– Neudóbnov no tardó en llegar y Nóvikov, que se estaba peinando a toda prisa delante del espejo, dijo:
– La guerra es algo terrible, camarada general. ¿Ha visto a los nuevos reclutas?
– Sí, material humano de segunda categoría, mocosos. Despabilé al soldado que los acompañaba y le prometí que lo enviaría a un batallón disciplinario. Qué dejadez tan increíble, más que una unidad militar parecía una panda de borrachos.
Las novelas de Turguéniev a menudo describen escenas de vecinos que visitan a un terrateniente recién afincado en su hacienda…
En la oscuridad dos jeeps se acercaron al Estado Mayor, y los dueños de la casa salieron para recibir a sus invitados: el comandante de la división de artillería pesada, el comandante del regimiento de obuses y el comandante de la brigada de lanzacohetes.
«…Toma mi mano, amable lector, y dirijámonos juntos a la hacienda de Tatiana Borísovna, mi vecina…»
Nóvikov conocía a Morózov, el comandante de la división de artillería, por los relatos que circulaban sobre él en el frente y por los boletines del Estado Mayor. Incluso se lo había imaginado perfectamente: rostro encendido y cabeza redonda. En realidad era un hombre viejo y encorvado.
Daba la impresión de que sus ojos risueños se habían añadido, como sin venir a cuento, a una cara enfurruñada. A veces reían con un aire tan inteligente que parecía que constituyeran su verdadera esencia, mientras que las arrugas y la espalda encorvada no serían más que meros atributos accidentales.
El comandante del regimiento de obuses, Lopatin, habría podido pasar no sólo por el hijo, sino por el nieto de Morózov.
Maguid, el comandante de la brigada lanzacohetes, un hombre de tez oscura, con bigote negro sobre un labio superior pronunciado y la frente alta con una calvicie prematura, se reveló como un invitado ocurrente y locuaz.
Nóvikov hizo pasar a los recién llegados a la habitación donde la mesa ya estaba puesta. -Saludos desde los Urales -dijo, señalando los champiñones marinados y salados servidos en los platos.
El cocinero, que estaba al lado de la mesa en una postura teatral, se ruborizó violentamente, lanzó un suspiro y abandonó la habitación: no soportaba los nervios.
Vershkov se inclinó hacia el oído de Nóvikov y le susurró algo mientras señalaba la mesa.
– Por supuesto, sírvalo -dijo Nóvikov-. ¿Para qué vamos a tener el vodka bajo llave?
El comandante de la división de artillería Morózov indicó con la uña algo más de un cuarto de vaso, y dijo:
– No puedo beber más, por mi hígado.
– ¿Y usted, teniente coronel?
– Sin miedo, el mío está perfecto; llénelo hasta arriba.
– Nuestro Maguid es un cosaco.
– ¿Y su hígado, coronel, cómo está?
Lopatin, el comandante del regimiento de obuses, cubrió su vaso con la palma de la mano:
– No. gracias, no bebo. Luego retiró la mano y añadió:
– Bueno, una gota simbólica. Para brindar.
– Lopatin va a la escuela de párvulos; sólo le pierden los caramelos -dijo Maguid.
Levantaron los vasos por el éxito de su empresa conjunta. Luego, como suele ocurrir en estos casos, descubrieron amigos comunes, compañeros de las escuelas militares o la academia. Hablaron de sus jefes y de lo mal que se estaba en otoño en la estepa.
– Entonces, ¿habrá boda pronto? -preguntó Lopatin.
– Sí, no tardará -dijo Nóvikov.
– Sí, sí; si hay Katiuska [92] cerca seguro que hay boda -indicó Maguid.
Maguid tenía una elevada opinión del decisivo papel que desempeñaban sus lanzacohetes. Después del primer vaso se mostró condescendiente y benévolo, aunque también irónico, escéptico, distraído; y eso no le gustó ni un ápice a Nóvikov.
Últimamente, cada vez que se relacionaba con gente, Nóvikov trataba de imaginar qué actitud habría adoptado Yevguenia Nikoláyevna con ellos. También trataba de imaginar cómo se comportarían sus conocidos en presencia de Zhenia.
Maguid pensó Nóvikov, se habría puesto a cortejarla, dándose aires y contando historias.
De repente se sintió angustiado, consumido por los celos corno si en realidad Yevguenia estuviera escuchando las argucias que Maguid se afanaba en presentar con suma cortesía.
Y deseando demostrar a Zhenia que él también podía brillar, se puso a hablar de lo importante que era conocer a los hombres junto a los que uno combate y saber por anticipado cómo se comportarán en la batalla.
Dijo que a Kárpov había que espolearlo y a Belov, refrenarlo, mientras que Makárov sabía orientarse con extrema rapidez y desenvoltura, ya fuera en el ataque o en la defensa. De aquellas observaciones bastante vacías nació una discusión que, aunque transcurría animada, era igual de vacía, como suele pasar cuando se reúne un grupo de oficiales que comandan divisiones distintas.
– Sí -dijo Morózov-, a veces se debe corregir un poco a los hombres, darles cierta orientación, pero nunca hay que forzar su voluntad.
– A los hombres hay que dirigirlos con pulso firme -rebatió Neudóbnov-. No hay que tener miedo de la responsabilidad, es necesario asumirla,
Lopatin cambió de tercio:
– Quien no ha estado en Stalingrado, no sabe qué es la guerra.
– Disculpe -exclamó Maguid-, pero ¿por qué Stalingrado? Nadie puede negar la perseverancia y el heroísmo de sus defensores; sería absurdo. Pero yo, que no he estado en Stalingrado, tengo la presunción de saber qué es la guerra. Soy un oficial de asalto. He participado en tres ofensivas y he roto la línea enemiga, he penetrado en la brecha. La artillería ha demostrado de lo que era capaz. Adelantamos a la infantería, incluso a los tanques y, por si les interesa saberlo, también a la aviación.
– Pero qué dice, coronel -exclamó Nóvikov, furioso-, ¡Todo el mundo sabe que el tanque es el rey de la guerra de maniobras! Eso no se discute siquiera.
– Hay otra posibilidad -dijo Lopatin-. En caso de éxito, uno se lo apropia. Pero si se fracasa, se echa la culpa al vecino.
– Ay, el vecino, el vecino -dijo Morózov-. Una vez el comandante de una unidad de infantería, un general, me pidió que le cubriese abriendo fuego. «Dale, amigo un poco de fuego a aquella altura», me dijo. «¿Que calibre?» le pregunto yo. Él me pone como un trapo y me repite: «Abre fuego, te he dicho, ¡déjate de historias!». Más tarde descubrí que no tenía ni idea de los calibres de las armas, ni del alcance, y que a duras penas sabía orientarse con un mapa. «Dispara, dispara, hijo de puta…», decía. Y a sus subordinados les gritaba: «Adelante, si no os hago saltar losdientes, ¡os mando fusilar!-. Y, por supuesto, estaba convencido de que era un gran estratega. Ése sí que era un buen vecino; os ruego que lo apreciéis y lo compadezcáis. A menudo acabas bajo las órdenes de un hombre así. Después de todo, es un general.
– Me sorprende oírle hablar de ese modo -dijo Neudóbnov-. No hay en las fuerzas armadas soviéticas comandantes así, menos aún generales.
– ¿Cómo que no? -insistió Morózov-, ¡En un año de guerra he conocido a un montón de esa calaña! Maldicen, amenazan con una pistola, mandan irreflexivamente a los hombres bajo fuego enemigo. Por ejemplo, hace poco el comandante de un batallón se me puso prácticamente a llorar: «¿Cómo puedo mandar a mis hombres directamente contra las ametralladoras?». Yo le apoyé: «Es verdad, neutralicemos primero los puntos de resistencia con la artillería». Pero ¿qué creen que hizo el comandante de la división, el general? Le amenazó con un puño y le gritó: «¡O te lanzas al ataque o te mando fusilar como un perro!». Así que llevó a sus hombres al matadero, como ganado. -Sí, sí, a eso se le llama: «Haré lo que me dé la gana y no se atreva a contradecirme» -confirmó Maguid-. Y, por cierto, esos generales no se reproducen por gemación; ponen sus sucias manos sobre las telefonistas.
– Y no saben escribir dos palabras sin hacer cinco faltas -observó Lopatin.