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Liudmila Nikoláyevna informó a su marido de que se había encontrado con el administrador de la casa, el cual le había pedido que Shtrum pasara un momento por su despacho.
Empezaron a formular hipótesis acerca del motivo de la visita. ¿Un excedente de superficie habitable? ¿La renovación del pasaporte? ¿Un control de la comisaría militar? ¿O acaso alguien le había comunicado que Zhenia había estado viviendo en su casa sin estar registrada?
– Tendrías que habérselo preguntado -dijo Shtrum-. Ahora no estaríamos rompiéndonos la cabeza. -Sí, tendría que haberlo hecho -asintió Liudmila Nikoláyevna-. Pero me pilló desprevenida cuando me dijo: «Dígale a su marido que pase a verme. Puede venir por la mañana ahora que no trabaja». -Oh, señor, ya lo sabe todo.
– Claro que lo sabe. Los porteros, los ascensoristas, las mujeres de la limpieza de los vecinos nos espían. ¿De qué te asombras?
– Sí, tienes razón. ¿Te acuerdas del joven con carné del Partido que vino antes de la guerra? Aquel que te pidió que le informaras de quién frecuentaba a nuestros vecinos…
– ¡Claro que me acuerdo! -respondió Liudmila Nikoláyevna-. Le grité tan fuerte que sólo tuvo tiempo de decirme desde ¡a puerta: «Creía que usted era una persona sensata».
Liudmila Nikoláyevna le había contado a Shtrum esa historia muchas veces, y al escucharla, por lo general, él le quitaba las palabras de la boca para abreviar el relato. Pero ahora, en Jugar de apremiarla, le pidió a su mujer nuevos detalles.
– ¿Sabes qué? -dijo Liudmila-. Tal vez se trate de dos manteles que he vendido en el mercado.
– No creo. ¿Por qué quiere verme a mí y no a ti entonces? -Quizá quiere que firmes algo -aventuró, indecisa. Sus pensamientos eran particularmente lúgubres. Recordaba sin cesar sus conversaciones con Shishakov y Kovchenko: ¡qué no les había dicho! Recordaba las discusiones en sus días de estudiante: ¡qué charlatanería! Había discutido con Dmitri, con Krímov (aunque algunas veces le había dado la razón). En cualquier caso, una cosa era cierta: nunca en su vida, ni siquiera un minuto, había sido enemigo del Partido, del poder soviético. Y de golpe le vinieron a la cabeza unas palabras muy duras que había pronunciado en cierta ocasión, y sintió que se le helaba la sangre. ¡Y pensar que Krímov, un comunista riguroso, de convicciones firmes, un verdadero fanático que no tenía dudas, había sido arrestado! Y después aquellas malditas veladas con Madiárov y Karímov.
¡Qué extraño!
Por lo general, al anochecer, comenzaba a torturarle el pensamiento de que iban a arrestarle y la sensación de terror se ensanchaba, se acrecentaba, se volvía más pesada. Pero cuando el desenlace fatal parecía inminente, de repente se convertía en felicidad, en ligereza. ¡Al diablo!
Cada vez que pensaba en el trato injusto que había recibido en relación con su trabajo, tenía la impresión de que iba a perder el juicio. Pero cuando el pensamiento de que era un ser privado de talento, incluso estúpido, que su trabajo no era más que una mofa vacía, grosera del mundo real, dejaba de ser una idea para transformarse en una sensación viva, le invadía la felicidad.
Ahora ni siquiera tenía la intención de enmendar sus errores; era miserable, ignorante, y su arrepentimiento no comportaría ningún cambio. Nadie le necesitaba. Arrepentido o no, seguiría siendo igual de insignificante ante la ira del Estado.
También Liudmila había cambiado mucho últimamente. Ahora ya no decía por teléfono al administrador: «¡Envíeme ahora mismo al cerrajero!»; no hacía investigaciones en la escalera: «¿Quién ha sido el que ha vuelto a tirar mondas de patata fuera del basurero?». Incluso a la hora de vestirse parecía nerviosa. A veces se ponía, sin criterio alguno, una chaqueta de piel cara para ir a comprar aceite; otras se cubría la cabeza con un viejo pañuelo gris y se ponía un abrigo que antes de la guerra quería regalar a la mujer del ascensor.
Shtrum miraba a Liudmila y pensaba en el aspecto que tendrían los dos dentro de diez o quince años.
– ¿Te acuerdas de El obispo, de Chéjov? La madre sacaba a pastar a la vaca y les contaba a las mujeres que su hijo, en otro tiempo, había sido obispo; pero casi nadie la creía.
– Lo leí hace mucho tiempo, cuando era niña, no me acuerdo -respondió Liudmila Nikoláyevna.
– Pues vuelve a leerlo -respondió, visiblemente irritado.
Siempre le había molestado la indiferencia de Liudmila Nikoláyevna hacia Chéjov y sospechaba que no había leído muchos de sus relatos. Sin embargo era extraño, verdaderamente extraño. Cuanto más débil y frágil se volvía, cuanto más cerca se encontraba de un estado de entropía total, y más insignificante era a ojos del administrador, de las empleadas de la oficina de racionamiento, de los empleados del Departamento de Pasaportes, de los funcionarios de la sección de personal, de los auxiliares de laboratorio, científicos amigos, familiares, del propio Chepizhin, tal vez incluso de su mujer…, más cerca se sentía de Masha, más seguro de su amor. No se veían, pero lo sabía, lo sentía. Ante cada nuevo golpe, ante cada nueva humillación, le preguntaba mentalmente: «Masha, ¿me ves?».
Así, sentado al lado de su mujer, hablaba con ella mientras le daba vueltas a pensamientos que ella ignoraba.
Sonó el teléfono. Ahora cada timbrazo del teléfono les provocaba el mismo nerviosismo que la llegada de un telegrama en mitad de la noche anunciando una desgracia.
– Ah, ya sé quién es. Me prometieron que me llamarían para un trabajo en la cooperativa -dijo Liudmila Nikoláyevna.
Descolgó el teléfono, arqueó las cejas y respondió:
– Ahora se pone. Luego le dijo a su marido:
– Es para ti.
Y él le preguntó con la mirada: «¿Quién es?».
La mujer, tapando con la mano el auricular, respondió:
– Es una voz que no conozco, no recuerdo haberla oído antes.
Shtrum se puso al aparato.
– Claro, espero -dijo, y mirando los ojos inquisidores de Liudmila, buscó a tientas un lápiz en la mesilla y escribió algunas letras torcidas sobre un trozo de papel.
Liudmila Nikoláyevna se santiguó despacio, sin darse cuenta de que lo hacía; después bendijo a Víktor Pávlovich.
Los dos guardaban silencio.
«… Éste es un boletín de todas las emisoras de radio de La Unión Soviética.»
Una voz extraordinariamente parecida a la que el 3 de julio de 1941, dirigiéndose al pueblo, al ejército, al mundo entero, había proclamado: «Camaradas, hermanos y hermanas, amigos míos…», ahora, se dirigía a un solo hombre, que sostenía en la mano el auricular del teléfono:
– Buenos días, camarada Shtrum.
En aquellos segundos, ideas confusas, fragmentos de pensamientos y sentimientos se fundieron en su interior: una amalgama de triunfo, debilidad, pánico ante lo que parecía la broma de un gamberro y luego las hojas manuscritas de un cuestionario y el oscuro edificio de la plaza de la Lubianka…
Junto a la lúcida percepción de la realización de su destino, en él se mezclaba la melancolía por la pérdida de algo extrañamente querido, conmovedor, bueno.
– Buenos días, Iósif Vissariónovich -dijo Shtrum, asombrado de haber pronunciado por teléfono aquellas palabras increíbles-. Buenos días, Iósif Vissariónovich.
La conversación duró dos o tres minutos.
– Me parece que está usted trabajando en una dirección interesante -dijo Stalin.
Su voz era lenta, gutural, y parecía recalcar ciertos sonidos premeditadamente para que Shtrum recordara los acentos que había oído por la radio. Sonaba igual que cuando Víktor, haciendo el tonto, imitaba a Stalin en casa. Así era como lo describían las personas que habían escuchado a Stalin en los congresos, o que habían sido convocadas por él.
¿Acaso se trataba de una broma?
– Creo en mi trabajo -dijo Shtrum.
Stalin hizo una pausa, como si reflexionara las palabras de Shtrum.