Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

24

Durante el ataque aéreo una bomba golpeó el local subterráneo donde estaba instalado el puesto de mando del batallón y enterró al comandante de regimiento Beriozkin, al comandante de batallón Dirkin y al telefonista, que se encontraban allí en ese momento. Sumidos en una oscuridad espesa, ensordecidos, ahogados por el polvo de ladrillo, Beriozkin en un primer momento pensó que estaba muerto, pero Dirkin, tras un breve momento de silencio, estornudó y preguntó:

– ¿Está vivo, camarada mayor?

– Sí -respondió Beriozkin.

Al oír la voz de su comandante, Dirkin recuperó su buen humor de siempre.

– Entonces, todo está en orden -dijo ahogándose por el humo, tosiendo y escupiendo, aunque a su alrededor no hubiera ningún orden.

Dirkin y el telefonista estaban cubiertos de cascajos y todavía no sabían si tenían algún hueso roto; no podían palparse. Una viga de hierro se combaba sobre sus cabezas y les impedía erguirse, pero era evidente que esa viga les había salvado la vida. Dirkin encendió una linterna. Envueltos en polvo, vieron algo espantoso. Sobre sus cabezas se agolpaban piedras, hierros retorcidos, cemento dilatado cubierto de aceite lubricante, cables rotos. Una sacudida de bomba más y de aquel estrecho refugio no quedaría nada en pie: el hierro y las piedras cederían sobre ellos.

Durante un rato permanecieron en silencio, acurrucados, mientras una fuerza frenética aporreaba contra los talleres.

«Estos talleres -pensó Beriozkin-, incluso muertos trabajan para la defensa: no resulta fácil quebrar cemento y hierro, destrozar un armazón.»

Después auscultaron las paredes, las palparon y comprendieron que no podrían salir por sus propias fuerzas.

El teléfono estaba intacto, pero mudo: el cable había sido cortado.

Apenas podían hablar porque el estruendo de las explosiones cubría sus voces y, a causa del polvo, les asaltaban continuos accesos de tos.

Beriozkin, que el día antes yacía en cama con fiebre alta, ahora no sentía debilidad. En la batalla su fuerza doblegaba a comandantes y oficiales. Pero no se trataba de una fuerza militar y guerrera: era la fuerza sencilla y razonable de un hombre. Pocos eran los que la conservaban y manifestaban en el infierno del combate, y precisamente los hombres que poseían esa fuerza humana, civil, familiar y razonable eran los verdaderos maestros de la guerra.

El bombardeo cesó y los tres hombres atrapados bajo las ruinas oyeron un zumbido metálico. Beriozkin se sonó la nariz, tosió y dijo:

– Aúlla una manada de lobos, los tanques se dirigen a la fábrica de tractores -y añadió-: Nosotros estamos en su camino.

Tal vez porque las cosas no podían ir peor, el comandante de batallón Dirkin entonó entre accesos de tos, con voz alta y alérgica, la canción de una película:

Qué alegría, hermanitos, qué bella es la vida.

Con nuestro jefe no se puede sufrir…

El telefonista pensó que el comandante de batallón había perdido la cabeza; pero, de todos modos, tosiendo y escupiendo, se unió a su canto:

Mi mujer me llorará, pero se volverá a casar.

Se volverá a casar; pronto me olvidará…

Mientras tanto, en la superficie, entre el estruendo del taller, rodeado de humo, polvo y el rugido de los tanques, Glushkov se despellejaba las manos y con los dedos ensangrentados retiraba piedras, trozos de hormigón, doblaba las barras del armazón. Glushkov trabajaba febrilmente, como un loco; sólo la locura podía ayudarle a mover pesadísimas vigas de hierro, a realizar un trabajo para el cual se necesitaría la fuerza de diez hombres,

Beriozkin volvió a ver la luz polvorienta y sucia, mezclada con el fragor de las explosiones, con el rugido de los tanques alemanes, los disparos de los cañones y las ametralladoras. Y sin embargo era la luz del día, suave y clara; y al verla, el primer pensamiento de Beriozkin fue: «Ves, Tamara, no tienes de qué preocuparte, ya te dije que no es nada terrible».

Los brazos firmes y vigorosos de Glushkov le rodearon. Con la voz entrecortada por los sollozos, Dirkin gritó: -Camarada comandante del regimiento, soy el comandante de un batallón muerto.

Hizo un círculo con la mano alrededor. -Vania está muerto. Nuestro Vania está muerto. Señaló el cadáver del comisario del batallón que yacía de costado en un aterciopelado charco de sangre negra y aceite.

En comparación, el puesto de mando del regimiento había sufrido pocos daños; sólo la mesa y la cama habían quedado sepultadas bajo la tierra.

Al ver a Beriozkin, Pivovárov maldijo alegremente y se precipitó hacia él.

– ¿Estamos en contacto con los batallones? -le preguntó Beriozkin-. ¿Qué hay de la casa 6/1? ¿Cómo está Podchufárov? Dirkin y yo quedamos atrapados en una ratonera, sin comunicación, sin luz. No sé quién está vivo y quién muerto, dónde estamos, dónde están los alemanes… No sé nada. ¡Déme un informe! Mientras vosotros combatíais, nosotros cantábamos.

Pivovárov le comunicó las pérdidas. Todos los ocupantes de la casa 6/1 habían muerto, incluido aquel escandaloso Grékov; sólo se habían salvado dos: un explorador y un viejo miliciano. Pero el regimiento había resistido el asalto alemán, y los hombres que todavía estaban vivos, vivían.

El teléfono sonó, y los oficiales, que se habían girado a mirar al soldado de transmisiones, comprendieron por su cara que al otro lado de la línea estaba el comandante supremo de Stalingrado.

El soldado pasó el auricular a Beriozkin; la recepción era nítida y los soldados, que entretanto permanecían callados, oyeron con claridad la voz grave y fuerte de Chuikov.

– ¿Beriozkin? El comandante de la división está herido, el segundo jefe y el jefe del Estado Mayor han muerto. Le ordeno que asuma el mando de la división.

Después de una pausa, añadió con voz autoritaria y comedida:

– Has comandado el regimiento en condiciones imposibles, infernales, pero has aguantado el golpe. Te doy las gracias. Te abrazo, querido. Buena suerte.

Había comenzado la guerra en los talleres de la fábrica de tractores. Los vivos seguían vivos.

En la casa 6/1 se había hecho el silencio. De las ruinas no salía ni un disparo. Era evidente que la fuerza principal del ataque aéreo había recaído sobre la casa. Las paredes que aún quedaban en pie se habían derrumbado y el montículo de piedras se había nivelado. Los tanques alemanes abrían fuego contra el batallón de Podchufárov, mimetizándose con los restos de la casa muerta.

Las ruinas de la casa, que hasta hace poco constituían un terrible peligro para los alemanes, se habían transformado en un refugio seguro.

A lo lejos, los montones de ladrillos parecían enormes trozos de carne mojada y humeante, y los soldados alemanes de uniforme gris verdoso pululaban, como insectos zumbantes y excitados, entre los bloques de ladrillos de aquella casa desolada.

– Ahora mismo asumirás el mando del regimiento -dijo Beriozkin a Pivovárov, y añadió-: Durante toda la guerra mis superiores jamás se han sentido satisfechos conmigo. Y ahora que me he quedado sentado sin hacer nada, bajo tierra, cantando canciones, voy y recibo el agradecimiento de Chuikov, que me confía el mando de una división entera. Pero cuidado, no te dejaré pasar una.

129
{"b":"108552","o":1}