¿Con qué fin había cometido ese terrible pecado? En el mundo todo era insignificante comparado con lo que había perdido. Nada valía tanto como la verdad, la pureza de un pequeño hombre, ni siquiera el imperio que se extendía del océano Pacífico al mar Negro, ni tampoco la ciencia.
Vio con claridad que no era demasiado tarde, que todavía tenía fuerzas para levantar la cabeza, para continuar siendo el hijo de su madre.
No buscaría consuelo ni justificación.
Aquel acto torpe, vil, bajo le serviría de eterno reproche: se acordaría de él noche y día.
¡No, no, no! No se debía aspirar a la proeza para después enorgullecerse y jactarse.
Cada día, cada hora, año tras año, es necesario librar una lucha por el derecho a ser un hombre, ser bueno y puro. Y en esa lucha no debe haber lugar para el orgullo ni la soberbia, sólo pata la humildad. Y si en un momento terrible llega la hora desesperada, no se debe temer a la muerte, no se debe temer sí se quiere seguir siendo un hombre.
«Bueno, ya veremos-dijo-. Tal vez tendré la fuerza. Tu fuerza, mamá.»
57
Veladas en el caserío de la Lubianka…
Después de los interrogatorios, Krímov permanecía tumbado en el catre; gemía, pensaba, hablaba con Katsenelenbogen.
Ahora no le parecían tan increíbles las delirantes confesiones de Bujarin, Rícov, Kámenev y Zinóviev, el proceso de los trotskistas, de la oposición de izquierda y derecha, el destino de Búbnov, de Murálov y Shliápnikov. Desollado el cuerpo vivo de la Revolución, los nuevos tiempos se engalanaban con su piel, mientras que la carne viva, ensangrentada, las entrañas humeantes de la revolución proletaria iban directamente a la basura: la nueva época no los necesitaba. Se necesitaba la piel de la Revolución, se desollaba a los hombres todavía vivos. Los que se cubrían con la piel de la Revolución hablaban su mismo lenguaje, repetían sus gestos, pero tenían otro cerebro, otros pulmones, otro hígado, otros ojos.
¡Stalin! ¡El gran Stalin! Es probable que tuviera una voluntad de hierro, pero era más débil de carácter que cualquiera. Un esclavo del tiempo y de las circunstancias, resignado y humilde servidor del día de hoy que abre de par en par la puerta a los tiempos nuevos.
Sí, sí, si… Y los que no se postraron ante los nuevos tiempos acabaron en la basura.
Ahora sabía cómo se quebranta a un hombre. Te registran, te arrancan los botones, te quitan las gafas; todo eso despierta en el individuo la sensación de nulidad física. En el despacho del juez instructor el individuo toma conciencia de que el papel que ha desempeñado en la Revolución, en la guerra civil no significa nada; que todos sus conocimientos, su trabajo no son más que tonterías. Y Krímov llegó a una segunda conclusión: la nulidad del hombre no era sólo física.
Los que se obstinaban en defender su derecho a ser hombres eran, poco a poco, quebrantados, destruidos, rotos, roídos, cercenados para llevarlos a un nivel tal de fragilidad, porosidad, plasticidad y debilidad que no querían ya pensar en la justicia, en la libertad y ni siquiera en la paz, sólo querían que los liberasen de una vida que se había vuelto odiosa.
Los jueces de instrucción resultaban vencedores en su trabajo porque sabían que tenían que considerar al hombre como a un todo, una unidad física y espiritual. El alma y el cuerpo son vasos comunicantes y, golpeando, desmantelando el sistema defensivo de la naturaleza del hombre, el atacante encuentra siempre una brecha por la cual introducir con éxito sus tropas, apoderarse del alma y obligar al individuo a una rendición incondicional.
No tenía fuerzas para pensar en todo aquello, pero tampoco para no pensarlo.
¿Quién le había traicionado? ¿Quién le había denunciado, calumniado? Ahora sentía que estas preguntas no revestían interés para él.
Siempre se había enorgullecido de subordinar su vida a la lógica. Pero ahora ya no era así. La lógica le decía que había sido Yevguenia Nikoláyevna la que había pasado la información sobre su conversación con Trotski. Pero toda su vida actual, su lucha contra el juez instructor, su capacidad de respirar, de continuar siendo el enmarada Krímov, se fundaba en la fe en que Zhenia no tenía ninguna culpa. Se sorprendía incluso de haberlo dudado un instante. No había fuerza en el mundo capaz de obligarle a no tener fe en Zhenia. Creía en ella a pesar de que sabía que sólo ella conocía su conversación con Trotski; aunque sabía que las mujeres traicionaban, que eran débiles, y que Zhenia le había abandonado, que se había ido en un momento difícil de su vida.
Le habló a Katsenelenbogen de su interrogatorio, pero no le dijo una palabra sobre esta cuestión.
Ahora Katsenelenbogen ya no tenía ganas de bromear, no hacía el payaso.
Krímov no se había equivocado a la hora de juzgarlo. Era inteligente, pero todo lo que decía era extraño y terrible. A veces le parecía que no había nada injusto en el hecho de que un viejo chequista como él estuviera encerrado en una celda de la prisión interna de la Lubianka. No podía ser de otra manera. De vez en cuando le daba la impresión de que estaba loco.
Era un poeta, el bardo de los órganos de seguridad del Estado.
Con la voz vibrante de admiración había contado una vez a Krímov que Stalin, durante una pausa en el último congreso del Partido, preguntó a Yezhov por qué había llevado la política de represión tan lejos. Cuando Yezhov, turbado, le respondió que había seguido a rajatabla sus directrices, Stalin, el jefe de Estado, dijo con tristeza dirigiéndose a los delegados que se agolpaban a su alrededor: «Y esto lo dice un miembro del Partido».
Le contó el terror que había sentido Yagoda…
Evocaba a los grandes chequistas, apreciadores de Voltaire, conocedores de Rabelais, admiradores de Verlaine, que una vez habían dirigido el trabajo en aquella enorme casa que nunca dormía.
Le habló de un verdugo que había trabajado durante muchos años en Moscú, un viejo letón pacífico y amable que, antes de ajusticiar al condenado, le pedía permiso para dar su ropa al orfanato. Acto seguido, le habló de otro verdugo que bebía día y noche, en un estado perenne de melancolía y mal humor cuando no tenía trabajo, y que cuando le despidieron, comenzó a visitar los sovjoses de los alrededores de Moscú para sacrificar cerdos; siempre se llevaba una botella de sangre de cerdo alegando que el médico le había prescrito bebería contra la anemia.
Le relató que en 1937 ejecutaban cada noche a cientos de sentenciados «sin derecho a correspondencia», que cada noche las chimeneas del crematorio de Moscú humeaban y los Komsomoles, movilizados para ayudar con las ejecuciones y el transporte de cadáveres, acababan volviéndose locos.
Le contó el interrogatorio de Bujarin, la obstinación de Kámenev.
Una vez estuvieron hablando toda la noche hasta el amanecer.
Aquella noche el chequista le expuso su teoría. Contó a Krímov el singular destino de un nepman [120], el ingeniero Frenkel.
En los albores de la NEP, Frenkel había montado en Odessa una fábrica de motores, pero a mediados de los años veinte fue arrestado y enviado a Solovki.
Desde el campo de Solovki, Frenkel envió a Stalin un proyecto genial. El viejo chequista había pronunciado justamente esa palabra: «genial».
En el proyecto se hablaba detenidamente, con argumentaciones técnicas y económicas, de la utilización de un número ingente de prisioneros para construir carreteras, diques, centrales eléctricas y depósitos de agua.
El nepman detenido se convirtió en general del MGB; el Amo había apreciado la idea en su justo valor.
De la simplicidad del trabajo santificado que llevaban a cabo regimientos de reclusos condenados a trabajos forzados, de esas palas, picos, hachas y sierras irrumpió el siglo xx.