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Neudóbnov se alegró cuando, al asomarse por la ventana de la isba, vio llegar el jeep de Nóvikov en medio de una polvareda.

En su ausencia había experimentado la misma sensación que de niño, cuando sus padres salían y él se quedaba como dueño y señor de la casa. Se sentía feliz, pero en cuanto la puerta se cerraba empezaba a ver ladrones por todas partes, se imaginaba un incendio e iba corriendo de la puerta a la ventana, aguzando el oído, petrificado, y alzando la nariz en busca de olor a humo.

Se sentía impotente sin Nóvikov, ya que los métodos que aplicaba normalmente a las cuestiones importantes se habían probado ineficaces allí.

Los alemanes podían aparecer en cualquier momento.

Después de todo sólo había sesenta kilómetros hasta la línea del frente. ¿Qué haría entonces? Aquí de nada servia amenazar con destituciones o acusar de conspiración con enemigos del pueblo. Los tanques se abalanzaban, y ya está; ¿qué podían hacer para detenerlos? Una idea sacudió a Neudóbnov con una evidencia abrumadora: la terrible furia del Estado que hacía doblegarse y estremecerse a millones de hombres, allí, en el frente, mientras el enemigo acechaba, no surtía ningún efecto. No se podía obligar a los alemanes a rellenar cuestionarios, a contar su vida delante de una asamblea, a sentir miedo por tener que confesar cuál era la posición social de sus padres antes de 1917.

Todo lo que Neudóbnov amaba y sin lo cual no podía vivir, su destino, el destino de sus hijos, ya no se encontraba bajo la protección del gran y amenazador Estado donde había nacido. Y por primera vez pensó en Nóvikov con una mezcla de temor y admiración.

Nóvikov, que acababa de entrar en la isba del Estado Mayor, exclamo:

– Para mí, camarada general, está claro: ¡Makárov es nuestro hombre! Es capaz de tomar decisiones rápidas en cualquier circunstancia. Belov se precipita hacía delante sin entender nada ni mirar a los lados. A Kárpov hay que espolearlo: es un caballo de tiro pesado, lento.

– Sí, los cuadros de dirigentes son los que lo deciden todo; el camarada Stalin nos ha enseñado a estudiar los cuadros incansablemente -confirmó Neudóbnov, y añadió con vivacidad-: No dejo de pensar que tiene que haber un agente alemán en el pueblo. El cerdo debe de haber dado la posición de nuestro Estado Mayor a los bombarderos alemanes.

Neudóbnov contó a Nóvikov lo que había ocurrido en su ausencia.

– Nuestros vecinos y los comandantes de las unidades de refuerzo van a venir a saludarle, sólo para presentarse, en visita de cortesía.

– Qué lástima que Guétmanov no esté aquí, ¿qué habrá ido a hacer al Estado Mayor del frente? -preguntó Nóvikov.

Acordaron comer juntos y Nóvikov, entretanto, se marchó a su alojamiento para lavarse y cambiarse la chaqueta llena de polvo.

La calle principal del pueblo estaba desierta; solo junto al cráter producido por la bomba estaba plantado el viejo en cuya casa se había instalado Guétmanov. El viejo, como si el cráter hubiera sido cavado para algún propósito en particular, lo estaba midiendo con los brazos abiertos. Al llegar a su altura, Nóvikov le preguntó: -¿Qué estás haciendo, padre?

El viejo le hizo el saludo militar y respondió:

– Camarada comandante, fui hecho prisionero por los alemanes en 1915 y allí trabajé para una alemana. -Señalando el foso y luego el cielo, guiñó un ojo-. Me pregunto si no habrá sido mi hijo, ese pequeño bastardo, quien ha venido en avión a hacerme una visita. Nóvikov se echó a reír.

– ¡Viejo diablo!

Miró los postigos cerrados de la ventana de Guétmanov, hizo una señal al centinela que estaba apostado en el porche y de repente pensó angustiado: «¿Qué demonios habrá ido a hacer Guétmanov al Estado Mayor del frente? ¿Qué asuntos le habrán llevado allí?». Por un instante fue presa del pánico: «Es un hipócrita: le echa una bronca a Belov por su conducta inmoral y luego se queda helado cuando le menciono a su doctora». Pero de repente aquellas suposiciones le parecieron infundadas. No era suspicaz por naturaleza.

Dobló la esquina y vio unas decenas de jóvenes sentados en un claro. Seguramente eran nuevos reclutas que estaban descansando al lado del pozo en su camino hacía el comisariado militar del distrito.

El soldado encargado de acompañar a los muchachos, extenuado, se había calado la gorra en la cara y dormía. A su lado se amontonaban desordenadamente bolsas y petates. Debían de haber caminado una larga distancia a lo largo de la estepa; tenían los músculos de las piernas doloridos y algunos se habían quitado el calzado. Aún no les habían cortado el pelo y de lejos parecían alumnos de una escuela de pueblo descansando durante el recreo. Las caras delgadas, los cuellos finos, los largos cabellos rubios, las ropas remendadas con retazos de pantalones y chaquetas de sus padres… Todo aquello les daba un aspecto decididamente infantil. Algunos se divertían con un juego de niños al que, en su época, también había jugado él: se trataba de lanzar una moneda de cinco kopeks dentro de un agujero; entornaban los ojos y hacían puntería. Los demás miraban, y sus ojos eran lo único que no parecía infantil: eran tristes e inquietos.

Vieron a Nóvikov y se volvieron hacia el soldado que dormía. Daban la impresión de querer preguntarle sí podían continuar lanzando monedas y permanecer sentados en presencia de un oficial.

– Seguid, guerreros, adelante -dijo con voz suave y siguió su camino, haciéndoles un gesto con la mano.

Se sintió penetrado por un intenso sentimiento de piedad, tan hondo que le dejó estupefacto.

Aquellos ojos grandes que resaltaban en sus caritas delgadas e infantiles, aquel pobre modo de vestir, de campesinos, le revelaban con una claridad extraordinaria que los hombres que estaban a su mando también eran niños… Una vez en el ejército su condición de adolescentes desaparecía, bajo el casco, la disciplina, el crujido de las botas, las palabras y movimientos pulidos y automáticos… Aquí el cambio era evidente.

Nóvikov entró en su alojamiento. Era extraño, entre la amalgama compleja e inquietante de impresiones y pensamientos que habían aflorado aquel día, lo que más le turbaba era el encuentro con aquellos jovencísimos reclutas.

– Hombres… -repitió para sí mismo Nóvikov-. Hombres, hombres.

Durante toda su vida como soldado había sentido miedo de tener que dar cuenta de la pérdida de medios técnicos, municiones, tiempo; miedo de tener que justificarse por haber abandonado una cima o una encrucijada sin antes recibir una orden…

Nunca había visto que un superior se enfureciera porqué una operación hubiera resultado cara en términos de vidas humanas. A veces sucedía que un comandante mandaba a sus hombres bajo fuego enemigo para evitar la cólera de sus superiores; luego, para justificarse abría los brazas y decía: «No he podido hacer nada, he perdido a la mitad de mis hombres, pero no he podido alcanzar el objetivo…».

Hombres, hombres…

También había visto cómo se mandaba a los hombres bajo el fuego letal no por una cautela excesiva o el cumplimiento formal de una orden, sino por temeridad, por tozudez. El misterio de los misterios de la guerra, su carácter trágico, consistía en el derecho que tenía un hombre de enviar a la muerte a otro hombre. Este derecho se basaba en la suposición de que los hombres iban a enfrentarse al fuego enemigo en nombre de una causa común.

Un oficial que Nóvikov conocía, un hombre lúcido y juicioso que estaba destacado en un puesto de observación de primera línea, no había querido renunciar a su costumbre de beber leche fresca por la mañana. Así que cada mañana, un soldado de segundo grado se adentraba bajo fuego enemigo y le traía un termo con leche. A veces, los alemanes mataban al soldado y entonces este conocido de Nóvikov, un buen hombre, se veía obligado a prescindir de la leche hasta el día siguiente, cuando un nuevo correo sustituía al anterior. Y quien así se comportaba era un buen hombre, justo, preocupado por sus subordinados, un hombre al que los soldados llamaban «padre». Intenta encontrar un sentido a esta contradicción.

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