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– Pero ¿en qué idioma hablo? ¿Por qué demonios le has metido en la celda común? No te quedes ahí como un pasmarote. ¿Quieres que te envíe a primera línea?

Cuando el comandante se hubo ido, el centinela se quejó a Krímov:

– Siempre pasa lo mismo. La individual está ocupada. Fue él quien me ordenó incomunicar a los destinados a ser fusilados. Si le meto a usted ahí, ¿dónde mando al otro? Poco después Nicolái Grigórievich vio cómo el pelotón de fusilamiento se llevaba de la celda al condenado a muerte. El cabello rubio del condenado se le pegaba a la nuca, estrecha y hundida. Podía tener tanto veinte años como treinta y cinco.

Krímov fue transferido a la celda de aislamiento que acababa de quedar libre. En la penumbra logró distinguir una escudilla sobre la mesa y reconoció al tacto una miga de pan moldeada en forma de liebre. Lo más probable es que el condenado hubiera acabado de hacerla hacía poco porque el pan todavía estaba blando, sólo las orejas se habían secado.

Todo quedó sumido en el silencio. Krímov, con la boca entreabierta, permanecía sentado en el catre. No lograba dormir. Tenía muchas cosas sobre las que reflexionar, pero su cabeza, aturdida, se negaba a concentrarse; las sienes le palpitaban y el cráneo parecía inundado por una marea baja; todo daba vueltas, se balanceaba, chapoteaba, y no había nada a lo que aferrarse, ningún lugar donde amarrar el hilo del pensamiento.

Por la noche volvió a oír ruidos en el pasillo. Los centinelas llamaban al cabo de guardia. Percibió el retumbo de sus botas. El comandante (Krímov lo reconoció por la voz) gritó:

– Que se vaya al diablo el comisario de batallón. Llevadlo al puesto de guardia. -Después añadió-: Es un caso excepcional, se ocupará el jefe.

La puerta se abrió y un soldado gritó:

– ¡Fuera!

Krímov salió. En el pasillo había un hombre con los pies descalzos y en ropa interior. Krímov había visto muchas cosas malas en su vida, pero ninguna tan terrible como aquella cara. Pequeña, de un amarillo sucio, todo en ella lloraba lamentablemente: las arrugas, las mejillas temblorosas, los labios, Todo lloraba excepto los ojos, pero habría sido mejor no ver su expresión atroz.

– Venga, venga -apremió el guardia a Krímov.

En el puesto de guardia el centinela le contó el «caso excepcional».

– Me amenazan con mandarme a primera línea, pero este lugar es mil veces peor. Aquí uno tiene siempre los nervios de punta… Trajeron a un hombre que se había automutilado para fusilarlo; se había disparado en la mano izquierda a través de una hogaza de pan. Lo fusilan, lo entierran y, mira por dónde, resucita por la noche y viene a vernos.

El guardia evitaba dirigirse directamente a Krímov, así no tenía que escoger entre tutearle o tratarle de usted.

– Trabajan de una manera tan chapucera que te crispan los nervios. Al ganado lo sacrifican con más esmero. ¡Es una chapuza total! La tierra está helada, desbrozan un poco la maleza, cubren el cuerpo de cualquier manera y se van. Está claro cómo salió de nuevo a la superficie. ¡Si le hubieran enterrado según las instrucciones nunca habría asomado la cabeza!

Y Krímov, que toda la vida había respondido a las preguntas y aclarado las ideas a la gente, ahora preguntó confuso:

– Pero ¿por qué regresó?

El guardia se rió.

– Y ahora el sargento que lo condujo a la estepa dice que hay que mantenerlo con pan y té hasta que no se formalicen sus documentos, pero el superior de la sección administrativa es duro de pelar y arma un escándalo: «¿Cómo vamos a darle té si ya lo hemos liquidado de la lista?».

Para mí, lleva razón. El sargento hace un trabajo chapucero ¿y la sección administrativa tiene que responder por ello?

Krímov preguntó de pronto:

– ¿En qué trabajaba usted antes de la guerra?

– Era apicultor en una explotación del Estado.

– Ya veo -dijo Krímov.

En ese momento todo a su alrededor y en su interior se había vuelto oscuro y absurdo.

Al amanecer Krímov fue trasladado de nuevo a la celda individual. La liebre de pan estaba todavía al lado de la escudilla. Pero ahora se había vuelto dura, áspera. De la celda común le llegó una voz engatusadora que pedía:

– Guardia, sé buen tipo, llévame a mear.

Entretanto en la estepa salió un sol rojo oscuro; una remolacha sucia y helada subió al cielo salpicada de terrones y barro.

Poco después metieron a Krímov en la parte trasera de un camión y a su lado se sentó un teniente de escolta con aire simpático a quien el sargento entregó la maleta del prisionero. El camión, rechinando y traqueteando sobre el barro helado de Ájtuba, avanzó hacia el aeródromo de Leninsk.

Aspiró una bocanada de frío húmedo y el corazón se le llenó de esperanza y de luz: tal vez aquel terrible sueño había acabado.

4

Nikolái Grigórievich bajó del coche y miró la estrecha entrada gris de la Lubianka. La cabeza le retumbaba por el rugido de los motores durante aquellas largas horas de avión, por la rápida sucesión de campos arados y no arados de riachuelos, de bosques, por la alternancia de sentimientos de desesperación, seguridad y duda.

La puerta se abrió y penetró en un mundo sofocante de rayos X impregnado de oficialidad y bañado por una luz agresiva. Era un mundo que existía al margen de la guerra, fuera de la guerra y por encima de la guerra.

En una habitación vacía y sofocante, a la luz deslumbrante de un proyector, le ordenaron que se desnudara por completo, y mientras un hombre en bata le palpaba el cuerpo a conciencia, Krímov, poniéndose rígido, pensaba que estaba claro que ni el estruendo ni el hierro de la guerra podían impedir el movimiento metódico e impúdico de aquellos dedos…

Un soldado muerto, y en su máscara antigás una nota que ha escrito antes del ataque: «Muero por defender la felicidad soviética. Dejo mujer y seis hijos». Un tanquista quemado, negro como el alquitrán, con mechones de pelo pegados a su joven cabeza. Un ejército popular compuesto por varios millones de hombres que marchan por ciénagas y bosques, disparando cañones y ametralladoras…

Pero los dedos continuaban desempeñando su trabajo con calma y seguridad, mientras bajo el fuego el comisario Krímov gritaba: «Camarada Guenerálov, ¿es que no quiere defender la patria soviética?».

– Dése la vuelta, inclínese, piernas separadas.

Luego, ya vestido, le fotografiaron de frente y de perfil con el cuello de la guerrera desabrochado y una expresión viva e inmóvil en la cara.

Con una aplicación indecente, dejó marcadas las huellas digitales sobre una hoja de papel. El diligente oficial le quitó los botones de los pantalones y el cinturón.

Le hicieron subir en un ascensor iluminado por una luz cegadora y caminó sobre la alfombra de un pasillo largo y vacío, dejando atrás puertas con mirillas redondas. Eran como las salas de una clínica quirúrgica cuya especialidad fuera el cáncer. El aire era cálido, plomizo, todo estaba iluminado por una rabiosa luz eléctrica. Era un instituto de radiología para hacer diagnósticos sociales…

«¿Quien me habrá metido aquí dentro?»

En aquella atmósfera sofocante, ciega, se hacía difícil pensar. Se habían intrincado el sueño, la realidad, el delirio, el pasado, el futuro. Había perdido la percepción de sí mismo… «¿He tenido una madre? Quizá no. Zhenia se había vuelto indiferente. Las estrellas entre las copas de los pinos, el paso del Don, la bengala verde de los alemanes; proletarios de todos los países, uníos; debe de haber personas detrás de cada puerta; seré comunista hasta la muerte; ¿dónde estará ahora Mijaíl Sídorovich Mostovskoi?; la cabeza me zumba, ¿fue Grékov el que disparó contra mí? Grigori Yevséyevich Zinóviev, presidente del Komintern, caminó por este mismo pasillo; qué aire pesado, espeso, qué luz maldita emana de los proyectores… Grékov disparó contra mí, el funcionario de la sección especial me soltó un puñetazo en los dientes, los alemanes también me dispararon, qué me depara el destino; os lo juro, no soy culpable de nada, tengo ganas de orinar, aquellos viejos que cantaban en el aniversario de Octubre cuando visité a Spiridónov eran espléndidos. VeCheKá, VeCheKá, VeCheKá; Dzerzhinski era el dueño de esta casa; Guénrij Yagoda, luego Menzhinski, y más tarde el pequeño proletario petersburgués, Nikolái. Ivánovich Yezhov, de ojos verdes, y ahora el amable e inteligente Lavrenti Pávlovich Beria. Ya nos hemos visto, ¡saludos para usted! ¿Qué era lo que cantábamos? "Levántate, proletario, lucha por tu causa"; yo no soy culpable de nada, tengo que orinar, no van a fusilarme, ¿verdad?»

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