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– Grékov, quiero hablar seriamente con usted, sin rodeos. ¿Qué quiere?

Éste, que permanecía sentado, lanzó una rápida ojeada de abajo arriba a Krímov, que estaba de pie frente a él, y le dijo en tono despreocupado:

– Quiero la libertad, eso es por lo que lucho.

– Todos queremos la libertad.

– ¡Basta! -cortó Grékov-. A usted tanto le da la libertad. Lo único que le importa es dominar a los alemanes.

– No es momento para bromas, camarada Grékov -dijo Krímov-. ¿Por qué tolera las declaraciones políticamente incorrectas de algunos soldados, eh? Con la autoridad de la que goza podría ponerles fin igual de bien que un comisario. Pero la impresión que tengo es que los hombres sueltan sus fanfarronadas y le miran, esperando su aprobación. Por ejemplo, el hombre que se pronunció sobre los koljoses. ¿Por qué lo ha apoyado usted? Déjeme que le sea sincero. Si usted quiere, podemos arreglar todo esto juntos. Pero si no está dispuesto, debo advertirle que no estoy para bromas.

– En cuanto a los koljoses, ¿qué tiene de extraordinario lo que ha dicho ese hombre? A la gente no le gustan. Usted lo sabe igual que yo.

– ¿Qué le pasa, Grékov? ¿Es que quiere cambiar el curso de la historia?

– ¿Y usted quiere que todo vuelva a ser igual que antes?

– ¿A qué se refiere con «todo»?

– Justamente a eso: todo. Volver a los trabajos forzados. Grékov hablaba con voz indolente, dejando caer las palabras a regañadientes y con una buena dosis de sarcasmo. De repente se levantó y dijo:

– Ya basta, camarada comisario. No estoy maquinando nada. Sólo le estaba tomando un poco el pelo. Soy tan soviético como usted. Su desconfianza me ofende.

– Muy bien, Grékov. Entonces, hablemos en serio. Debemos eliminar el mal espíritu anárquico y antisoviético que reina en la casa. Usted lo ha generado; ayúdeme a eliminarlo. Tendrá más oportunidades de combatir con gloria.

– Ahora tengo ganas de dormir. Y usted también tendría que descansar. Ya verá lo que sucede aquí mañana por la mañana.

– De acuerdo, Grékov. Continuaremos mañana. No tengo ninguna prisa, no voy a irme a ninguna parte. Grékov se echó a reír.

– Encontraremos la manera de ponernos de acuerdo ya verá.

«Está claro -pensó Krímov-. No es momento para curas de homeopatía. Trabajaré con el bisturí. A los jorobados políticos no se les endereza con la persuasión.»

– En sus ojos hay bondad -soltó de repente Grékov-. Sin embargo usted sufre.

Krímov se quedó de una pieza, pero no dijo nada. Considerando que su reacción confirmaba sus palabras, Grékov confesó:

– Sabe, yo también sufro. Pero no es nada, un asunto personal. No es algo de lo que se pueda dar parte en un informe.

Por la noche, mientras dormía, Krímov fue herido en la cabeza por una bala perdida. La bala le desgarró la piel y le arañó el cráneo. La herida no era grave, pero la cabeza le daba vueltas y no podía ponerse en pie. Todo el rato sentía náuseas.

Grékov ordenó que improvisaran una camilla y el herido fue evacuado de la casa sitiada.

Krímov, tumbado en la camilla, sentía que la cabeza le zumbaba y le daba vueltas y tenía punzadas constantes en las sienes.

Grékov acompañó al herido hasta la entrada del subterráneo.

– Mala suerte, camarada comisario -dijo. De repente una sospecha asaltó a Krímov: ¿y si hubiera sido Grékov el que había disparado contra él aquella noche?

Al anochecer comenzó a vomitar y el dolor de cabeza se le intensificó. Pasó dos días en un batallón de sanidad de la división; luego fue trasladado a la orilla izquierda del Volga y alojado en un hospital de campaña.

22

El comisario Pivovárov se abrió paso por las estrechas cuevas donde estaba instalado el batallón de sanidad y vio los heridos que yacían hacinados. No encontró allí a Krímov, que había sido evacuado la noche antes a la orilla izquierda.

«¡Qué extraño que le hayan herido tan rápido! -pensó pivovárov-. No tiene suerte, o tal vez tenga mucha.»

Pivovárov también había ido al batallón de sanidad para valorar si valía la pena trasladar allí al comandante del regimiento Beriozkin.

Mientras recorría el camino inverso hacia el refugio del Estado Mayor, Pivovárov, que por poco no había muerto durante la marcha a causa del casco de una granada alemana, explicó al artillero Glushkov, el ayudante de campo de Beriozkin, que en el batallón de sanidad no había las condiciones necesarias para la cura del enfermo. Allí se amontonaban por doquier gasas ensangrentadas, vendas, algodones; sólo verlo daba miedo.

– Por supuesto, camarada comisario -dijo Glushkov-. Está mejor en su refugio.

– Sí -asintió el comisario-. Además, allí ni siquiera hacen distinciones entre un comandante de regimiento y un soldado raso: todos están en el suelo.

Y Glushkov, al que por rango le correspondía ser atendido en el suelo, dijo:

– Desde luego, eso no es conveniente.

– ¿Ha hablado? -preguntó Pivovárov refiriéndose al enfermo.

– No -dijo Glushkov, haciendo un gesto con la mano-. Pero ¿cómo quiere que hable, camarada comisario? Le han traído una carta de su mujer y ni siquiera la ha mirado.

– ¿Qué dices? -exclamó Pivovárov-. Debe de estar muy enfermo. Mal asunto, si no la lee.

Cogió la carta, la sopesó en la mano, la puso frente a la cara de Beriozkin y dijo con tono severo:

– Iván Leóntievich, ha recibido carta de su esposa.

– Hilo una pausa y añadió en un tono totalmente diferente-: Vania, mira, una carta de tu esposa, ¿es que no lo entiendes? ¡Eh, Vania!

Pero Beriozkin no comprendía. Tenía la cara morada; sus ojos brillantes, penetrantes y dementes miraban fijamente a Pivovárov.

Durante todo el día la guerra golpeó obstinadamente el refugio donde yacía enfermo el comandante del regimiento. Casi todas las comunicaciones telefónicas habían quedado interrumpidas durante la noche. Sin embargo, el teléfono de Beriozkin seguía funcionando y no dejaban de llamar de la división, de la sección de operaciones del Estado Mayor; llamó Guriev, el comandante del regimiento de la división vecina, y telefonearon los jefes de batallón de Beriozkin: Podchufárov y Dirkin.

Los hombres trajinaban por el refugio, la puerta chirriaba y el toldo que Glushkov había colgado en la puerta golpeaba con furia.

Los soldados estaban atenazados por una sensación de inquietud y expectación desde la mañana. Aquel día, a pesar de estar caracterizado por los esporádicos disparos de artillería y los infrecuentes e inexactos ataques aéreos hizo nacer en muchos la angustiosa certeza de que los alemanes iban a lanzar la ofensiva. Esa certeza atormentaba por igual a Chuikov, al comisario del regimiento Pivovárov, a los soldados de la casa 6/1 y al comandante del pelotón de fusileros desplegado en la fábrica de tractores que llevaba bebiendo vodka desde la mañana para celebrar su cumpleaños en Stalingrado.

Cada vez que alguien en el refugio decía algo interesante o divertido, todos se giraban a mirar a Beriozkin: ¿es que no les oía?

El comandante de la compañía, Jrénov, explicaba a Pivovárov, con una voz ronca por el frío de la noche, que había salido antes del amanecer del subterráneo donde se encontraba su puesto de mando, se había sentado sobre una piedra y había aguzado el oído para saber si los alemanes estaban haciendo de las suyas. De repente una voz furiosa, perversa había resonado en el cielo:

– Eh, Jren [85], ¿por qué no has encendido los faroles?

Por un instante Jrénov se quedó asombrado, luego sintió pánico: ¿quién podía saber su apellido en el cielo? Después se dio cuenta de que era el piloto de un kukurúznik, que había encendido el motor y volaba por encima de él; por lo visto, quería lanzar víveres sobre la casa 6/1 y estaba enfadado porque no había ninguna indicación.

Todos los presentes en el refugio se giraron hacia Beriozkin: ¿Había sonreído, tal vez? Pero sólo a Glushkov le pareció que en los brillantes ojos vítreos del enfermo había aparecido una chispa de vitalidad. A la hora de comer el refugio se vació. Beriozkin continuaba acostado en silencio y Glushkov suspiraba: Beriozkin yacía y la tan esperada carta estaba a su lado, sin ser leída. Pivovárov y el mayor, el sustituto de Koshenkov, recientemente muerto, habían ido a atiborrarse de un borsch fabuloso y a pimplarse su ración de vodka. Glushkov sabe que ese borsch es excelente porque el cocinero ya se lo ha hecho probar. Y entretanto el comandante del regimiento, el jefe, no prueba bocado; apenas ha bebido un sorbo de agua de la jarra…

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[85] Jren, que en ruso significa «rábano picante», también tiene una acepción obscena, ampliamente utilizada en el registro coloquial.

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