27
Pasaba mucha gente por la calle.
– ¿Tiene prisa? -preguntó Shtrum-. ¿Quiere que vayamos otra vez al Jardín Neskuchni?
– No, la gente sale ahora del trabajo, y yo debo llegar a tiempo para recibir a Piotr Lavréntievich.
Shtrum pensó que ella le invitaría a pasar por su casa para que Sokolov le contara qué había sucedido en el Consejo Científico. Pero ella no decía nada y sospechó que Sokolov temía encontrarse con él.
Le dolía que tuviera tanta prisa por regresar a casa, aunque era algo completamente natural.
Pasaron por delante del jardín público, a poca distancia de la calle que conducía al monasterio Donskói.
De repente ella se detuvo y dijo:
– Sentémonos un momento, luego cogeré el trolebús.
Estaban sentados en silencio, pero él sentía su inquietud. Con la cabeza ligeramente inclinada, miraba a Shtrum a los ojos.
Continuaron callados. Ella tenía los labios fruncidos, pero a él le parecía oír su voz. Todo estaba claro, tan claro como si ya se lo hubieran dicho todo. En realidad, ¿qué podían añadir las palabras?
Comprendía que estaba a punto de suceder algo muy serio, que su vida iba a tomar una nueva impronta, que le aguardaban tiempos revueltos. No quería causar sufrimiento a los demás; era mejor que nadie conociera su amor, tal vez ellos tampoco se lo confesaran. Pero tal vez… Lo que ahora estaba sucediendo, la tristeza y la felicidad, era algo que no podían ocultarse, y eso conllevaba, inevitablemente, cambios que trastornaban sus vidas. Lo cierto es que todo lo que sucedía dependía de ellos, pero al 'mismo tiempo les parecía que era un destino al que no podían sustraerse. Entre ellos había nacido algo verdadero, natural, no determinado por su voluntad, al igual que no depende del hombre la luz del día; al mismo tiempo aquella verdad generaba una irremediable mentira, una falsedad, una crueldad para con las personas más cercanas. Sólo de ellos dependía evitar esa mentira y esa crueldad; bastaba con rechazar la luz clara y natural.
Un hecho le resultaba evidente: en aquellos momentos había perdido para siempre la serenidad de espíritu. Fuera lo que fuese lo que les reservara el destino, no encontrarían paz en su alma. Tanto si ocultaba sus sentimientos a la mujer que tenía al lado como si los dejaba aflorar y se convertían en su nuevo destino, él ya no conocería la paz.
No tendría paz ni en los momentos en que la añorara sin cesar ni cuando estuviera cerca de ella, atenazado por los tormentos de la conciencia.
Maria continuaba mirándole con una insoportable expresión de felicidad y desesperación en su rostro.
Pero él no se ha doblegado, no ha cedido a esa fuerza enorme y despiadada, y ahora aquí, sobre este banco, qué débil se siente, qué impotente.
– Víktor Pávlovich -dijo-, tengo que marcharme. Piotr Lavréntievich me espera.
Le tomó la mano y le dijo:
– No volveremos a vernos. He dado mi palabra a Piotr Lavréntievich de que no volvería a encontrarme con usted.
Sintió aquel pánico que experimentan las personas que mueren de un ataque al corazón: su corazón, cuyos latidos no dependen de la voluntad del hombre, se detuvo, y el universo comenzó a oscilar, se tambaleó, la tierra y el aire desaparecieron.
– ¿Por qué, Maria Ivánovna? -preguntó.
– Piotr Lavréntievich me ha hecho prometerle que dejaría de verle. Le he dado mi palabra. La verdad, es terrible, pero se encuentra en tal situación… Está enfermo y temo por su vida.
– Masha.
En su voz, en la cara de ella, había una fuerza inquebrantable, como aquella con la que él había tenido que enfrentarse en los últimos tiempos.
– Masha -repitió.
– Dios mío, pero ¿no lo entiende? Mire, yo no lo escondo, ¿para qué hablar de ello? No puedo, no puedo. Piotr Lavréntievich ya ha soportado demasiado. Usted también lo sabe. Y recuerde los sufrimientos que ha padecido Liudmila Nikoláyevna. Es imposible.
– Sí, sí, no tenemos derecho -repetía él. -Querido mío, mi pobre amigo, luz mía -dijo ella. Se le había caído el sombrero al suelo; probablemente la gente los mirara.
– Sí, sí, no tenemos derecho -repitió él. Shtrum le besó las manos y, mientras sostenía sus dedos pequeños y fríos, sintió que su firme decisión de no volverle a ver mis estaba ligada a su debilidad, su sumisión, su impotencia…
Ella se levantó del banco y se marchó sin mirar atrás mientras él permanecía sentado y pensaba que por primera vez había visto ante sí la felicidad, la luz de su vida, y que todo le había abandonado. Le parecía que aquella mujer, a la que acababa de besar los dedos, habría podido sustituir todo lo que él deseaba en la vida, lo que soñaba: la ciencia, la gloria y la alegría del reconocimiento público.
28
El día después de la reunión del Consejo Científico, Shtrum recibió una llamada telefónica de Savostiánov, que se interesó por cómo estaba y por la salud de Liudmila Nikoláyevna.
Shtrum le preguntó sobre la reunión, y Savostiánov respondió:
– Víktor Pávlovich, no quiero preocuparle, pero ha resultado ser más grave de lo que pensaba.
«¿Habrá intervenido Sokolov?», pensó Shtrum y preguntó:
– Pero ¿qué resolución han adoptado?
– Una despiadada. Se considera que ciertas cosas son inadmisibles; han pedido a la dirección que examine la cuestión del futuro próximo, de…
– Entiendo -dijo Shtrum.
Y aunque estaba convencido de que iban a adoptar una resolución de ese tipo, se sintió turbado.
«No soy culpable de nada -pensó-, pero me mandarán a la cárcel; van a arrestarme. Ellos saben que Krímov es inocente y le han encarcelado.»
– ¿Alguien votó en contra? -preguntó Shtrum, y del otro lado del teléfono le llegó el embarazoso silencio de Savostiánov.
– No, Víktor Pávlovich; digamos que hubo unanimidad -dijo al fin Savostiánov-. Se ha causado usted un perjuicio enorme al no venir hoy.
La voz de Savostiánov se oía mal, evidentemente llamaba desde un teléfono público.
Aquel mismo día telefoneó Anna Stepánovna. Como había sido destituida de su puesto, ya no iba al instituto y no sabía nada de la reunión del Consejo Científico. Le dijo que se marchaba dos meses a casa de su hermana en Múrom y le conmovió su cordialidad: le invitaba a visitarla.
– Gracias, gracias -dijo Shtrum-, pero si fuera a Múrom no sería para estar ocioso, sino para enseñar física en algún instituto técnico.
– Dios mío, Víktor Pávlovich -dijo Anna Stepánovna-. ¿Por qué dice eso? Estoy desesperada, todo es culpa mía. ¿Acaso valía la pena que hiciera eso por mí?
Probablemente había interpretado como un reproche las palabras sobre el instituto técnico. Tampoco su voz se oía bien; por lo visto no llamaba desde su casa, sino desde una cabina telefónica.
«¿Habrá intervenido Sokolov?», se preguntaba Shtrum.
Entrada la noche llamó Chepizhin. Aquel día Víktor, como un enfermo grave, sólo se animaba cuando comenzaban a hablar de su enfermedad. Chepizhin lo notó.
– ¿Habrá intervenido Sokolov? ¿Es posible que lo haya hecho? -preguntaba Shtrum a Liudmila Nikoláyevna; naturalmente, ella no podía saber si Sokolov había tomado la palabra.
Una especie de telaraña se había tejido entre él y su círculo íntimo.
Era obvio que Savostiánov tenía miedo de decir aquello que más interesaba a Víktor Pávlovich; no quería ser su informador. Lo más probable es que hubiera pensado: «Shtrum se encontrará con personas del instituto y dirá: "Ya lo sé, Savostiánov me lo ha contado con detalle"».
Anna Stepánovna había sido muy cordial, pero en una situación así podría haber ido a casa de Shtrum en lugar de contentarse con hacer una llamada telefónica.
Y Chepizhin, reflexionaba Víktor Pávlovich, debería haberle propuesto colaborar con el Instituto de Astrofísica, o al menos contemplar la posibilidad.
«Están ofendidos conmigo y yo con ellos; lo mejor sería que no volvieran a llamar.»