Podía afirmar con certeza que había nacido precisamente aquel día? ¿No debería añadir, para declinar la responsabilidad, «según dice…»?

3. Sexo… Shtrum escribió sin vacilar: «Hombre». Luego pensó: «Vaya hombre estoy hecho; un verdadero hombre no se habría callado tras la destitución de Chepizhin».

4. Lugar de nacimiento, según las antiguas divisiones administrativas (provincia, distrito, vólost, pueblo) y las nuevas (oblast, distrito, región urbana o rural)… Shtrum anotó: «Jarkov». Su madre le había contado que había nacido en Bajmut, pero que la partida de nacimiento la habían expedido en Jarkov, donde se había trasladado dos meses después de su nacimiento. ¿Era preciso añadir una explicación?

5. Nacionalidad… Aquí estaba el quinto punto. Tan sencillo e insustancial antes de la guerra; ahora, sin embargo, había cobrado una importancia particular. Apretando la pluma entre los dedos, escribió con trazo decidido: «Judío». Aún no sabía el precio que pagarían cientos de miles de personas por responder a la quinta pregunta del formulario con las palabras: calmuco, balkar, checheno, tártaro de Crimea, judío…

No sabía qué oscuras pasiones se desatarían año tras año en torno a este quinto punto. No preveía que el miedo, la rabia, la desesperación, la desolación, la sangre se trasladarían del sexto punto, «origen social», al quinto; que al cabo de pocos años muchas personas responderían al quinto punto del formulario con el mismo sentimiento de fatalidad con que diez años antes los hijos de los oficiales cosacos, así como los nobles, industriales, sacerdotes, habían respondido al sexto.

Sin embargo, Víktor intuía ya que las líneas de fuerza se concentraban alrededor de la quinta pregunta del cuestionario. La noche antes había telefoneado a Landesman para decirle que no había tenido éxito respecto a su nombramiento. «Ya me lo imaginaba», dijo Landesman en un tono de voz irritado y de reproche. «¿Algún dato reprobable en su formulario?», le preguntó Shtrum. Landesman suspiró y dijo: «Lo que es reprobable es mi apellido».

A la hora del té, Nadia había contado:

– ¿Sabes, papá?, el padre de Maika ha dicho que el año que viene en el Instituto de Relaciones Exteriores no contratarán a ningún judío.

«Bueno -pensó Shtrum-. Si uno es judío, es judío, y hay que ponerlo.»

6. Origen social… Éste era el tronco de un potente árbol cuyas raíces se hundían profundamente en la tierra, cuyas ramas se extendían sobre las amplias hojas del cuestionario: origen social de la madre y el padre, de los padres de la madre y el padre… Origen social de la mujer, de los padres de la mujer… Si usted está divorciado, origen social de su ex mujer… ¿A qué se dedicaban sus padres antes de la Revolución?

La Gran Revolución había sido una revolución social, la revolución de los pobres. A Shtrum siempre le había parecido que en la sexta pregunta se expresaba la justa desconfianza de los pobres, provocada por la tiranía milenaria de los ricos.

Escribió: «Pequeñoburgués». ¡Pequeñoburgués! ¿Qué clase de pequeñoburgués era? De repente, seguramente a causa de la guerra, había empezado a dudar de si existía un abismo entre la legítima pregunta soviética acerca del origen social y la sangrienta manera en que los alemanes trataban el problema de la nacionalidad. Recordó las conversaciones nocturnas de Kazán, el discurso de Madiárov sobre la actitud de Chéjov respecto al ser humano.

Pensó: «A mí me parece moral, justa, la distinción social. Pero a los alemanes les parece indiscutiblemente moral la distinción nacional. Para mí está claro que es horrible matar a los judíos por el simple hecho de que sean judíos. Son hombres como los demás: buenos, malos, ingeniosos, estúpidos, torpes, alegres, sensibles, generosos o tacaños. Hitler dice que nada de eso importa, lo único que importa es que son judíos. ¡Protesto con toda mi alma! Pero nosotros tenemos el mismo principio: lo que importa es sí eres hijo de aristócrata, hijo de un kulak, de un comerciante. Y si una persona es buena, mala, inteligente, sensible, estúpida, alegre, ¿qué más da? Lo peor es que en nuestros formularios no se habla de comerciantes, sacerdotes o aristócratas. Se habla de sus hijos, de sus nietos. No se sabe, tal vez llevan la nobleza en la sangre, como los judíos. ¡Como si uno pudiera ser comerciante o sacerdote por una cuestión de sangre! ¡Qué estupidez! Sofía Peróvskaya era hija de un general, aún más, de un gobernador. ¿Hay que arrojarla al fango por ese motivo?

Komissárov, el lacayo policía que capturó a Karakózov, habría respondido a la sexta pregunta: «Pequeñoburgués». Le habrían aceptado en la universidad, puesto que Stalin ha dicho; «El hijo no debe responder por su padre». Pero Stalin también ha dicho: «La manzana no cae lejos del árbol». Bueno, pequeñoburgués sí que lo es.

7. Posición social… ¿Funcionario? Un funcionario es un contable, un registrador… Un funcionario llamado Shtrum había demostrado sobre bases matemáticas el mecanismo de desintegración de los núcleos atómicos. Otro empleado llamado Márkov esperaba confirmar, con la ayuda de los nuevos aparatos, las teorías del funcionario llamado Shtrum. «Eso es -pensó-. Funcionario.»

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